jueves, 8 de noviembre de 2007

Edilberto Zuluaga. Narrativa.

Dos épocas.

Se cuenta que en época de los sofistas griegos, uno de ellos ofreció a un hombre instruir a su hijo en la filosofía. ¿Cuánto vale? Preguntó. Cuesta diez monedas. Con ese dinero compro un esclavo, contestó el hombre. Cómpralo, dijo el sofista, y de esa manera quedarías con dos esclavos.

En este tiempo, en una puerta de la iglesia de Bonda, una señora, antigua profesora, me contó esta historia. En épocas pasadas ella ofreció a un hombre enseñarle a leer al hijo. ¿Cuánto cuesta? Preguntó el hombre. Diez reales. El hombre dijo: con ese dinero compró un burro para transportar agua del río Manzanares. Cómpralo, dijo la señora, y quedarías con dos burros: uno para cargar agua y el otro de compañía.


Un día en la ciudad

El sol baña a la Ciudad Jovial en las primeras horas azules. Más allá ilumina la superficie del mar, que como un caparazón aguanta los colores de bellos encajes. Desde los cerros el verde de los árboles en las calles dibuja una línea quebrada en la claridad y abajo, los resquicios sombreados aminoran la luz. Las horas bellas del día están entre las cinco y las siete de la mañana. A esas horas los habitantes de la luz enrollan sus sábanas e inician la apertura de las puertas; los animales felices caminan entre los campos y patios vecinos. Un sabor a café invade el aire cuando es puesto sobre las mesas; las voces frescas reposan sobre los objetos y las cosas. Gime el animoso viento con diferentes armonías; la transparencia entra sin que la luz haya llegado a la superficie terrestre. Como un vasto nido iluminado con el mar al fondo, la ciudad emerge vista desde las colinas que la circundan. A esta hora retoza el lenguaje del agua luciendo las burbujas cristalinas; con ella riegan el jardín, humedecen el césped y limpian terrazas y patios. Los perros corren, refrescan el vientre y los caminantes ejercitan sus músculos frente a las playas y en los parques.

Debería llamarse la Ciudad Madrugadora. Es una alegría frecuentar el mercado con los productos de mar y de tierra que son expuestos con una emoción dicharachera y parlanchina. Los pargos y las sierras cantan en las mesas, las piñas y los melones entonan una canción perfumada. Los hombres, felices a esta hora, con las manos de sueño tararean el movimiento de las alas y descansan la mirada plácida en el lento consumo de los elementos. El cielo azul emboza alegremente una ciudad entre los árboles obligando a los habitantes a soportar una incomodidad durante el día: transpiraciones, descansos, ocultaciones y sombras añoradas. La mecedora, la hamaca, el abanico de mano ayudan a dejar las horas. Hombres y mujeres tejen la sombra diaria al sobrevivir diez horas lejos del sol abrasador y convincente. Un habitante que no necesite exponer la piel espera en la sombra, en la conversación: hamaca grande de la frescura. El diálogo está por encima de otra actividad y sus palabras son un aliento inocente; la brisa filtrada entre las hojas suaviza las quimeras y los espíritus.

Los alegres habitantes almuerzan debajo de frondosos árboles que han sembrado en los patios. Otros recuestan un asiento a la sombra de un almendro y hacen la siesta en plena calle. Más allá, los desempleados resisten esperando el momento para ingresar en la batalla. Echados en la hamaca o en el lecho esperan la hora del amor. Al fondo del paisaje el sol calienta el dorso del mar. Allí los bañistas oscurecen la piel con la nítida luz del astro amarillo. En la mitad del día la ciudad no responde a ningún llamado; nadie desafiaría la soledad o la suave holganza.

En la extensión del horizonte el sol peina las colinas con su color miel; alegres mariposas desafían el aire libre. La brisa entre rama y rama, entre hoja y hoja, desliza una exigua frescura que no alcanza a aliviar el ambiente. Crece la tarde y a su sombra el color es agua en movimiento. Bellos paisajes dejan caer la frescura, promesa en las caricias de los enamorados. Lejos suena un tambor, dos gatos de ojos claros en la rama de un árbol esperan que la tarde caiga. El hombre y el animal reciben la noche que recoge el calor cuando el céfiro regresa a los rincones apacibles. La ciudad aparece entre las olas, y en el horizonte una sonata húmeda acompaña la noche mágica.


Edilberto Zuluaga Gómez (Aranzazu. Caldas). Autor de las novelas Amores en la puerta del sol (Manizales, 1995), Viaje hacia el amanecer (Medellín 1996) e Impacto en el primer movimiento (Santa Marta, 2006). Sus novelas le han merecido premios y distinciones. Es también autor del libro de relatos Lecturas en el parque, (Santa Marta, 2007), de donde se han tomado los textos que aquí se publican. Vive en Santa Marta hace 30 años.

No hay comentarios: