miércoles, 28 de noviembre de 2007

JR Cormorán. Narrativa.

Ciudad irremediable

Una ciudad tal vez abandonada de un Dios al que le ha rezado mucho, con un mar que pretende salvarla del infierno en las noches sin ángeles custodios. Nada la excusa de la irremediable cita de estas páginas.

Una escena callejera

La niña tendrá ocho o nueve años. Imagino los ojos del cautivado fotógrafo callejero para el que posa. Con la mano derecha en la cintura, la barbilla levantada, permanece al pie de una antigua vitrina de calzados. Son muchas las miradas matinales de los transeúntes. Sonríe. Altiva y pudorosa, ya es la mujer que siempre supo dónde encontrarme.

Un invento imposible

Un vecino dice inventar una máquina para atrapar instantes. Qué hará con todos ellos, me pregunto, en un año. Me niego higiénicamente a pensar en la suerte de los instantes reales y no virtuales que atrape en cinco años. Pensar en el número de instantes reales atrapados en diez años, digamos, va a precisar de una mente lúcida, minuciosa, enfermiza y absurda. Imploro a Dios, todos los días, el fracaso de semejante empresa. ¿Una ilusión, un vano ruego? Creo, sin embargo, en Dios, el más paradójico de todos los seres, capaz de complacer los esfuerzos del inventor y negar la petición ferviente de una devota.

El pacto

Vendrá una madrugada, tarde por lo demás, según indica el protocolo 46. Su sorpresa será conocer que ya ha sido inventada la muerte para la muerte.

Hamaca india

Ojea la colección de textos breves. Lee el de una hamaca en la que nadie que sube logra bajar, por la simple razón, explica el narrador, que sus orillas son infinitas.
Sonríe exhibiendo una dentadura intacta, blanca y pareja, los labios ligeramente trémulos, sensibles a los llamados de la gravedad.
El título del escrito es sugestivo: hamaca india. Suspira, estira el cuerpo. Se asoma a la ventana que da al patio trasero.
Sí. Alguien ha pretendido subirlo a una hamaca similar a la del texto que acaba de leer. Carraspea, aclara la garganta y escupe contra el tronco de una palmera enana. Recuerda que nadie firma el escrito.

El cuervo de Edgar Allan

Desperté al sentir la mirada del animal sobre mi rostro dormido. Parado en mi pecho, las alas a medio extender, igual de extrañado que yo, el cuervo, de inquisitivos ojos, de intenso plumaje, me miraba como a un igual.
Temo traicionar el episodio introduciendo un detalle, una expresión ineficaz que no transmita al imaginativo y probable lector de este texto, la tensión del encuentro de la mirada del cuervo y de la mía.
Abrí, cerré y abrí los ojos con resultados infructuosos. Me preparé para lo peor. Helado el cuerpo, sereno el ánimo, cerré una vez más los ojos. Todo el tiempo del universo pudo concentrarse en el intervalo que siguió. Los volví a abrir con los brazos prestos a una defensa inútil. El cuervo no estaba ni sobre mi pecho ni sobre ningún mueble del cuarto. La ventana, cerrada.
Cerré y abrí los ojos. Encima, a ocho, a diez metros, la viejas tejas y las firmes vigas del techo, mudos testimonios del milagro sucedido. Prometí entonces jamás pensar en el cuervo y me juré nunca escribir un episodio único, absoluto, irrepetible, que seguramente la escritura y la memoria traicionan sin remedio.
Mi afición a la literatura, mi amor por Poe, mi mente propensa a la fantasía y al engaño, típica de alguien que vive del arte y para el arte, quieren que el cuervo que me visitó sea el de Edgar Allan. Es esta una pobre imaginación frente a la simple fortuna de una realidad que me desborda. Tengo que aceptar que solo fue un cuervo, consolarme pensando que para el animal fui una extraña aparición bajo las patas.
Entorno los ojos. Alguna madrugada, alguna noche no contaré con la dicha de abrirlos. Habré dejado de ser el gato que espía un cielo de ángeles erráticos.

J. R. Cormorán (Santa Marta, 1902-1986). Conocido como Pipo Cormorán, estudió en París Teología y Filosofía, carreras que abandonó por la vida bohemia. Columnista esporádico de la prensa local (La Época, El Estado) durante cuatro décadas. En París hizo amistad con George Bataille, con quien aprendió el arte de la bibliotecología. Trabajó para el filósofo Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional de París como lector de manuscritos del siglo XIX francés. En 1939 fue deportado de Marsella. Publicó en sus primeros años parisinos (1919-1924) artículos y poemas, como testimonian los viejos álbumes de la familia. En Santa Marta llevó una vida distanciada, escribiendo artículos, traduciendo documentos portuarios, revisando pruebas de imprenta y confeccionando discursos oficiales. Murió en la indigencia en el cuarto de una prostituta de la famosa calle Diez de esta ciudad.
Su obra, prácticamente desconocida, está vertida en una docena de cuadernos de contabilidad que contienen poemas, artículos, diarios, crónicas, bocetos de novelas, ensayos, cuentos y textos de difícil clasificación.
El primer cuaderno que escribió está fechado en 1924 y el último en 1978. Los cuatro primeros los escribió en París. El quinto lo inició en Marsella en 1939, al momento de ser deportado, y poco después de haberse despedido de Walter Benjamin. Los restantes fueron escritos en Santa Marta a partir 1940. Un desalojo efectuado hace un par de años en la casa de una prostituta permitió el hallazgo de los cuadernos.
Los textos que siguen se publican con el expreso consentimiento de los familiares que le sobreviven.

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