miércoles, 23 de diciembre de 2009

PREMIOS DE LITERATURA CIUDAD PEREIRA 2009

El día 21 de diciembre, en la Biblioteca Pública de la Ciudad de Pereira, se llevó a cabo la entrega de los Premios Nacionales de Novela Ciudad Pereira, y de Escritores pereiranos en la modalidad de cuento infantil, 2009.

El jurado compuesto por Luz Mary Giraldo, Cristo Rafael Figueroa y Carlos Orlando Pardo, otorgaron el primer premio del XXVI Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira a la novela No tengo un peso y me llamo Silva, del reconocido escritor FERNANDO AYALA POVEDA (derecha) y el segundo premio a la novela Parábola del crimen, del escritor Caldense ADRIÁN PINO VARÓN (izquierda).

De la novela Parábola del crimen, el jurado emitió el siguiente concepto al otorgarle el segundo lugar:

“Estructura de contrapunto que pone en juego, también, la importancia de la escritura y la lectura. Se destacan en ella la inscripción de ciertos referentes literarios, los cuales posibilitan un diálogo de textos, que sumado a la agilidad narrativa, desemboca en una trama convincente. El tríptico narrativo en que el autor desarrolla su novela contrasta con tres escenas necesarias para reconstruir dicho tríptico: Historia de un peregrino, La ruta Jacobea, y Cerrando círculos, tienen validez con el Epílogo que finaliza la novela. Sumado a lo anterior está la resonancia del Dr. Jekyll and Mr. Hyde, pero el valor está en la existencia de un asesino que a través de la escritura parece expiar la culpa de sus crímenes; sin embargo, con la habilidad narrativa que se le abona al autor parece ser que el escritor es quien a través de sus crímenes logra la expiación de sus pecados cometidos con el lenguaje. Mezcla de realidad (algunos personajes existen y son de conocimiento del lector) y de fantasía (en la que la palabra se permite alterar la realidad, pero sin consecuencias).

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El imaginario mundo de Federico

Un jurado compuesto por Jairo Henao, María Liliana Herrera Alzate y Álvaro Hernández, otorgaron al cuento El imaginario mundo de Federico, el primer premio de la XXVII Versión Anual de Concurso Escritores Pereiranos –cuento juvenil- emitiendo el siguiente concepto: “Del libro El imaginario mundo de Federico, señalamos la buena textura narrativa. Este cuento se destaca principalmente por construir un absurdo verosímil a partir de una anécdota simple y el empleo del lenguaje estricto, exento de digresiones circunstanciales, centrando el relato en lo esencial para sostener la ansiedad del lector a través del ritmo que mantiene una tensión en la trama. Hay que subrayar también el adecuado manejo del lenguaje en su construcción sintáctica, el correcto uso de la ortografía y la utilización de un vocabulario a través del cual teje de manera verosímil la fantasía del relato. Finalmente, la prosa segura, rica en sugerencias sobre los estados de ánimo de la primera persona que narra, revela dedicación y largas y apropiadas lecturas de su autor”.



Para Esteban y Sebastián


Acto 1


Mi abuelo, después de estar desaparecido por cinco años, acaba de salir del guardarropa. Me mira. Me dice hola mijo, como si nada, como si llevara una tarde fuera de casa.
No le respondo. Es difícil responder. Siento un ahogo en la voz, un miedo a que no sea el abuelo, un horror de que sea un espíritu de esos que suelen esconderse por ahí pero que yo nunca he visto, un ladrón disfrazado de él, un personaje siniestro que desea burlarse de mí.
Tiene algo extraño en los ojos, como una mirada que no es suya o que yo no recuerdo o que simplemente ha cambiado en algún momento de su ausencia. Pero al mirarlo bien sé que es el abuelo porque tiene la misma ropa con que partió, pues ese día nos tomamos una foto en la feria del Parque Bolívar, allá por la séptima, y esa imagen se me tatuó en el fondo de mi alma. Su sombrero no me deja mentir. Y su pequeño bigote sigue debajo de una nariz demasiado grande para su rostro. Y esa caja de dientes que mueve dentro de su boca como si fuera una masa de saliva o una pasta de chicle.
¿No me vas a saludar?, pregunta sin mover un solo pie del espacio que ocupa, como si de hacerlo rompiera un hechizo o mis ojos de asustado lo estuvieran intimidando mucho más que él a mí. Esa arruga que se le hace en la frente es la misma de siempre, no puedo negarlo. Detrás de él se mueve una araña que yo tampoco había llegado a ver. Desciende por un hilo de plata con una pereza similar a la que me da cuando tengo que levantarme para el colegio. Yo miro desde mi cama toda la escena, el fondo de mi armario, la ropa colgada, los tenis sucios, el balón de fútbol, el juego de Tío Rico, y de nuevo observo los rasgos del hombre aparecido, sin soltar el control del Xbox que la última navidad me regaló papá por ser el mejor de la clase.
Sigo sin creer lo que mis ojos ven: un abuelo que desapareció sin dejar pistas; un abuelo que sale de mi guardarropa como si ésta fuera una puerta secreta, o como si él hubiera estado allí todo ese tiempo, jugando a las escondidas conmigo; pero juro que eso es imposible, pues todos los días saco y meto cosas de un modo extravagante, y si él llevara tiempo allí de seguro se hubiera infartado con tanto desorden. Una de las cosas que ha caracterizado al abuelo, a ese viejo de sesenta años, es el orden estricto de las cosas, es procurar mantener un ambiente sano y saludable.
Da un paso hacia mí. La araña ya no la veo por ningún lado, quizá fue imaginación mía, pues odio a estos bichos aunque me les enfrento cuando veo alguna cerquita de mi humanidad.
Yo me arrellano en la cama, sin perderlo de vista, pues puede, pienso mejor, ser una fiera disfrazada del abuelo y quiere saltar sobre mí. ¡Por estos días suceden tantas cosas extrañas en el planeta¡ A veces no sabe uno qué es realidad y qué es ficción. El profesor de humanidades, don Alfredo Mesa, el profesor más bacano que jamás he tenido, nos cuenta con frecuencia historias acontecidas en países antiguos que le ponen a uno los pelos de punta. Hace poco nos contó que en un país, no sé si europeo o asiático, un hombre tenía pedazos de carne humana en la nevera. Y lo peor es que esos pedazos pertenecían a niños desaparecidos de una zona urbana aledaña.
No temas, insiste con esa voz que ahora recuerdo mejor. Se frota las manos como si se preparara para su próximo truco de magia. Arruga de nuevo la frente. Soy yo, tu abuelo, tu abuelo Eliseo, el que te enseñó el truco con la moneda cuando tenías siete años. ¿Recuerdas? Entonces de uno de sus bolsillos saca una moneda, hace tres pases mágicos (la clave está en hacer tres pases, no dos ni cuatro ni cinco), y luego la moneda desaparece de sus manos. Me las enseña por ambos lados. Gira sobre sí. Luego se agacha un poco y la moneda está sobre su sombrero. Ese es el trucho. Igualito a como me lo enseñó.
Y por si te queda alguna duda, insiste, se baja el pantalón y me muestra la cicatriz que tiene en la nalga derecha. Una cicatriz particular, en forma de cruz, que se hizo él mismo por amor a mi abuela, en una de sus locuras para demostrarle amor eterno.
Ahora veo la araña pegada a su espalda. Es amarilla y no mayor a una moneda de cien pesos. Creo que desde allí me mira. Creo que desde allí se burla de mí. Creo que ella es la trampa o esa es la trampa. En todo pienso. Pero no hay necesidad de más pruebas: el abuelo que acaba de salir del guardarropa es mi abuelo, no sé decirlo de otro modo. Es mi abuelo desaparecido. Es el mago que volvió donde su aprendiz.
No sé cómo no grito. No sé cómo no salgo corriendo o cómo no tiró el control remoto. Es él después de todo. Es el abuelo que ha vuelto de su viaje o de donde quiera que haya estado. Me tiembla el cuerpo como aquella vez que me enteré sobre su desaparición.
¿Eres tú, abuelo?, pregunto, tartamudeando, como si aún no creyera en su aparición, como si de repente se hubiera abierto la ventana para dar paso a un viento demasiado helado.
El dice que sí, que es el mismo que canta y baila milonga y bolero, y el mismo que puede comerse una cebolla cabezona enterita, sin agua ni sal. Y hace el amague de bailar, con ese giro de medio lado que sólo a él he visto hacer.


Acto 2


Ahora tengo dieciséis años. Y lo primero que recuerdo, al menos hasta que cumplí los once, fue que el abuelo era un gran mago, pero no de esos que se paran en un teatro a deslumbrar a un público ávido de sueños e ilusiones; no, el abuelo sabía magia por algo natural, así lo entendí siempre, que sólo ejercía cuando tenía reunida a su familia, y sobre todo a sus nietos, sobre todo a mí, que soy el mayor.
Convertir un pañuelo en una tira larga de colores, fue una de las cosas que aprendí con él, a los ocho. Entonces no existía Harry Potter ni El señor de los anillos. O eso creía yo en medio de mi infancia, de mis juegos, de mi grupo de amigos de esa época.
Podía jurar entonces que el abuelo caminaba sobre el agua. Muchas veces me metí en problemas por defender esa creencia mía, ese don que le atribuía con la más inocente de mis emociones y entusiasmos. Mi abuelo es un mago de verdad, gritaba a cuatro vientos. Un día de estos lo traeré para que los desaparezca de la faz de la tierra, les decía a esos amigos que ahora no recuerdo o no he vuelto a ver. También fue la manera de aprende a vivir sin él estos últimos años. Pensando que todo era uno más de sus trucos, una falla en mitad de la ilusión.
Por lógica, el abuelo era (digo era porque ya lo creía muerto, o mejor, porque hasta ahora aparece de nuevo) el hombre más grande del mundo, el mejor de todos: tanto que mi papá llegaba a sentir celos del amor que advertía que yo sentía por él.
Si el abuelo no iba al paseo o al zoológico, yo no iba. Prefería quedarme con él hablándole de mis nuevas experiencias en la escuela, de la tarea inconclusa, de la niña que me gustaba, del truco que me estaba enseñando. Prefería escucharlo a él, vivir sus historias que narraba con una emoción digna de ser proyectadas sobre un telón. Nunca supe si esas historias eran ciertas o falsas; pero yo me inclino aún por creer que eran tan ciertas como las cosas que nos rodeaba. Era tanta la fuerza de las cosas que decía, que cada vez que veía vestidos rojos colgados en los patios vecinos imaginaba que allí vivía Caperucita Roja o que al menos se había alojado la noche anterior o que intentaba despistar al Lobo Feroz dejando pistas falsas en un lado y otro. Hasta llegué a creer que yo era primo lejano de Caperucita.
El abuelo se llama Eliseo. Es alto y casi no tiene canas. Tiene unas manos grandes. Tiene unos ojos que parecen como cerezas maduras, eso es, pues sufre de una enfermedad que no sé cómo se llama pero que se extiende por cada ojo. Creo que es catarata. No sé bien. Y es roja roja como las cerezas o la capa de Caperucita. Aun así ve lo que yo no veo, lo que yo no puedo aún presentir. Y ni se diga su buen humor. Nunca lo he visto con la cara arrugada por efecto del coraje o aburrimiento (lo de su arruga en la frente es un gesto de nacimiento). Y otra cosa: se la pasa silbando. Silba y silba como si con ello quisiera espantar algún demonio, como me dijo una vez que le pregunté por ese modo desmesurado de silbar. Desde ese día me di cuenta que le tiene miedo al infierno. Otra cosa que no deja por nada del mundo: la medallita del Divino Niño. En eso no me le parezco. Pues mi medalla es el afiche del Deportivo Pereira que poseo como una de las joyas más queridas. El afiche y las cartas de la baraja.
Alguna vez me habló de un tal Judini o Houdini, no sé cómo se escribe, pero creo que es con la “H”. Me dijo que había sido uno de los grandes magos o ilusionistas. Un escapista, para ser exacto; que no había cerradura o tumba que no pudiera abrir. Y si mal no recuerdo, también me habló de un código secreto, relacionado con la muerte del escapista, pero cuando lo hizo sentí cierta nostalgia en su semblante o en su voz. También me habló de un tal Jo-güin, un mago venido de otro mundo, así lo dijo, de extraordinarios poderes, similares a los que le adjudican al mago Merlín. Pero sobre este mago no quiso decir nada más.
El abuelo fue, hasta ese día que desapareció, mi héroe, mi mejor amigo, mi gran aliado. Dejaba lo que fuera por venir a mi encuentro, por arrodillarse a limpiarme la herida, por cargarme en sus hombros, por ayudarme con la tarea, por dejarme ser yo. Nunca levantó la voz para reprocharme o quejarse de mis rabietas.
Sí, era un alcahuete de tiempo completo, lo digo sin pena, pues, aunque yo muchas veces abusaba de su amor o paciencia, entendía como ninguno a un niño que sólo pensaba en jugar y ser feliz. ¿Quién me daba los bombones en mitad de la mañana? ¿Quién me sacaba la ropa mojada que yo dejaba en el baño o me tendía la cama? ¡Por Júpiter que no consentía un regaño o una amenaza de correa! Se enojaba con papá o mamá y amenazaba con irse para siempre de la casa. Y creo que por eso ellos sienten una culpa eterna y profunda, pues días antes de su desaparición se presentó una situación que tensionó el ambiente familiar como raras veces sucedía, o al menos en esas proporciones.
Estaba yo mirando hacia la calle. Estaba yo en la habitación de mis padres. Estaba yo mirando no sé qué cosa, cuando un rayo salido de una nube oscura atravesó como por la esquina y dio justo en un transformador de energía. El estruendo fue tan alto, que del susto tropecé con la lámpara de la mesa de noche y fuimos a parar juntos al suelo. El destrozo fue total. No sólo se destruyó el transformador sino la lámpara de mamá, traída de México por un primo suyo hacía como cincuenta años. La continuación de la historia trajo bastante malestar.
Fue la primera vez que, por defenderme, escuché al abuelo decir una palabra vulgar, pero no sé a quién iba dirigida o si la dijo para maldecir las marcas de la correa que yo tenía impresas en el cuerpo. Mamá lloró esa noche más de lo común por la pérdida de la lámpara y por la intromisión del abuelo. Cuando el abuelo se esfumó, ya no tenía lágrimas para llorar su ausencia. Aunque desde ese día lamentó ser tan apegada a lo material y tan brusca para resolver algunas cosas sin medir las consecuencias.
Por eso, ver al abuelo ahora ahí, saliendo de mi guardarropa como si imitara al mago escapista del que me habló, me produce entre alegría, entre espanto, entre dolor. Es una sensación tan extraña que hasta me hace pensar que la cama tiene pensamientos propios, voluntarios.

Acto 3


¿Qué hace el abuelo saliendo de mi guardarropa? ¿Qué hace el abuelo escondiéndose en mi guardarropa? Vuelvo a preguntarme con la incredulidad de lo que veo. Pero pienso de inmediato: ¡pues qué más va a ser, Federico, si tu abuelo es un mago y seguro en medio de uno de sus trucos de desaparición extravió el camino, algo le debió salir mal, pobrecito, y tú juzgándolo por el tiempo perdido, por dejarte solo con tus padres, que por mucho amor que te prodiguen no alcanzan a mitigar la pena de andar solitario sin tu maestro de magia y de vida!
Me digo esto porque nunca he creído que la desaparición del abuelo obedezca a una retaliación por lo sucedido aquella tarde: por más que él lo expresara, creo que era una manera de pedir que se me tratara como al niño que era entonces.
Por error obturo el volumen del control remoto del Xbox y simultáneamente nuestras miradas se fijan en la pantalla del televisor. En esos segundos siguen surgiendo tantas imágenes que mi reacción es acalorada, confusa, y sin perder tiempo apago el monitor.
De la calle llegan con más nitidez los ruidos de la tarde, del trajín monótono de gentes y vehículos circulando para ir o volver o perderse, quizá, como bien hizo el abuelo.
Ahora nuestras miradas vuelven a encontrarse. Si sus ojos no fueran rojos sino amarillos, diría que se parecen a los ojos del Alcaraván. Pero sus ojos no producen miedo sino una cierta tranquilidad. Me pone una mano en el hombro.
Ven conmigo, por favor, dice con esa voz que parece no exaltarse nunca, que parece saliendo de algún equipo de sonido moderno, no encuentro otra manera de decirlo, pues no soy bueno para las imágenes, para comparar una cosa con otra, y menos cuando están comprometidos mis sentimientos propios.
Es importante que vengas, Federico, repite con esa sonoridad paterna y acogedora. No entiendo por qué sigo pasmado. No entiendo por qué no me arrojo a sus brazos y le digo cuánto lo he extrañado. No entiendo por qué me duele verlo allí, como si hubiera estado escondido en ese cajón, o prisionero, que es peor, y yo fuera el culpable. Por algo que no preciso comprender, se enciende el dolor que sentí cuando lo perdí aquella navidad, después de la feria, después de prometerme, como ahora, enseñarme un nuevo truco de magia.
Cuánto reproche entonces en casa pasar esa navidad sin el abuelo. Todo por culpa tuya, le repetí a mamá más de una vez. No fue fácil calmarme. No fue fácil entregarme a las tareas cotidianas de la época decembrina, de las comidas en familia, de los regalos compartidos. En todo creía ver la imagen o huella del abuelo. A los once años yo ya conocía la derrota, el infierno, la falta de tolerancia. Eso era lo que pensaba. No tenía mundo para asumirlo de otro modo. El abuelo no estaba conmigo, y los días pasaban y pasaban y no lo veía aparecer por ningún lado.
No niego que mis padres han tratado todo este tiempo de suplir esa ausencia. Pero ellos son mis padres y mi abuelo es mi abuelo. No hay de otra. Ellos no quieren nada malo para mí, y por eso me cierran las puertas del mundo, impidiéndome así que yo conozca sus horrores, dizque para librarme de todos sus males. Y el abuelo, que tampoco quería nada malo para mí, me enseñaba, dentro de ese mundo de horror, lo que me sucedería si me dejaba contagiar o minar, sí, minar es la palabra que utilizaba, y traía ejemplos de hombres buenos y malos, pero nunca nunca me prohibía de la manera que hacían mis padres.
Ese es el error de los padres modernos, creo, pues lo digo con la experiencia que me dan estos dieciséis años: PROHIBIR. Sí. Prohíben de todo como si uno viviera encerrado en una jaula o en la torre más alta de un edifico o castillo. Federico, te prohíbo que salgas después de las diez de la noche porque… Federico, te prohíbo que te juntes más con… Federico, te prohíbo que te comas… Federico, te prohíbo que sigas jugando hasta tan tarde con ese videojuego… así se la pasa mamá. Papá pocas veces molesta. ¡Pero si voy bien en el colegio, mamá!, digo con desencanto. Pero ella hace como que no oye mis razones y repite con más ganas la prohibición del día.
Lo prohibido es lo más apetecido, escucho decir por los lugares donde transito, en el colegio, a las amigas de mamá, en la televisión, en medio de las escenas de amor que ahora vivo con Mariana.
¿Y quién diablos es Mariana? Mariana es un amor prohibido. Tiene novio y yo estoy en el medio. Soy el lunar negro. Soy una piedra en el zapato. Pues, además, su novio es vecino mío, aunque no propiamente mi amigo. ¡Pero es que Mariana es tan linda!… Reconozco que no es nada bueno esto que hago. Una traición es una traición desde donde se mire o desde donde se viva. Pero que se me parta la cara si uno no termina enamorándose de la compañerita de clase que se hace justo al lado, que va a tu casa a preparar las tareas, que te invita a montar bicicleta o te dice que eres muy lindo. En pocas palabras, Mariana es Mariana, con novio o sin novio, conmigo o sin mí. Y creo que de no ser por el novio, yo la amaría menos, es decir, él hace que la vea más perfecta pese a la traición que comete con él. Así es la vida. Y tal vez algún día me lo reprocharé. Pero por ahora deseo suprimir la palabra prohibir de mi vocabulario.

Acto 4

El abuelo me está abrazando. El abuelo ahora me está diciendo que lo siente mucho, que lo perdone, que nunca me ha olvidado. El abuelo dice que no fue su intención irse de mi lado, no de ese modo ni bajo esas circunstancias.
El abuelo llora como nunca lo vi en su vida. Y yo también lloro. Y yo también lo abrazo y yo también le hablo de la falta que me ha hecho y de lo mucho que lo he necesitado.
Su abrazo es como mojado. Es decir, por lo que me hace sentir después de tanto tiempo sin percibir ese apretón. No conozco el mar, pero imagino que debe ser como cuando una ola llega a la playa y la refresca con su fuerza natural. Es lo que quiero decir. Eso es lo que siento. La cama parece que se mueve cuando el abuelo se hace a mi lado. Y su respiración tiene el mismo olor de una vida tomando café oscuro y dulce. Lo transpira. No sé cuál de los dos corazones late con más fuerza. Aunque el de él debe pesar más en el pecho por lo grande, por los años que tiene.
Ahí está otra vez la araña. Da vueltas sobre el hombro derecho del abuelo. Hace movimientos giratorios como un perro que desea morderse la cola. Hay algo raro en ese bicho, pero igual, no me espanta. Creo que lleva tiempo viviendo entre la ropa del abuelo. Él advierte que yo miro al animal y me tranquiliza un poco más dándome un palmadita de afecto en la cara. Soy feliz, inmensamente feliz de tenerlo ahí, sonriendo, haciendo esos gestos de siempre, demostrándome el cariño que me hizo crecer a vuelo de pájaro.
¿Quieres un café o un poco de agua? Es lo primero que se me ocurre preguntarle. Pero él responde que no, que hay prisa, que tenemos que irnos de inmediato. Sólo vine por ti, termina por decir. Yo trato de explicarle que mis padres no están y que se alegrarían mucho de verlo. Yo trato de contarle sobre los sucesos ocurridos en los últimos años. Yo trato de decirle que cómo va a tener afán si acaba de llegar.
Con una sonrisa llena de bondad, me dice que nunca ha dejado de saber sobre cada cosa que me rodea y rodea a la familia. Soy un mago, no lo olvides. Y vuelve y me abraza. Aunque no lo creas, nunca te he abandonado, murmura cerca a mi oreja, cada día, lo primero que hago, es saber de ti, de Rogelio, de tu mamá. Sé de la muerte de Dante, que murió por una mala atención en la veterinaria. Sé de los trucos que has aprendido sin mi orientación, y lo has hecho muy bien, muchacho. Sé también que tienes novia pero que por ahora es un secreto (guiñó un ojo cuando dijo esto). Sé cada palabra de lo que se escriben. Sé que escondes un cuaderno con poemas que escribes cuando te sientes triste. Sé muchas cosas, mi pequeño Federico, aunque ya no eres tan pequeño como puedes ver.
En el fondo de mis ojos crece una pregunta que no sé si él podría responder. ¿Y si sabía todo eso, por qué me dejó tan solo cuando más lo necesitaba?
El abuelo se queda callado. Nunca ha sabido mentir. O al menos nunca ha caído en las versiones que da. Es una historia bien larga, dice como adivinando mi pensamiento. Pero antes debes seguirme, si deseas saber esto y mucho más. Cuando digo que no tenemos tiempo, es porque no tenemos tiempo. Debemos cumplir una cita antes de que el sol se ponga en Altazor. ¿Confías en mí aún? ¿Quieres, como te prometí, aprender el mejor truco de magia de tu vida?
Si vi al abuelo salir de mi guardarropa, después de estar desaparecido por cinco años, ¿qué otros trucos podía enseñarme? El camino es tentador, pues se trata del abuelo y a su lado nada me pasará. Pese a ello miro alrededor con titubeos. ¿De qué truco de magia me habla? ¿Qué o dónde es Altazor? ¿Por qué tiene tanto afán, qué misión tenemos qué cumplir? Porque lo dijo en plural, con la firmeza otorgada por sus años.
El abuelo se acomoda el sombrero con cierta galantería, antes de decirme no te preocupes por los compromisos de mañana (¿vuelve a leerme el pensamiento sobre el trabajo que debo presentar para química?). La respuesta salta como una liebre. Cuando volvamos sabrás todo sobre química y un poco más. Sonríe el abuelo. Sonríe y me hace sonreír. Me mide su sombrero, el mismo que lleva usando como medio siglo. Ya casi te queda. Entonces serás el mago perfecto.
Yo siento que sus palabras me devuelven la vida, o al menos, la fe de un futuro mejor. Yo, Federico, o Feudini el mago, para gloria del abuelo y la familia.
Vamos, vamos. Hoy es 31 de octubre, y antes de la medianoche vence el plazo, dice como si yo ya supiera de qué se trata todo esto. Acto seguido me señala el guardarropa. Recordé aquel truco donde el mago hace que ingrese su ayudante y en un santiamén éste o ésta desaparecen. Lo sigo sin preguntar nada. No sé qué podemos hacer dentro del guardarropa, pero si es un juego, deseo jugarlo.
El abuelo cierra el guardarropa y quedamos en total oscuridad. Cierra los ojos, hijo, dice y me pone una de sus manazas encima del hombro. Yo te digo cuándo los puedes abrir.
Le hago caso. Además de oscuridad, todo es silencio. Todo es nada.
O eso pienso yo.


Acto 5

No puedo dar crédito a lo que veo. Después de abrir los ojos por indicación del abuelo, me encuentro frente a la araña. El bicho da un brinco y cae al suelo pero no con violencia sino como si tuviera un paracaídas. Pienso que ya va a alejarse, que se meterá en algún hueco, que irá a cazar insectos o levantar nido en un extremo distante. Pero no. Sucede todo lo contario. Mejor, sucede que se transforma en una persona, en un humano de baja estatura que, por no decirlo de otro modo, es un duende o gnomo. Me aferro al abuelo, ante la mirada imprecisa de la araña que ahora es otra cosa.
Su voz me pide que no tenga miedo, que es el señor Jo-güin, el buen mago Jo-güin, el maestro Jo-güin. Lo malo es que no sé quién es el que habla, creo que los dos a la vez, o como si uno fuera la voz del otro pero que de algún modo yo no puedo decir quién hace la voz de quien.
Mis ojos están que se salen de sus orbitas. Tengo en las rodillas una sensación de debilidad, que si no es por el abuelo me derrumbo ante lo que creo imposible. Pero si el mago Jo-güin me deja sin habla, con el corazón en la garganta, lo que advierto al instante (la sorpresa de Jo-güin no me había permitido ver todo el panorama) es que estamos en medio de una torre de piedra, en medio de un cerco de animales similares a las ardillas, totalmente blancas, totalmente atentas a lo que dicen o decimos, y luego me doy cuenta de la luz que llega, no como del sol, amarilla, sino una luz rosácea o violeta pero que de ningún modo afecta la claridad de la visión. Por último, entiendo que no estamos en un lugar conocido ni lo que he considerado real.
El abuelo me dice ahora, como si siempre tuviera la respuesta, que ese lugar ha sido su hogar durante los años de extravío, que no debo sentir temor alguno, que pronto retornaré a casa. Lo curioso de lo que me dice es que no veo que mueva los labios o abra la boca. No hace ningún gesto que indique que está hablando o que acaba de hablar. Sonríe. Entonces comprendo que el abuelo nunca ha hablado, que lo que pienso es su voz que me llega a través de la mente. Estás en lo cierto, comenta. Aquí nos comunicamos por medio de ella. Telepatía, pura telepatía. Es maravilloso lo que uno aprende fuera de casa. Vuelve a sonreírme. Por eso es que no reconocí la voz hace instantes. Me tranquilizo. Los animalitos siguen ahí, atentos, inmóviles, como esperando algo o leyéndonos también el pensamiento. Ahora la luz ha cambiado de color, pero no sabría decirlo o describirlo. Parece que se filtra a través de un prisma.
Me alegra que lo estés entendiendo, escucho ahora al mago Jo-güin. Sé que es él porque su pensamiento me llega como con un eco dentro de la cabeza. Ahora los animales saltan, se agitan. El abuelo me revuelca los cabellos y dice que ellos se comunican con él, que por eso están así al advertir que yo estaba de mejor semblante.
Todo se pone más confuso. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Verás, cuando yo llegué aquí me sucedió exactamente lo mismo. Y así ha sido con todos los que habitamos este bello lugar. El abuelo vuelve a meterse en mi cabeza. Debes saber que después de discutir con tu mamá aquella navidad, no me fui de la casa como todos han pensado por voluntad propia, ni fui secuestrado ni llevado a una cárcel ultra secreta, aunque esto último se parece más, pues esa noche me encerré en el garaje, allí donde siempre practicamos nuestros trucos, pero me encerré, aunque no niego que airado por lo sucedido, porque estaba rediseñando uno de los trucos de desaparición, y fue cuando apareció el maestro Jo-güin, justo dentro de la caja que armaba, así como yo hice en tu guardarropa, y al escucharlo, entendí que era inevitable acompañarlo a este mundo. Y ya te preguntarás que cómo así que el maestro Jo-güin se me apareció y sin pensarlo casi acepté estar de este lado y no del tuyo. Pero recordarás que yo ya te había hablado de él, estabas más chico, y contarte los pormenores de cómo y por qué lo conozco es más largo de lo que creo. Lo cierto, o mejor el punto, es que Altazor, como se llama este mundo, es el paraíso de los magos, aquí es donde vienen a parar cuando mueren, y si digo vienen, es porque ni tu ni yo estamos muertos aún, sólo estamos en cumplimiento de una misión, aunque la mía ya está terminando y la tuya comienza.
El abuelo no deja de llenarme la cabeza con sus pensamientos. El mago Jo-güin está sentado ahora, pero como en una nube o en el aire o levita, o como si tuviera una silla invisible debajo de su humanidad. Las ardillas (que no eran ardillas sino una forma física de ciertos animales mágicos que allí habitan), forman un enorme círculo como si estuvieran presentes en el estreno de una película. Y por extraño que parezca, ahora, con cada mensaje del abuelo yo veo el hecho como sobre una pantalla, con lo que comprendo mejor el rumbo y a dónde quiere llevar su conversación. Entonces dice algo sobre Houdini que me termina de exaltar.
Sí, hijo, el código Houdini, aquí lo hallamos, pues Houdini, por alguna extraña razón (aún para los magos hay cosas indescifrables) no podía moverse ni hablar por voluntad. Llegó a Altazor como una figura de cera o plastilina, y desde entonces son muchos los magos que se han encargado de su cuidado. Pero ahí está el problema: no todos lo que lo han cuidado lo hicieron por beneplácito, o admiración o amistad, no, qué más quisiera uno; buscaban adueñarse de ese código, pues creían que estaba tatuado en su cuerpo o que de alguna manera lo harían hablar. No fue así. Y las torturas recibidas por estos malvados magos deterioraban día a día lo que quedaba de él. Sólo tuvo descanso cuando el maestro Jo-güin lo acogió después de imponer su autoridad.
Déjame a mi continuar, escuché la voz del mago Jo-güin, o sus palabras mentales, te preguntas por qué tu abuelo no te dijo nada esa noche, pero la culpa es mía, no se lo permití, pues no estarías preparado para este momento. Es cierto todo lo que te dice, Houdini, después de muerto, no pudo escapar a la prisión que le impuso su propio cuerpo. Él lo sabía, y por eso creó el famoso código de diez palabras; no fue un truco suyo para hacer alarde de un misterio histórico. Ese código encierra un gran poder, y es el que algunos magos de Altazor desean apropiarse para llevar a cabo la conquista de mundos paralelos. Houdini sólo lo creó con la intención de regresar o comunicarse con su esposa. Yo sólo deseo, como la mayoría de magos, que Houdini salga de la cárcel en que ahora se encuentra, que pueda caminar por estos parajes como uno más, disfrutando eternamente de su gloria. Con el código podremos devolverle, digámoslo así, la vida que ahora no tiene en Altazor. No es producente contarte en este cuarto todo lo que debes saber antes de cumplir con tu parte, porque por eso te trajimos. Lo claro está en que hoy es 31 de octubre para el mundo terrenal, y antes de que culmine debemos, o debes tú, Federico, rezar el código ante Houdini. Has sido elegido el médium para gloria nuestra y de la magia.

Acto 6

Cada vez estoy más asombrado de lo que me acontece. Yo, Federico Pineda, ¿médium o enlace con el gran mago Houdini? ¿Y el código, dónde está? ¿Y sobre todo, qué tengo yo de especial para cumplir con lo que me piden? Las ideas me traen de los cabellos mientras los sigo escaleras abajo, por esa enorme torre como de un castillo de la época antigua.
Detrás de mí vienen las ardillas, que vuelan mejor que las aves. Por los gestos del abuelo y del mago Jo-güin, sé que se comunican entre ellos, pero yo no puedo escuchar nada. Eso me indica que pueden bloquear los pensamientos entre unos y otros.
Ahora recuerdo que Houdini falleció un 31 de octubre. Todo empieza a relacionarse. Muerto de peritonitis, según el dictamen médico, pero para nadie fue un secreto que días antes, por aceptar un desafío de unos estudiantes que pusieron en duda su resistencia física, recibió varios y fuertes golpes en el abdomen, lo que afectó seriamente su apéndice.
Siento hambre. Pues mientras estuve en mi habitación no comí como suelo hacer a menudo. Sin embargo, apenas me ataca la sensación de hambre, en mi mano aparece una fruta similar a la manzana. El abuelo gira para guiñarme un ojo. Esto es lo menos que me esperaba, pienso. Deseo que así sea en mi mundo, que con un clic o con solo desearlo, la comida aparezca de inmediato. Creo que me como cuatro frutas, pues aquella situación me ha despertado la ansiedad de comer desmesuradamente.
Llegamos a un gran salón. Todo sigue siendo blanco. No hay televisores ni juegos de video, pero sí muchos libros, y cortinas, y ventanas que dejan percibir un paisaje lleno de vida. La luz, me parece, tiene un color naranja, un olor de incienso.
De un lado, si es que no apareció de la nada, surge una mujer delgada, de mediana estatura, de tez morena, que me sonríe con una placidez desconcertante. Sus dientes son bonitos.
Ella es Bess, la esposa de Houdini, dice el abuelo. Hace poco tiempo logramos traerla hasta aquí. Y él es Houdini, señala hacia un recodo del salón al tiempo que Bess corre una cortina.
Allí encuentro al mayor de los magos terrenales, por así decirlo. Está acostado, y si no fuera por el brillo que advierto en sus ojos, juraría que está sin vida. Las ardillas se instalan alrededor de Houdini, como si asistieran a una marcha marcial (tiempo después me entero que su presencia obedece a que crean un círculo mágico de protección, que ningún mago puede romper).
Sin saberlo, o sin considerarlo de ese tamaño, yo estoy a punto de realizar el mayor truco de magia de mi vida. Estoy destinado a salvar a Houdini, y por ende, a la paz y tranquilidad final de Altazor.

Acto 7

El código Houdini no ha sido una treta del mago. Es tan cierta como sus grandes trucos de escapismo, pero mejor, más perfecto, que nadie pudo descifrar. El mago Jo-güin retoma la historia. Bess está a mi lado, tomándome de un brazo como si yo fuera muy cercano.
Ya estás grande, Federico, continúa. Y has llevado una vida moderada y justa para tu edad. Has aprendido de magia con una disciplina acertada, sin dejar de lado otros aspectos propios de tu vida. Y llevas la sangre de Eliseo, que dejó lo que más amaba, a ti, por venir a aportar sus conocimientos en una lucha que no le correspondía aún. Cuando elegí a Eliseo para que aprendiera un poco de mí, tenía tu misma edad. Y sigue aprendiendo como ninguno. ¡Si vieras cómo dejó de comer y dormir mientras buscábamos entre el mundo de Houdini las claves de su código! Y no me equivoqué cuando lo elegí. Ni siquiera yo, con los años que tengo, vislumbré el punto de encuentro, el punto medio que llevaría a la clave y, por supuesto, a que nos encontremos hoy aquí, a que le devolvamos a Houdini la vida que merece vivir junto a Bess en Altazor. Así, tampoco, ya nadie intentará apoderarse de su código, que sólo a él pertenece. En verdad que tu abuelo es un héroe, por su desprendimiento y por no perder nunca la fe. Una fe que tú motivas en su interior, pues en estos años, como ya sabes, no ha dejado de estar pendiente de ti. ¿Recuerdas aquella vez que cayó un poste de energía cerca de ti? No fue cosa del destino que así fuera. El poste iba a caer sobre tu cabeza, sólo que la permanente presencia de tu abuelo lo impidió. Desvió el golpe, aunque esto le trajo consecuencias graves en Altazor porque no está permitido actuar sobre el mundo terrenal.
El abuelo carraspea para decir que él no ha hecho otra cosa distinta que servir a su maestro y a protegerme con el derecho que le da la naturaleza de llevar la misma sangre.
El mago Jo-güin retoma la palabra. Está ansioso por terminar su relato y empezar con la lectura del código, es decir, de las diez palabras mágicas, que aún no veo por ningún lado.
Sea como sea, eres un gran hombre, Eliseo, tienes tu sitio asegurado en Altazor. Y en cuanto a ti, has de saber, porque te lo estás preguntando, que después de mucho investigar (son cientos de libros los que tu abuelo consultó), de recorrer una región y otra, de reconstruir el pasado de la mano de Bess, tu abuelo halló el código de la manera más proverbial que jamás, por lo menos yo, haya imaginado. El código de Houdini no estaba en ningún punto de su cuerpo ni de sus libros ni en los libros escritos por Connan Doyle. Simplemente bastaba un fenómeno de observación, que sólo se pudo lograr al viajar en el tiempo, justo a cada acto que Houdini realizó en vivo.
Siento que Bess me aprieta con fuerza el brazo. Está tan emocionada como yo. Sabe que dentro de poco se reunirá con su amado esposo, que volverá a caminar de la mano con el mago que enamoró su corazón. Recuerdo a Mariana cuando me abraza. Pero cuando vuelva le diré que se decida por uno de los dos. No es justo para ninguno. No es una conducta correcta para mi vida, por más que la crea una buena mujer. En todo caso mi corazón también late con fuerza.
Es magistral la manera en que Houdini esbozó cada palabra, señala el abuelo que no puede ya callar. En cada acto, durante el momento más espectacular, el más mágico, cuando la gente atiende el punto álgido, al fondo, sobre el aire, aparece una palabra. Tuvimos que asistir a cada evento para recopilarlas. La emoción de hallarlas fue tan maravillosa como la aventura de asistir en vivo a sus actos. Pero algo ocurrió: sólo hallamos nueve palabras. O al menos, tras asistir una y otra vez, y otra, a cada evento, por poco y nos damos por vencidos. Encontrarla, lo he confesado, lo debo a un deseo de Bess: ella pidió presenciar el último momento en vida de Houdini. Allí acudimos. Lo vimos postrado en la cama del hospital, con la derrota marcada en la cara. Y tras ese suspiro que supone el desprendimiento del espíritu, se formó, muy tenuemente, la palabra sobre su cabeza. Increíble pero cierto. Así, hijo, armamos el rompecabezas. Desciframos lo que una vez creí indescifrable, pues no todo el tiempo me acompañó la fuerza de la fe, como dice el maestro Jo-güin. Mis derrotas propias también se nutren de un modo insospechado.
Lo digo con franqueza: si esto que vivo es cierto, o si sólo es un sueño, no deseo que por nada del mundo termine antes de resolverlo. Es justo lo que esperaba para mi vida. Revivir mis esperanzas de hallar al abuelo sano y salvo, así sea en este mundo mágico que es Altazor.
Y ahora es tu turno, mi pequeño Federico, dice el abuelo. Tu turno de abrirle la puerta a Houdini a este mundo, como piensas. Después, te aseguro, volvemos a casa, porque vida es lo único que tengo para vivir a tu lado, ya verás.
Veo al mago Jo-güin levantando las manos. Está ubicado sobre la cabecera de Houdini. Tiene los ojos cerrados. Su cuerpo emana una luz que produce paz como ninguna otra. Estoy nervioso porque no sé qué es lo que tengo que hacer, si sólo leer, o existe un orden para que la magia funcione. El abuelo me alienta para que lea con la fuerza de siempre, con la misma que he deseado ser un buen mago. Bess llora, emocionada. Ahora la luz es de un color marrón.
Veo aparecer una a una las palabras que contienen el código de Houdini. No pudo creer lo que mis ojos ven sobre esa pizarra imaginaria. Escucho en mi cabeza que es el momento de leer. Entonces leo como si con ello diera mi último respiro. Al terminar, algo me recorre el cuerpo. Todo queda en blanco, blanquísimo, y dejo de ver lo que pasa alrededor.

Acto 8

Lo primero que hace Houdini al despertar, al moverse, es abrazar al abuelo. Eso no me lo esperaba. Bess solo se queda quieta para mirar, impávida como yo. Se sumen en un abrazo estremecedor, largo, con llanto incluido. Después se acerca a mí, y también me abraza mientras me dice que se siente orgulloso de mí, que no esperaba otra cosa. Me inquieta lo que me dice, como si ya me conociera. Pero en el mundo de los magos todo puede pasar, pienso. Luego abraza y besa a Bess. El mago Jo-güin los rodea.
Houdini no es tan alto como imaginaba. Al lado de Bess se percibe más su baja estatura. Es gracioso como ninguno. No suelta la mano de Bess, como si de hacerlo volviera a sumirse en ese mundo de vegetal. Afuera hay alboroto por lo acontecido. La noticia se sabe en todos los rincones de Altazor. Houdini se prepara para dar un discurso, muy a su estilo. Ríe al considerar que se demoró mucho para salir de esa cárcel, pero que al fin pudo lograrlo. Su código no ha fallado, vuelve a decir. Y me mira. Me mira con una intensidad en los ojos que no sé precisar. Y todos ríen de nuevo, hasta yo que ahora me hago la pregunta del millón: si descifrado el código, sólo bastaba leerse, ¿por qué me involucraron a mí? ¿Qué me hace especial? Esto sólo lo descubrí tiempo después, al lado del abuelo, cuando volvimos a mi cuarto.
Es hora de volver, dice el abuelo. Ya hicimos lo que debíamos hacer. El mago Jo-güin asiente. Houdini también da su aprobación, como si ésta fuera necesaria. Hay nostalgia en sus ojos. Yo insisto en que aquí hay gato encerrado, y mucho más cuando nadie me aclara lo que pienso.
Antes de abrirse la puerta del salón para dar paso a los otros magos que esperan ansiosos encontrarse con Houdini, el mago Jo-güin dice al abuelo que él ya sabe lo que debe hacer. Por su parte, Houdini se acerca y le dice algo pero vuelven a bloquear mi mente. Entonces ya no me doy cuenta de nada más, solo de sus gestos, solo de que hay un dolor demasiado antiguo en esa despedida. Cuando Houdini me abraza para despedirse, dice que pronto nos volveremos a ver, pero no aclara si aquí en Altazor o allá en la tierra. Me entrega un libro que extrae de la inmensa biblioteca. El mago Jo-güin me dice que cuando llegue a casa, podré obtener comida con tan solo desearlo. Que me otorga ese don. Que espera que yo tenga la prudencia para manejarlo. Los gritos, la algarabía de la gente coreando el nombre de Houdini, es lo último que escucho antes de encontrarme de nuevo dentro del guardarropa. El abuelo abre la puerta. Y sin tanta sorpresa ya, descubro que no ha pasado más de una hora desde que dejé la intimidad del cuarto. Lo que me da a entender que aún no han llegado mis padres. Tengo la casa para mí solo. Y por supuesto, para el abuelo, que me guía para que nos sentemos en la cama.
Quieres oír la respuesta que buscas con mis propias palabras, o te vas a leer el libro que te obsequió Houdini. Dice como si le estuviera creciendo un nudo en el pecho. Percibo temor en lo que dice, pero no engaño o dolor. Es mejor que tú me lo digas, confieso, pues por más vueltas que le doy a la idea, aún no entiendo por qué fui el elegido para leer ese código, cuando son muchos los que darían la vida por hacerlo. Se crea un silencio entre los dos tan expectante que me dan ganas de comerme las uñas como hace el novio de Mariana. Tienes razón, Federico. Y debes saberlo todo ahora que serás un gran mago. Con ese libro podrás llegar muy lejos… bueno no distorsiono más lo que deseas saber...
Allí está de nuevo el abuelo, con esa actitud de misterio que adopta cuando quiere contar algo que tiene un significado especial para él o para un ser querido. Houdini es tu bisabuelo, dice de una, sin más preámbulos: Houdini es mi papá.
Me agarro el estómago porque creo que es una broma para aliviar las tensiones. Hago uso de mi nuevo don y aparece un pedazo de pizza en mi mano. Pero el abuelo no parece estar bromeando. La expresión de su rostro me indica la seriedad de su respuesta. Así es, ya no tengo por qué ocultarlo, y te has ganado el derecho a saber la verdad. El abuelo mira para el fondo del guardarropa como si añorara algo. Sólo un descendiente directo de Houdini podía leer el código. Si no su magia no funcionaría. Serían palabras muertas, polvo entre polvo. Has de saber que soy el único hijo de Houdini. Pero no soy hijo de Bess, ellos no tuvieron hijos. Vine a este país bajo otra identidad, pues la familia no quería que yo sufriera las consecuencias de los medios persiguiéndome para saber más sobre mi padre.
Se dice que él le comunicó a Bess el código secreto. Y es cierto. Pero como ella nunca practicó la magia, al ingresar a Altazor, por algo que para nosotros es un misterio, olvidó todo lo relacionado con éste. Algo sucedió para que esto pasara del modo que te hemos contado: ella sin el código y Houdini sin poder moverse o hablar. Pienso que allí hubo manos inescrupulosas que alteraron sus vidas. Por eso la incesante búsqueda en el pasado de mi padre. Otra cosa que debes saber: Rogelio tampoco conoce su pasado. Cree que soy un aprendiz de mago, un fanático de toda la vida, un fracasado que sólo vive de sueños y de glorias ajenas. Rogelio cree que lo más que puede encontrar de sus antepasados es una historia nada acogedora, y por eso nunca ha indagado o hecho una pregunta que trascienda el patio de su casa. Tu padre, el abuelo se aclara la garganta (y en la voz que le sale hay algo de nostalgia y de decepción), no podía cumplir con lo que tú hiciste, porque dejó de ser niño mucho antes de que el tiempo lo definiera, porque dejó de soñar, y su imaginación y su alegría se tornó de otro color. A Rogelio nunca le ha interesado la magia, la desdeña, para él es más importante el estiércol de vaca que una buena ilusión. Así de sencillo. Rogelio jamás comprendería una cosa como esta. ¿Ves lo que te deseo decir? En cambio tú eres un autentico Houdini. Y serás el mejor mago del mundo. El mejor.
Escucho cada palabra como si en ellas hubiese un truco de magia. El abuelo sabe que yo no puedo acusarlo de nada. Ocultarme el pasado de la familia fue por una buena causa. Yo debía aprender a ganarme las cosas por voluntad propia, por fuerza y fe. Así lo entiendo. Pronto llegarán mis padres, y debo estar preparado para darles la noticia que el abuelo está de regreso. Que yo estoy orgulloso de ellos y de ser lo que soy.

Adrián Pino Varón, Escritor Colombiano.

jueves, 8 de octubre de 2009

Un cuento de Pedro Mairal


Estuvimos cuatro años de novios con Teresa hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo. Teresa era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, minijardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes en la noche hasta el domingo en la tarde.
Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Teresa bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque tirábamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado.
Teresa fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo. Porque ella me pedía más, me pedía que aguantara. Dame así, me decía al oído, dame así. A veces poníamos nuestros zapatos bajo las patas de la cama porque la madera rechinaba horriblemente contra el piso de baldosas. Nos pasábamos casi todos los viernes y los sábados en la noche, chocando el uno contra el otro, estrellándonos. Porque eso era lo que hacíamos, nos estrellábamos. Yo era adicto a sus orgasmos, los necesitaba. Pero a ella le costaba alcanzarlos. Me hacía trabajar muchísimo. Ella misma me compraba condones texturados y hasta unos que venían con tachas para provocar más fricción. Todos esos condones que se iban por el inodoro, usados y prolijamente anudados¿ al final de la noche.
A ella le gustaba estar encima de mí, me cabalgaba con esa insistencia pélvica femenina de moverse, no tanto de arriba abajo sino de adelante a atrás, un movimiento que se iba perfeccionando a medida que crecía nuestra transpiración jabonosa porque su culo patinaba sobre mis muslos y mi pija le entraba más hondo. A veces yo me incorporaba un poco en la cama, quedaba sentado, y ella me rodeaba la cintura con las piernas, todavía arriba mío, abrazándome, y yo le sentía con mi mejilla el pelo mojado pegado al cuello, y con las manos el canal de la espalda también mojado y tenso.
Creo que nuestro secreto era el sudor. yo hasta entonces me había acostado con putas o con noviecitas discretas que no soltaban el tigre. Las putas no sudan en la cama, no pueden desvivirse furiosamente por cada cliente, no les daría el físico para estar así todo el día, o toda la noche. Apenas con unos gemiditos profesionales les basta para alentar y abreviar el forcejeo del macho triste. Las noviecitas discretas tampoco sudan, seguramente porque no es uno quien les despierta la fiebre necesaria sino algún otro novio o amante venidero. De manera que Teresa fue la primera con quien me entregué al zarandeo olímpico. A veces me imaginaba que su viejo entraba de golpe prendiendo la luz y decía "¿Qué están haciendo?" y yo le contestaba "¡Estamos rompiendo todos los récords, suegro!". Pero eso no pasó exactamente.
Nos partíamos el alma hasta que cantaba el primer pajarito del día (desde el último perro hasta el primer pajarito). Y creo que nos excitaba el sudor porque el condón era como una barrera seca entre los dos, casi como sexo virtual. En cambio el empape del sudor era real y animal. Era nuestro gran secreto, el estado casi acuático de nuestro abrazo. Un logro mutuo. Teresa me agarraba de la nuca, le gustaba sentirme la nuca mojada. Yo le mordía las tetas, le pasaba la lengua por su esternón salado, le subía la mano por la espalda, le juntaba el pelo largo en una coleta abundante y húmeda. Hay algo que sucede cuando se suda tirando (o se tira sudando), y es que todo se vuelve más fluido, las caricias ya no son sectorizadas, eso de te agarro el culo y luego las tetas y luego te acaricio los muslos, sino que el contacto se vuelve todo un continuo, una sola superficie de placer, las partes del cuerpo se difuminan, se estiran casi, se vuelven un todo escurridizo, sin límites ni nombres diferenciados, la piel se vuelve toda beso mojado, mordisco resbaloso, y se tira entre mechones empapados, gotas que caen por el torso en hilos y hay que despejarse la frente y seguir, seguir.
Teresa era incansable, guerrera. Me gusta esa palabra, guerrera, porque realmente la peleábamos juntos en la cama, cuerpo a cuerpo, en un combate oscuro y extenuante que nos aceleraba el corazón en un galope elástico, tierno, con susurros de violentas amenazas de amor dichas al oído, hasta que ella empezaba a desarmarse encima de mí, como a caerse pero abrazándome fuerte y yo me dejaba ir, me dejaba morir, matándola, matándola. Como una yegua sudada ella entraba en el orgasmo. Un animal jadeante después de una carrera. Con la crin pegada sobre la cara, sobre los ojos. Y así nos sosegábamos riéndonos en nuestro gran secreto, recuperando el aire, buscando oxígeno en bocanadas asmáticas. Y en un momento ella, invariablemente, hacía algo delicado y rico: me soplaba suavecito el pecho y me hacía sentir el sudor fresco aliviándome del calor, y yo se lo hacía a ella, le soplaba entre las tetas y hacia abajo hasta el ombligo. Nos alternábamos una vez cada uno y así nos quedábamos un rato desmayados. Después Teresa se volvía furtiva hasta su cuarto.
Pero no podía durar tanta felicidad clandestina. Un sábado en la mañana vimos a mi suegro en el jardín con un tipo de overol azul. Miramos por la ventana de la cocina. El jardín estaba inundado y sobre el pasto se veían cositas de colores. Teresa se tapó la boca. Mirá, me dijo. Era el pozo séptico de la casa, que se había desbordado y habían salido a la superficie todos nuestros condones, los polvos de cuatro años decoraban el jardín. El tipo de overol sonreía, el padre de Teresa no. Y lo peor de todo fue que nunca nos dijo nada. Nosotros nos escapamos como si tuviéramos algún programa imperdible y no supimos quién recogió nuestro inventario profiláctico. Pero esa tarde¿ dando vueltas por el barrio sin atrevernos a volver¿ ella me dijo que quizá podíamos empezar a buscar un lugar donde irnos a vivir juntos. Tenía razón. Era el fin de los buenos tiempos y había que empezar a ganarse el pan con el sudor de la frente.


Pedro Mairal, escritor argentino
William Cardona, pintor colombiano

jueves, 13 de agosto de 2009

El efecto Aura


Es Aura una amante a la que le cae bien el adjetivo de exquisita, una mujer de iniciativas apenas soñadas, la afortunada criatura de la montaña y el mar que alcanzó en mí al hombre que la contagia, la secunda, y la hace ir del sexo al amor –o del amor al sexo- en un único movimiento.

I
Mentir o fingir la realidad es mi oficio, pero corresponde esta vez abordarla sin maquillajes.

Es de semblante tranquilo, de mediana estatura, amable de trato. Nadie imaginaría al verla los maremotos que auspicia. Otra cosa distinta es tenerla en los brazos, besarla, morirse con ella en la cama, sufrir el arte de su lengua, disfrutar el placer de sus sexos. Ahora bien, más allá de su rotundo sentido sexual, es una muchacha aventajada, de insustituible compañía, con una fuerza de atracción de la que carecen mujeres de mejores físicos. No bien la deja uno en casa cuando ya se desea pasar a buscarla. Tampoco es fácil sacársela de la cabeza luego de haberla tenido. Allí puede quedarse horas, días enteros. De momento no hay barrera que ataje su influencia.

II

Es una influencia más fuerte que mis ironías de inmune. Me cierra la cabeza. Apareció, creció y no me deja. ¿Le temí? Al final de varias semanas fue imposible eludir semejante compromiso. ¿Tenías miedo, amor?, me pregunta a veces, la mirada puesta en nuestras primeras citas, a principio de un diciembre pleno de brisas en una Santa Marta metida en luces navideñas.

III
Tampoco a ella, más racional, le resulta cómodo sustraerse del influjo. “Me mueves toda. No puedo parar” ¿Alguna razón en una historia frágil de razones? ¿Es consciente, igual que yo, de haber encontrado la veta de una pasión que en la cama, contra las paredes, sobre los mesones de cocina, en las escaleras ha atendido algunas de sus más íntimas fantasías? ¿Agradecido? Padezco algo que llamaré el efecto aura: una fuerza que me descentra.

IV

Sin exageraciones admito que ninguna mujer me había pedido con unas ganas tan robustas que la tomara analmente. “Anda, cógeme duro. Es todo tuyo”. Ninguna me exige que le muerda la espalda, las caderas y las nalgas con el arrojo de una ternura que es la primera en extrañar. “¿Por qué contigo sí?” No tiene la gran cola, ni las piernas perfectas, pero sí el culito más rico que me hayan servido. El milagro reside tal vez en su abierta disposición a disfrutar un amor que encuentra en el goce físico el complemento irremplazable. “¿Qué me haces, qué hago de distinto?” son inquietudes que ofrezco con más perplejidad que certezas. Quizá solo importe ahora testimoniar los beneficios de un sexo de traspatios higiénico – otro rasgo excepcional-, profundo, continuo y arrasador. A nadie, en fin, he mordido con la más encendida devoción. Asimismo, a ninguna le he permitido libertades que le arrugarían el ceño al más bravo macho de esquinas. Cuentan, entonces, los hechos, las batallas de las sábanas, más que las medias razones de la imaginación literaria.

V

Es inherente a la escritura extralimitar fronteras. Función semejante pudiera indicarse del amor. ¿Exagero? “Eres grande, amor”, me dice, “Nunca he sido más feliz”. Niego que el origen de tales impresiones quede condenado a un notorio asunto de tamaño, que importa a la larga. Hemos discutido el punto. Hemos efectuado las mediciones de rigor. Ella las ha hecho con dedos, cinta métrica o con la pura lengua. “Es distinto”, enfatiza “Es inexplicable”. ¿Exagera Aura? ¿Miente? ¿Son sus declaraciones los balbuceos que sirven de colofón a un buen polvo? Presiento, en esos intentos de razonar, la presencia de una mujer al tanto de haber arribado a una zona de plenitud insospechada, donde placer y amor marchan, donde deseo y temor alternan aguas. ¿Me sucede algo distinto? Huí al principio. Ella intenta hacerlo ahora. El amor o la pasión huyen del amor y la pasión. Es la única noción que me queda en limpio. Ahora bien: algo va de formular a padecer esta paradoja que muta el amor y la pasión en enemigos de la libertad, las aspiraciones y los compromisos.

VI
Huí de ella casi desde el primer día que la vi en el salón donde dictaba una charla sobre discapacidad. Tal vez porque en el momento en que cruzamos miradas supe, oscuramente, que me haría perder el rumbo de las horas o me acotaría el espacio si no tomaba las debidas distancias. Todo inútil. Me impactó primero. Me cautivo después. Algo similar experimentó ella, que temió menos y asumió una experiencia que no tenía en su horizonte mental, metida de lleno entonces en sus tareas profesionales.

VII
Aura es una fuerza irresistible. Es una sonrisa que cautiva sobre todo cuando Aura es Aura sin reservas y, dueña de las aceras, va bien peinada, elegante y mejor puesta al trabajo o cuando marcha a un encuentro conmigo de muchas cervezas, en el que no faltan fotos y tomas atrevidas.

VIII

Cógela suave. Cálmate. Traigo estas expresiones a las que Aura recurre cuando me salgo de ruta. ¿Por qué? ¿Es su manera de salvaguardar una relación que amenaza con devorarse a sí misma? ¿Es posible controlar lo incontrolable? Transito un laberinto de laberintos que, a falta de una fórmula imaginativa, denomino el efecto-aura.

IX

Digámoslo. Soy adicto al amor-aura, al efecto-aura, al influjo aura, una fuerza que tira hacia abajo mientras yo tiro hacia arriba, o al revés. He ahí el encanto del que deriva su poder. ¿Mañana? Mañana estaremos muertos, según la devaluada expresión de J. M. Keynes. Mañana el influjo podría asumir un perfil de medalla, adoptar el tono de una jugosa anécdota o, en el afán de surtir la materia de un libro más, transformarse en la brava moneda que de cuenta del forzoso mercado de las pasiones.

Resta indagarla sobre el efecto que ella padece. ¿Algún nombre? “No sé, marica, tú me jodes. Me mueves toda… pero tiene que parar. No aguanta…”.

Tocará aguantar –digo acá- hasta que algo reviente.


Clinton Ramírez C.