martes, 22 de abril de 2008

Antonio Ungar. Narrativa.


HIPOTÉTICAMENTE


I

Son las cuatro de la mañana. Mi amigo Pierre está sentado frente a su escritorio, mirando el andén húmedo que brilla al otro lado de la ventana sucia. Sobre un libro hay una taza de café frío. Pierre ha dejado de escribir el borrador de un artículo mediocre sobre cine, se aburre.
El cuarto en donde está, en el segundo piso de una casa igual a todas las demás, en ese barrio miserable, húmedo y oscuro, tiene piso de fórmica vieja, muros manchados que fueron grises, una resistencia destartalada, la cama destendida en un rincón, un bombillo que cuelga de un cable sobre el escritorio.
Del otro lado de la ventana, debajo del invierno helado de la ciudad, hay una calle en donde se acumula la basura y vomitan los borrachos, en donde cagan los perros de pelea y todo se congela pronto. Del otro lado, la ciudad es Londres: ciudad de hombres miserables en dónde nunca deja de lloviznar hielo; de viejitas locas que caminan todo el tiempo, sin detenerse; ciudad partida por un inmenso río negro y lento.
Pierre tiene veinticinco años, el cuerpo muy flaco, la espalda jorobada y el pelo largo, una cara blanca de pequeños ojos verdes. Ahora juega con el cenicero, se distrae pensando en cómo va a usar las libras de su sueldo mensual de redactor de artículos de cine para una revista mediocre; imagina el invierno que viene, los días que le quedan antes de la primavera.
De repente oye los gritos de un hombre.
Aguza el oído como el perro pobre que es: más gritos, golpes. Se pone de pie, se acerca a la ventana. Es en la casa de al lado.
Es una pelea de los Barnes, de los hermanos Barnes, de sus vecinos.
El menor, Fredy, pesa cien kilos de músculo y es el orgullo del barrio porque fue campeón juvenil de rugby de los nacionales en algún año, y se puede tomar diecisiete pintas de cerveza seguidas, y además es capaz de volcar un carro con sus propios brazos, él solo, y cada vez que lo hace, que voltea algún carro mal parqueado en su calle, todo el barrio aplaude y vitorea como sólo saben aplaudir y vitorear los ingleses, que es mirando con la cabeza muy inclinada hacia delante, secretando un poco más de saliva que no se tragan cuando sus ojos de ingleses sonríen sutilmente, emitiendo con sus bocas un sonido borroso. El hermano de Fredy, Tedy, está considerablemente más alcoholizado; es una vaca de más de ciento veinte kilos, inválido por una doble fractura de la cadera en un accidente de tránsito debido a su borrachera perpetua, accidente que además le dejó un ojo inservible, lentitud de movimientos y de habla, un babeo constante que su hermano Fredy limpia diligentemente.
Pierre oye cómo Fredy Barnes grita blasfemias que retumban en los muros, cómo Tedy gime.
Están en el cuarto de sofás rotos y fotos de mujeres desnudas que él ha visto desde la calle. Oye cómo Fredy destroza contra la pared un asiento, cómo se quiebra algo que suena como un plato. Escucha al pobre Tedy, con su voz de estar masticando pasto hace mil años, perdido en otro tiempo más mojado, menos nítido, que se defiende como puede repitiendo palabras sin sentido en una letanía infinita.
Los gritos y los golpes contra las paredes son pocos; los silencios se alargan tensando el aire, antes de cada explosión.
Después de media hora de batalla violenta y silenciosa, Pierre entiende: una frase completa que sale de la boca húmeda de Fredy Barnes se lo explica: Fredy quiere desbaratar cada mueble de la casa, y gritar todo lo que le dan sus malditos pulmones y si es necesario matar de una vez por todas a esa masa de carne inútil que es Tedy Barnes porque ha desaparecido un fajo de billetes que llevaba mucho tiempo haciéndose más grueso en una caja de galletas con tapa, cerrada sobre la nevera blanca. Pierre oye cómo Tedy gime, cómo se arrastra perseguido por los improperios de Fredy; cómo lloriquea, antes de caerse con todo su peso, tal vez sobre el sofá amarillo. Ahora sigue hablando, pero más fuerte; ahora arma retahílas más largas, frases sin sentido que se han quedado hundidas en su cerebro grande y mojado como el de una vaca, desde el tiempo en que su mamá estaba viva. Y desde allá dice cosas como No no no no debes tomar tanto en esta noche, Fredy, vuelve a Dorham que tu padre lo haría Fredy no debes tomar tanto.
Y así al infinito.
Pierre mi amigo, del otro lado del muro, lo está oyendo, paralizado por su curiosidad de perro pobre, por ese miedo morboso que lo hace sonreír. De pronto se acuerda de su aparatico nuevo, del prodigio de la tecnología que desde hace una semana descansa en un cajón de su pieza. Saca un micrófono minúsculo, que procede a colgar de una puntilla incrustada justo al lado de la ventana de los Barnes; cinco metros de cable van del micrófono a un reproductor de CD, en donde un raton láser quemará un disquito y grabará nítidamente cada uno de los gritos y los golpes y el desgarramiento de las bestias en la casa de al lado. Dos parlantes minúsculos permitirán oírlo todo mejor. Pierre mira el conjunto con una sonrisa, presiona el botón necesario y se vuelve a instalar junto a la ventana.
Fredy está muy borracho. Los veinte billetes que se perdieron eran dos mil libras, todo el capital de la familia para comprar una nevera nueva y una maldita moto, para vivir el resto el mes, y ahora sólo hay una caja de lata vacía que huele a naranja sobre la nevera. Fredy sabe que si Tedy no sacó el dinero, en todo caso vio al que lo sacó. Afirma saber muy bien que su hermano se está guardando algo, que si desde el principio de toda la historia no responde nada y gime y se balancea y mira al piso como un niño, como un demente, es porque sabe algo. Y si no es Tedy, alguien más en el barrio tiene ahora los malditos billetes, y Fredy Barnes va a saber quién es, así tenga que vapulear a Tedy y arrastrar su cuerpo por cada uno de los cuartos de la maldita casa.
Cada cierto tiempo, como salida de la cajita negra que graba, se oye la voz de Fredy que sube de tono y arremete contra algo y grita palabrotas, muy borracho (debe tener una botella en la mano, debe rondar a Tedy mirándolo a los ojos, gritándole muy cerca de la cara, casi escupiéndole). Después hay lapsos largos de silencios; tal vez Fredy se sienta a descansar en un rincón, a mirar las paredes rojas y el cuerpo de su hermano. Y los días del mes igual que tendrá que aguantar sin una sola libra.
Pierre, sentado en su rincón, asustado, frío, casi sonriente, imagina que Fredy se enteró temprano de lo de la caja de lata; que estuvo buscando por toda la casa y no encontró nada. Que le preguntó a Tedy hasta que empezó a gritarle, que Tedy no abrió su boca y se metió en su cajón de autista. Imagina que entonces Fredy se fue al pub, se sentó solo en la barra, gruñendo, y pidió toda la ginebra que se pudo beber antes de las doce, sin poder creer todavía lo de sus ahorros.
Que por eso ahora parece una bestia, que por eso ahora va a encontrar todo su dinero o a matar de una vez por todas a su hermano Tedy Barnes.
Las palabras como cuchilladas desesperadas de Fredy Barnes gritan ahora el pasado: el accidente que dejó lisiado a Tedy. Dios. La maldita manía de beber. El dinero. El maldito dinero que tiene que aparecer antes de que amanezca por la buena salud de Cristo.
Habla, solo, así, casi sollozando, durante más de media hora. Hasta que parece que el cansancio empieza a vencerlo. Por los parlantes minúsculos se oye exhausto, impotente, al borde de las lágrimas. Parece que se fuera a caer dormido como un muerto borracho, en su alfombra, de una vez por todas. Pierre imagina a los dos hermanos amaneciendo al otro día: más cansados, igual de abandonados y de pobres y de gordos y de animales. Hambrientos, solos, pero más cansados.
Parece ser que ya todo se está acabando.
Pierre imagina a Fredy sentado en un rincón, totalmente ebrio, llorando como no ha llorado nunca jamás en su vida, derrotado por esa vida de mierda, por esa casa de mierda, por ese hermano que ahora se hace el idiota y brama palabras para sí mismo, palabras que no son suyas sino de una mamá que está muerta y enterrada en un cementerio entre dos autopistas bajo la niebla, y que no van a hacer aparecer veinte billetes de cien libras en una caja de galletas que huele a naranja.
Lo que no se espera Pierre es que Fredy se levante súbitamente del silencio, que atraviese el piso de madera del salón con pasos largos, que tumbe una mesa con platos a su paso. Que sin ningún preámbulo, sin decir nada, alce con sus brazos de campeón de rugby el televisor que es una mole de principios de los ochenta, y que con esa caja de piedra sobre la cabeza atraviese la habitación, concentrado, serio como un borracho, y la tire a través de la ventana, y que esa caja de piedra se convierta de nuevo en un televisor en el instante en que se revienta contra el suelo y se le salen, destrozados todos sus vidriecitos, circuitos, cablecitos, pepitas rojas y verdes, contactos cristales fusibles.
Y entonces hay otra vez silencio. Mi amigo Pierre está ahora más asustado; a través de su ventana pudo ver los vidrios de la casa de al lado reventándose; ahora está mirando los trozos de televisor que hay frente a su puerta, mojándose en el andén. Hay un minuto de silencio. Pierre imagina a Tedy entendiendo, despacio, muy despacio, que no habrá más televisión, que la televisión se ha ido. Hay un llanto continuo, largo, bajo.
Y de repente hay un grito desesperado como de un oso atravesado por una lanza, como de un perro cuando lo coge un carro, como de ese monstruo que ha perdido la cabeza que es Tedy Barnes, que es casi una ballena cuando se levanta sobre sus dos piernas pequeñas que hace diez años no lo aguantan de pie y dando tumbos atraviesa el cuarto y se lanza a bajar las escaleras.
Y entonces Fredy empieza a gritar Maldito perro irlandés Ted Barnes ni se te ocurra huir rata cobarde porque te vuelo esos sesos grandísimo hijo de las mil putas maldito idiota, ya bastantes daños me has causado. Y sigue con su letanía mientras baja por la escalera, detrás del ruido que ha dejado su hermano, muy despacio, apenas teniéndose en pie de la borrachera. Pierre conoce la casa de al lado, es igual a la suya, y entonces sabe que Tedy va hacia la cocina.
A través de la ventanita del baño, parado sobre el water, Pierre puede ver a Tedy Barnes que está abriendo todos los estantes, desesperado, rompiéndolo todo, tumbándolo todo antes de que acabe de bajar su hermano, que viene antecedido por todos los insultos que le quedan antes de caer exhausto. Pierre ve cómo Tedy logra abrir un cajón y cómo sus manos temblorosas sacan algo negro que pesa entre sus dedos, cómo se devuelve por donde entró, en dirección al corredor.
Hay un instante de silencio.
Después se oye un grito de batalla de Fredy Barnes que se riega por el jardín y suena en los parlantes negros. Se oye un asiento destrozándose.
Y entonces, de repente, una detonación.
Inmensa, pesada, retumbando por todo el barrio, en el silencio congelado de las cuatro de la mañana. Pierre siente que las rodillas se le endurecen del miedo, pone una mano en el borde del lavamanos. Hay más de cinco segundos de un silencio afilado, tenso.

Otra detonación inmensa, que lo hace apretar más los dedos, se extiende perdiéndose por las calles vacías, vuelve a dejar todo en silencio total.
Pierre se queda quieto, perdido. Después, lentamente, con los ojos turbios y el equilibrio turbado como un borracho, logra volver a su habitación. Por el camino imagina, sin saber por qué, las calles vacías de la ciudad, los semáforos titilando en amarillo bajo la llovizna.
El humo que sale de una chimenea.
Abajo, en la puerta de los Barnes, la cerradura gira. Pierre se separa lentamente del escritorio, se acerca al vidrio. Un hombre inmenso abre la puerta; Pierre puede ver su cabeza rubia, redonda, medio calva. El hombre gime, se tambalea. Da pasos torpes hacia la calle. Parece que su cuerpo se fuera a ir de bruces; tiene puesta una camiseta blanca y sucia que le forra el vientre inmenso; tiene un revólver en la mano.
Es el menor de los Barnes. Desde arriba su cuerpo se ve más grande, más gordo, más calvo, más blanco. Tiembla, se tambalea. Llega hasta el borde del andén y se deja caer sobre su culo, con los pies en la calle. Tiene el arma cogida con las dos manos, entre las piernas; se balancea hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, con el arma apretada entre las manos, entre las piernas dobladas. Sólo mira al frente y se balancea, de espaldas a la mirada de Pierre.
Mira los carteles, la basura, el muro del colegio: no entiende nada.
Nadie ha salido a mirar lo que sucede, nadie quiere saber. La policía tardará en llegar más de una hora. Pierre, desde su ventana, se queda mirando a ese hombre que se balancea y gime en voz alta, que se moja y llora debajo de la lluvia, perdido ya de todo. Pierre se sienta sobre el escritorio, mira, y no es capaz de hacer nada. No piensa, no puede pensar en nada.
Después empieza a pensar en ese hombre, en la policía que llegará; en él mismo, sentado en esa casa, en ese maldito barrio, en esa ciudad que no es la suya, mirando ese espectáculo, oyendo los gemidos de un asesino que espera su suerte, a través de unos parlantes.


II


Hace media hora que Tedy Barnes está sentado en el andén bajo la llovizna, observando por Pierre desde su ventana cerrada. Algún vecino se ha asomado; tal vez alguno ha llamado a la policía. Pero debe andar muy ocupada esta noche, la policía, porque Tedy sigue meciéndose sobre su cintura, de adelante a atrás, bajo la llovizna. Y Pierre lo sigue mirando.
Pierre ha tenido tiempo de pensar muchas cosas. Ha pensado, sin darse cuenta, mirando a ese hombre en el andén, en sí mismo, en la ventana. Se ha dado cuenta de que está solo en el mundo, sentado ahí.
Y también se ha dado de cuenta de que es libre, que siempre lo ha sido. Y que puede hacer lo que quiera. Puede largarse de esa puta ciudad, y convertirse en alguien vivo, real, si quisiera. Alguien real. Piensa ahora que se va a levantar de ese escritorio, de una vez por todas.
Que va a empacar un morral con toda su ropa, que va a sacar la plata del banco, que va a salir caminando, va a pasar al lado de ese cuerpo bilioso que todavía se estremece en el andén. Que va a caminar hasta la estación del tren para largarse y dedicarse de una vez por todas a lo que siempre ha querido hacer.
Vivirá de robar, dormirá en los parques. Y tal vez lo mejor sea comprarse él también un revólver. Usarlo en el momento justo para atracar una tienda, para ir sobreviviendo.
O irse a Australia, en donde cada metro de tierra que pise será tierra desconocida. Y dedicarse a robar. Y a andar. Hasta que lo maten.
Tal vez hará también el amor con una mujer larga y morena en una caseta abandonada en un desierto. Se emborrachará con camioneros en una gasolinera.
Apostará todo su dinero a las cartas y dormirá alguna noche en una cárcel australiana con un aborigen.
O se irá, ahora mismo, a donde esa compañera de oficina de ojos azules y tetas grandes que no se debe haber despertado todavía. No sería difícil: entrar despacio a su casa por el balcón del jardín, abrir la puertica de vidrio, caminar hasta su habitación. Silenciarla de un golpe, ponerle un esparadrapo en la boca. Salir con ella en su carro por la mañana, atravesar el canal.
Ir hasta España, pasar a África. Recorrer cada kilómetro de carretera, hasta la última muerte, con esa esclava amarrada en el carro.
De repente oye ruido de sirenas afuera.
El hombre, inmenso, perdido, se mece ahora más lentamente, mojado por llovizna perpetua. Con el cuello rígido, con la pistola entre las piernas, bien apretada por sus dedos. Sigue llorando.
Un policía se detiene a diez metros del asesino, sabe que hay treinta fusiles apuntando a la cabeza del tipo. Abre las piernas y grita Tire el arma y ponga las manos en el cuello.
Cuando está a un metro pega el cañón de la pistola a la sien de Tedy, lo mira muy fijamente, se empieza a arrodillar a su lado, mete la mano libre debajo de las piernas dobladas del gigante. Aprieta el arma entre sus dedos. El gigante no la suelta. El policía logra separar los dedos gruesos del arma homicida. La echa a rodar por el pavimento, lejos del cuerpo.
Tedy Barnes lo mira a los ojos, lentamente, sin saber ya nada más. Quién es él mismo. Qué es. Qué hace ahí.
Y vuelve a mirar al frente.
Una furgoneta se acerca haciendo ruido por la calle, detrás trotan diez agentes armados. Pierre ve cómo izan a Tedy, que es un peso muerto, cómo le doblan el cuello, cómo lo sientan en la parte de atrás del carro. Dos policías se meten con él.


III


Ahora, un mes después Pierre está sentado en el comedor de la casa de un amigo común, frente a un plato de pescado y una copa alta de vino blanco. Sonríe. Tiene en su mano derecha la mano de su novia, que no es bonita. Él la mira un instante a los ojos; después se levanta, carraspeando y pidiendo la atención de todos para contarnos la gran noticia de la noche.
La gran noticia es que la semana anterior le han dado dos años más de trabajo en la revista académica para la que trabaja; seguirán pagándole el mismo sueldo por los mismos comentarios de cine. Él y su novia van a alquilar un apartamento en Mainstream, muy cerca de la casa en donde está su cuarto de soltero. Mi amigo piensa pedir la nacionalidad inglesa.
Cuando termina nos mira a todos, radiante. Propone un brindis. Por su amiga. Por nosotros.
Todos nos levantamos. Miro su boca que sonríe, un brillo de saliva en su labio inferior, sus ojos pequeños, dulces y alegres. De perro barato. Cuando se sienta, sus manitas se separan de la copa y de la piel de su novia para volver a coger los cubiertos y trincar otro pedazo de pescado. Se lleva el bocado a los labios y pasa una mirada horizontal, rasante, por la mesa, sin parpadear, sin dejar de sonreír. Se detiene en mí. Me mira, como preguntando algo.
Yo sólo puedo inclinar la cabeza y levantar mi copa. Felicitarlo, con la copa arriba y ensayando mi mejor sonrisa.


Un muerto es un muerto

Está sentado al volante de ese carro negro, ciego en la tarde caliente y densa del trópico, medio dormido por la borrachera. Lleva así todo el día. Algo brilla atrás, en el espejo retrovisor.
Se voltea y ve los asientos vacíos; vuelve la cabeza al frente. Recuerda otra vez. A su papá; manejando, hace más de treinta años; ese mismo carro. Un hombre joven, con la barba sin afeitar y la frente grande, que huele a tabaco, que tiene puesta una camisa de rayas azules. Un niño que fue él mismo, sentado en el asiento amplio de atrás, jugando con dos hermanas pecosas, iguales. Una canción dulzona que sonó en el radio.
El aire húmedo de la tierra caliente se mete por la ventana. En el recuerdo y ahora. El olor de los plátanos, de la niebla, la luz densa de las cinco. La voz del papá que habló de los plátanos, de la luz, de la música.
El hombre que ahora maneja está solo. No va hacia ninguna parte. Está borracho. Tiene cuarenta años y dolor de estómago.
No tiene con quien llorar las tristezas: del papá ahora muerto, de las hermanas que no veía desde que eran casi unas niñas y tuvo que ver hace poco, en el entierro. Del país al que acaba de volver, acabada por fin la guerra que supo evitar durante más de veinte años.
Se topa con un pueblo al borde de la carretera. Entra despacio por las calles de casas bajas, de zaguanes y aleros grandes, hasta la plaza cubierta de ceibas gigantes. Es un pueblo igual a otro pueblo de la infancia. No lo recuerda, pero sí recuerda los olores mezclados, calientes, de avena y río sucio, de helechos, de carne cruda, de gasolina derramada, que lo hacen bajarse y caminar por los andenes vacíos.Deja que se le agüen los ojos.
Decide sentarse en la primera cantina que ve.
Para enlazar la última borrachera, en otro pueblo igual, con esta borrachera nueva, la misma. Lleva más de diez días así, perdido en el dolor, metido en los recuerdos, a la deriva. Recorriendo un país que no reconoce, un país muerto, sin gente. Un país de cementerios.
Se le va toda la tarde bebiendo cerveza, despacio, mirando la plaza. Mirando atrás, antes. Otras carreteras, otras mesas, otras personas. A las cinco pasa un campesino, descalzo, con un burro atado a una cuerda. Después la calle está oscura y no camina más gente; él sale dando tumbos, a buscar mujeres en otra cantina, a buscar un motel para acabar con la noche.
El amanecer le llega en la forma de un bombillo amarillo, de un cuartucho rosado; de una puta gorda, todavía borracha, abrazada a su cuello. Hay un espejo turbio en la pared, un lavamanos que gotea. A través de la ventana rota mira una fila de camiones quietos sobre la carretera de tierra. El gran río, al fondo del cañón cubierto de niebla. Los primeros buitres.
Tiene ganas de llorar. Se sienta en la cama. Se pone los pantalones, los zapatos. Sale a la calle.
Se desayuna dos cervezas.
Recuerda un ataúd negro. Hace una semana. Recuerda que tuvo la certeza, mientras la tierra caía sobre la madera hueca del ataúd, de que ya no le hubiera sido posible saber cómo era la cara de ese muerto, de su papá. Recuerda también a una de sus dos hermanas, en el entierro, con las manos en el vientre, doblada por el dolor.
Recuerda a su mamá, rígida, en silencio, sin una lágrima, sola en un rincón. Sabe que trató de imaginarse cómo habrían sido las mil tardes iguales del viejo, de su papá solo en la biblioteca. Sin hijos, sin mujer. Refugiado en su barrio ya para entonces cercado por la miseria y la destrucción de la guerra. Recuerda que lo imaginó arrugado, desconocido, muerto. Llevando a cabo los mismos rituales inútiles de siempre; la tienda del pan, la hora del periódico, las conversaciones con la empleada del servicio, las cartas diarias a las rotativas corrigiendo erratas de artículos sobre la guerra.
Recuerda que hace una semana, en el entierro, pensó que tal vez su padre había tenido también recuerdos de antes de la guerra. De cuando estaban todos juntos. De los pueblos tranquilos de tierra caliente. Recuerdos como los suyos: una carretera, música en un radio, el olor de los plátanos, la niebla sobre el río.
A las once el hombre ya está otra vez borracho. Como ayer. Se ha tomado una botella de aguardiente con dos empanadas viejas.
Está a punto de perder la conciencia. Remotamente sabe que ya no le quedan más pueblos de este lado del río para dejarse llevar, para seguir muriéndose despacio. Que al otro lado del río está solo la sabana interminable, el sol, las carreteras bombardeadas.Nada.Pide otra botella de aguardiente. Después de cinco tragos se le paraliza la cara. El dolor de estómago le llega hasta la espalda. Ya no puede pensar nada más. Levanta los ojos del piso, siente la lengua hinchada.
En la misma mesa, en un banquito de madera como el suyo, está sentado su papá, el muerto.
El hombre lo mira, temblando. El muerto también mira, dócilmente, casi con dulzura. Después el hombre oye cómo le habla, despacio, en voz muy baja. De los primeros días de la guerra.
Del comienzo de un final atroz, sin reglas, sin orden.
Sus frases son lentas, opacas.
El hombre escucha, con los ojos secos, sin poder mover la lengua, procurando mantener la cabeza firme. Escucha cómo fueron los primeros bombardeos sobre los barrios más pobres de la ciudad. La semana en la que los soldados con cascos azules se tomaron las calles. Cómo patrullaron durante diez días y diez noches y al final firmaron un acuerdo con alguna de las partes, y se llevaron a cinco presos importantes, y se largaron por fin para no volver.
El hombre tiene que oír. Eso y más.
Todo lo que nunca quiso leer en los periódicos durante veinte años de exilio; lo que le hizo apagar los televisores, botar los recortes de revistas que llegaban con las cartas de los pocos amigos, saltarse párrafos de los periódicos.
Sirvió la siguiente ronda de trago con mano temblorosa, apoyando el tronco en el borde de la mesa.
El muerto le hablaba ya de las llamadas de mamá, cuando todavía había teléfonos.Diciéndole desde París que se fuera. Que dejara la casa, que huyera en los aviones militares. Le habló también de un fajo de billetes de diez dólares en un sobre con estampillas de Francia, que él botó por la ventana para que lo recogieran los últimos niños de la calle. Porque él no quería dólares, ni vivir en París, sino que lo dejaran en su barrio tranquilo, seguir existiendo en paz entre sus libros, ejecutando con puntualidad hasta el día de la muerte sus rituales mezquinos.
Y habla de cómo ese dinero le hubiera podido salvar la vida, después, en los días más duros, cuando los soldados desaparecieron una noche y tuvo que defender la casa de la turba, la última casa del barrio ya destrozado. Habla del disparo de revólver que le había alcanzado un hombro. La herida inofensiva que lo mataría lentamente después de varios meses de agonía. Acompañado por una empleada del servicio que tampoco tenía ya a dónde ir.
Encerrados los dos en la casa. Solos.
El borracho escucha todo eso, temblando, con la botella todavía agarrada por el cuello. Callado. Mirando a su papá, que está muerto.
Eso es lo que cree el borracho. Porque el borracho se escucha solo a sí mismo.
Porque los muertos no hablan.
Porque los muertos están muertos, y no se ven.
Solo está él. Caído de la borrachera en su mesa vacía.
Le ofrece un trago al muerto. Pero el muerto no quiere beber más. El muerto mira el abismo del río con los ojos entrecerrados y no vuelve a abrir la boca.
Y el borracho, él, se levanta impulsado por algo que sale de su estómago y le tensa la lengua, por un grito que se le queda atragantado. Da tres pasos tambaleándose, se cae.
Se despierta mucho más tarde ahí, recostado contra una columna del alero, en el andén sucio. Mira el cañón profundo del río, los buitres planeando bajo el sol.
Siente que se puede parar; lo hace; adolorido, con la piel mojada de sudor. Le entrega al hombre del mostrador un billete sucio.
Camina muy despacio hacia su carro. Se demora en prenderlo.
Sale del pueblo por la única carretera, llega hasta el puente medio destrozado y logra atravesarlo; desde el pueblo se ve, rodando muy despacio. Al otro lado del río está la sabana interminable, el sol, ruinas de pueblos.
Carreteras bombardeadas durante la guerra.
Al otro lado del río no hay nada.

Antonio Ungar. Escritor colombiano autor de los libros Zanahorias voladoras (2004, Alfaguara), Las orejas del lobo (2006, Ediciones B), De ciertos animales tristes (2000, Norma) y Trece circos comunes (1999, Norma).