lunes, 26 de noviembre de 2007

Clinton Ramírez. Narrativa.

Los libros

En un mundo en donde proliferan las clasificaciones, cabe listar la especie de los libros perdidos en incendios, los disueltos en naufragios y los abandonados en baúles a la suerte de las polillas. Habrá quienes piensen, adictos a la taxonomía, en subespecies que son solo una idea, una visión o una frase confusa en la cabeza de hipotéticos autores. A mí me interesan los textos destinados al cubo de la basura.

Es válido esperar que los libros de la caneca sean los más numerosos. Importa menos la cifra que alcanzan en los períodos más creativos. Niéguese el estigma que pesa sobre estas aventuras menoscabadas. Lejos de ser una condena, una tara que sepultar, muchos ostentan páginas magníficas, tan dignas y vigorosas que cuesta creer en su destino de desecho. Es inevitable, por otra parte, que algunos de estos pecados muten en inflamables anécdotas en las biografías de los autores favorecidos por la trayectoria de algún hijo superlativo. Leyendo reseñas bibliográficas, eludiendo con buen tino los catálogos de los recomendados mensuales, ojeando los volúmenes que auspician las obras notorias, resulta lícito lamentar que no se escriban estudios completos sobre los libros desechados que perviven en páginas mutiladas, incompletas, sucias, rescatadas a última hora.

A estos libros fallidos hay que culpar de la deserción de los escritores menos tenaces. Una blanda progenie que ante la perspectiva de mandar un tercer borrador a la caneca decide regresar a la academia, a la redacción de los periódicos o a la comodidad de la florida burocracia cultural. Loable en todo tiempo la actitud de los escritores habituados a tirar a la basura libros que otros ofrecerían a las imprentas sin pensarlo demasiado. A ojos de los simples es una forma poco comprensible de afecto. Estos autores, espartanos de espíritu, cosacos de cuerpo, están lejos de olvidar sus obras desahuciadas. Se antoja fácil atrapar en ellos alguna tarde una sonrisa evocadora, de absoluto reconocimiento paterno. No sorprenda a nadie tampoco que detrás de cada libro feliz, con una tradición ganada en el mundo de los lectores, sus implacables ejecutores sigan viendo las sombras delatoras de los libros de la caneca, el llamado de una mano desde el fondo del abismo adonde fueran lanzados como criaturas deformes o tiestos inútiles. Especie derrotada, ángeles condenados, inválidos expulsados de la calle, sin duda tales páginas guardan semejanzas con esas ciudades que jamás conoceremos pero que laten en nuestra sangre como las promesas de un reino perdido.

Esas cuartillas malogradas, víctimas de odios imposibles, de decisiones admirables, embriones de obras ideales son los libros que importa escribir. Son la historia marginada detrás de la historia oficial. Constituye un error grande olvidar su existencia. Es su orfandad la que justifica la creación literaria. Sobre su ausencia de las librerías y de las columnas de las reseñas se edifica, paradoja mediante, la vida de editores, impresores, ilustradores, bibliotecas, críticos, libreros y lectores. Niños confinados a la parra de los traspatios, vergüenza de las mejores familias, personifican la razón de ser de muchos escritores. Comprometido con la apología, sentido de vindicación, no estoy sin embargo a favor de publicitar una literatura de obras fallidas que le compita a la literatura de las obras canonizadas por la crítica y el mercado. Me limito a señalar el embrión de una disciplina o de un género que acaso goza ya de estrafalarios coleccionistas, de inauditos mecenas, de adeptos desesperados y de notables nombres.

Triunfa quien me exija una designación con la que cristianar este nuevo arte. La imaginación griega acuñó un vocablo que denuncia el arte de procrear hijos hermosos. A salvo de las inquinas de los cenáculos, espectador de parques, esquinas y malecones, propongo confiar al mar y los viajeros la indagación de la palabra que convenga al oficio de escribir libros fallidos.

Incurro en una petición para un partido cuya causa tal vez esté perdida. La licencia de firmar libros destinados a ser leídos al pie de los cubos de la basura.


Una visita inesperada

¿Qué actitud tomar si don Quijote baja una mañana de Rocinante y toca a la puerta de nuestra casa? ¿Habrá que hacerlo pasar de inmediato, darle la mano sin sorpresa, invitarlo a un tinto cargado y revisar sus ojos hundidos sin bajar los propios? ¿Sería inoportuno atafagarlo con interrogantes sobre su última aventura? ¿Cómo llamarlo? ¿Alonso, Quijano, don Quijote a secas? ¿Estaría mal indagar por la suerte de Miguel de Cervantes? ¿Qué sería mejor, cerrar la puerta, pensar en una pesadilla o aceptar sin remedio nuestra mala suerte? ¿Queda uno excusado si el valor falta en la mirada? ¿No es ya la imagen de Sancho, pícaro al lado de su señor, un desafío insalvable a los sentidos? ¿Qué aliento soportará el olor de sus cebollas? ¿Es válido agradecer que ciertos personajes solo tengan una existencia de ficción?

Si viviera, mi madre procedería sin afectación, extraña a las preguntas que a mí me impiden actuar. La escoba fue su arma de mano contra las aves de corral que se aventuraban en los dominios de la cocina. En posesión de un rigor más antiguo que ella, hija de los severos atalajes de otro siglo, nunca perdonó una falta a los perros de la casa ni tampoco a los hombres de la familia. Alérgica a los vagos, inmune a los reparos públicos, poco me cuesta imaginarla defendiendo la casa de la presencia de nuestros dos estrafalarios héroes. Su temible escoba de palito desafía el cielo raso de la terraza. Sobra que alguien se detenga en una esquina a contemplar la desigual batalla. A mi madre le resbalan las disculpas que el seco señor del viejo caballo eleva en tono exaltado. Apenas mira al grasiento escudero que, temeroso de una borrasca mayor, invita a su señor a huir de la iracunda señora. Ignorante de favorecer un apéndice en un libro famoso que no necesitó leer, ella solo desea ver libre de intrusos la terraza. Tres buenos escobazos suyos bastan finalmente para echar por tierra el sueño y devolver la realidad a la mañana.

Me acojo a la función de interrogar. ¿Tuvo lugar aquella visita? La realidad tolera la ficción. Los sueños no pertenecen a la imaginación ni la necesitan aunque compartan con ella el anhelo de suplantar la realidad. Está claro el partido que representa mi madre en este escrito. La vida tampoco rehúsa los juegos vengan de donde vengan. Mi madre acometió la hazaña incompleta de expulsar de su terraza a don Quijote y Sancho. Le faltó el escobazo que hubiera prevenido a uno de sus hijos del fecundo peligro de las letras. Un oficio bifronte que encanta al espíritu y daña al hombre.

Clinton Ramírez C. (Ciénaga, 1962). Economista de la Universidad del Atlántico (1987), tiene estudios de postgrados en Desarrollo Regional, Planificación Territorial y Derecho Público. Es autor de los libros de cuentos La mujer de la mecedora de mimbre (1992), Estación de paso (1995) y Prohibido pasar (2004); y de las novelas Las manchas del jaguar (1988, 2005) y Vida segura (2007). Ha publicado, además, los libros de relatos Cervantes al filo del mediodía (2006) y La paradoja de Jefferson (2003, 2007).

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