martes, 22 de abril de 2008

Antonio Ungar. Narrativa.


HIPOTÉTICAMENTE


I

Son las cuatro de la mañana. Mi amigo Pierre está sentado frente a su escritorio, mirando el andén húmedo que brilla al otro lado de la ventana sucia. Sobre un libro hay una taza de café frío. Pierre ha dejado de escribir el borrador de un artículo mediocre sobre cine, se aburre.
El cuarto en donde está, en el segundo piso de una casa igual a todas las demás, en ese barrio miserable, húmedo y oscuro, tiene piso de fórmica vieja, muros manchados que fueron grises, una resistencia destartalada, la cama destendida en un rincón, un bombillo que cuelga de un cable sobre el escritorio.
Del otro lado de la ventana, debajo del invierno helado de la ciudad, hay una calle en donde se acumula la basura y vomitan los borrachos, en donde cagan los perros de pelea y todo se congela pronto. Del otro lado, la ciudad es Londres: ciudad de hombres miserables en dónde nunca deja de lloviznar hielo; de viejitas locas que caminan todo el tiempo, sin detenerse; ciudad partida por un inmenso río negro y lento.
Pierre tiene veinticinco años, el cuerpo muy flaco, la espalda jorobada y el pelo largo, una cara blanca de pequeños ojos verdes. Ahora juega con el cenicero, se distrae pensando en cómo va a usar las libras de su sueldo mensual de redactor de artículos de cine para una revista mediocre; imagina el invierno que viene, los días que le quedan antes de la primavera.
De repente oye los gritos de un hombre.
Aguza el oído como el perro pobre que es: más gritos, golpes. Se pone de pie, se acerca a la ventana. Es en la casa de al lado.
Es una pelea de los Barnes, de los hermanos Barnes, de sus vecinos.
El menor, Fredy, pesa cien kilos de músculo y es el orgullo del barrio porque fue campeón juvenil de rugby de los nacionales en algún año, y se puede tomar diecisiete pintas de cerveza seguidas, y además es capaz de volcar un carro con sus propios brazos, él solo, y cada vez que lo hace, que voltea algún carro mal parqueado en su calle, todo el barrio aplaude y vitorea como sólo saben aplaudir y vitorear los ingleses, que es mirando con la cabeza muy inclinada hacia delante, secretando un poco más de saliva que no se tragan cuando sus ojos de ingleses sonríen sutilmente, emitiendo con sus bocas un sonido borroso. El hermano de Fredy, Tedy, está considerablemente más alcoholizado; es una vaca de más de ciento veinte kilos, inválido por una doble fractura de la cadera en un accidente de tránsito debido a su borrachera perpetua, accidente que además le dejó un ojo inservible, lentitud de movimientos y de habla, un babeo constante que su hermano Fredy limpia diligentemente.
Pierre oye cómo Fredy Barnes grita blasfemias que retumban en los muros, cómo Tedy gime.
Están en el cuarto de sofás rotos y fotos de mujeres desnudas que él ha visto desde la calle. Oye cómo Fredy destroza contra la pared un asiento, cómo se quiebra algo que suena como un plato. Escucha al pobre Tedy, con su voz de estar masticando pasto hace mil años, perdido en otro tiempo más mojado, menos nítido, que se defiende como puede repitiendo palabras sin sentido en una letanía infinita.
Los gritos y los golpes contra las paredes son pocos; los silencios se alargan tensando el aire, antes de cada explosión.
Después de media hora de batalla violenta y silenciosa, Pierre entiende: una frase completa que sale de la boca húmeda de Fredy Barnes se lo explica: Fredy quiere desbaratar cada mueble de la casa, y gritar todo lo que le dan sus malditos pulmones y si es necesario matar de una vez por todas a esa masa de carne inútil que es Tedy Barnes porque ha desaparecido un fajo de billetes que llevaba mucho tiempo haciéndose más grueso en una caja de galletas con tapa, cerrada sobre la nevera blanca. Pierre oye cómo Tedy gime, cómo se arrastra perseguido por los improperios de Fredy; cómo lloriquea, antes de caerse con todo su peso, tal vez sobre el sofá amarillo. Ahora sigue hablando, pero más fuerte; ahora arma retahílas más largas, frases sin sentido que se han quedado hundidas en su cerebro grande y mojado como el de una vaca, desde el tiempo en que su mamá estaba viva. Y desde allá dice cosas como No no no no debes tomar tanto en esta noche, Fredy, vuelve a Dorham que tu padre lo haría Fredy no debes tomar tanto.
Y así al infinito.
Pierre mi amigo, del otro lado del muro, lo está oyendo, paralizado por su curiosidad de perro pobre, por ese miedo morboso que lo hace sonreír. De pronto se acuerda de su aparatico nuevo, del prodigio de la tecnología que desde hace una semana descansa en un cajón de su pieza. Saca un micrófono minúsculo, que procede a colgar de una puntilla incrustada justo al lado de la ventana de los Barnes; cinco metros de cable van del micrófono a un reproductor de CD, en donde un raton láser quemará un disquito y grabará nítidamente cada uno de los gritos y los golpes y el desgarramiento de las bestias en la casa de al lado. Dos parlantes minúsculos permitirán oírlo todo mejor. Pierre mira el conjunto con una sonrisa, presiona el botón necesario y se vuelve a instalar junto a la ventana.
Fredy está muy borracho. Los veinte billetes que se perdieron eran dos mil libras, todo el capital de la familia para comprar una nevera nueva y una maldita moto, para vivir el resto el mes, y ahora sólo hay una caja de lata vacía que huele a naranja sobre la nevera. Fredy sabe que si Tedy no sacó el dinero, en todo caso vio al que lo sacó. Afirma saber muy bien que su hermano se está guardando algo, que si desde el principio de toda la historia no responde nada y gime y se balancea y mira al piso como un niño, como un demente, es porque sabe algo. Y si no es Tedy, alguien más en el barrio tiene ahora los malditos billetes, y Fredy Barnes va a saber quién es, así tenga que vapulear a Tedy y arrastrar su cuerpo por cada uno de los cuartos de la maldita casa.
Cada cierto tiempo, como salida de la cajita negra que graba, se oye la voz de Fredy que sube de tono y arremete contra algo y grita palabrotas, muy borracho (debe tener una botella en la mano, debe rondar a Tedy mirándolo a los ojos, gritándole muy cerca de la cara, casi escupiéndole). Después hay lapsos largos de silencios; tal vez Fredy se sienta a descansar en un rincón, a mirar las paredes rojas y el cuerpo de su hermano. Y los días del mes igual que tendrá que aguantar sin una sola libra.
Pierre, sentado en su rincón, asustado, frío, casi sonriente, imagina que Fredy se enteró temprano de lo de la caja de lata; que estuvo buscando por toda la casa y no encontró nada. Que le preguntó a Tedy hasta que empezó a gritarle, que Tedy no abrió su boca y se metió en su cajón de autista. Imagina que entonces Fredy se fue al pub, se sentó solo en la barra, gruñendo, y pidió toda la ginebra que se pudo beber antes de las doce, sin poder creer todavía lo de sus ahorros.
Que por eso ahora parece una bestia, que por eso ahora va a encontrar todo su dinero o a matar de una vez por todas a su hermano Tedy Barnes.
Las palabras como cuchilladas desesperadas de Fredy Barnes gritan ahora el pasado: el accidente que dejó lisiado a Tedy. Dios. La maldita manía de beber. El dinero. El maldito dinero que tiene que aparecer antes de que amanezca por la buena salud de Cristo.
Habla, solo, así, casi sollozando, durante más de media hora. Hasta que parece que el cansancio empieza a vencerlo. Por los parlantes minúsculos se oye exhausto, impotente, al borde de las lágrimas. Parece que se fuera a caer dormido como un muerto borracho, en su alfombra, de una vez por todas. Pierre imagina a los dos hermanos amaneciendo al otro día: más cansados, igual de abandonados y de pobres y de gordos y de animales. Hambrientos, solos, pero más cansados.
Parece ser que ya todo se está acabando.
Pierre imagina a Fredy sentado en un rincón, totalmente ebrio, llorando como no ha llorado nunca jamás en su vida, derrotado por esa vida de mierda, por esa casa de mierda, por ese hermano que ahora se hace el idiota y brama palabras para sí mismo, palabras que no son suyas sino de una mamá que está muerta y enterrada en un cementerio entre dos autopistas bajo la niebla, y que no van a hacer aparecer veinte billetes de cien libras en una caja de galletas que huele a naranja.
Lo que no se espera Pierre es que Fredy se levante súbitamente del silencio, que atraviese el piso de madera del salón con pasos largos, que tumbe una mesa con platos a su paso. Que sin ningún preámbulo, sin decir nada, alce con sus brazos de campeón de rugby el televisor que es una mole de principios de los ochenta, y que con esa caja de piedra sobre la cabeza atraviese la habitación, concentrado, serio como un borracho, y la tire a través de la ventana, y que esa caja de piedra se convierta de nuevo en un televisor en el instante en que se revienta contra el suelo y se le salen, destrozados todos sus vidriecitos, circuitos, cablecitos, pepitas rojas y verdes, contactos cristales fusibles.
Y entonces hay otra vez silencio. Mi amigo Pierre está ahora más asustado; a través de su ventana pudo ver los vidrios de la casa de al lado reventándose; ahora está mirando los trozos de televisor que hay frente a su puerta, mojándose en el andén. Hay un minuto de silencio. Pierre imagina a Tedy entendiendo, despacio, muy despacio, que no habrá más televisión, que la televisión se ha ido. Hay un llanto continuo, largo, bajo.
Y de repente hay un grito desesperado como de un oso atravesado por una lanza, como de un perro cuando lo coge un carro, como de ese monstruo que ha perdido la cabeza que es Tedy Barnes, que es casi una ballena cuando se levanta sobre sus dos piernas pequeñas que hace diez años no lo aguantan de pie y dando tumbos atraviesa el cuarto y se lanza a bajar las escaleras.
Y entonces Fredy empieza a gritar Maldito perro irlandés Ted Barnes ni se te ocurra huir rata cobarde porque te vuelo esos sesos grandísimo hijo de las mil putas maldito idiota, ya bastantes daños me has causado. Y sigue con su letanía mientras baja por la escalera, detrás del ruido que ha dejado su hermano, muy despacio, apenas teniéndose en pie de la borrachera. Pierre conoce la casa de al lado, es igual a la suya, y entonces sabe que Tedy va hacia la cocina.
A través de la ventanita del baño, parado sobre el water, Pierre puede ver a Tedy Barnes que está abriendo todos los estantes, desesperado, rompiéndolo todo, tumbándolo todo antes de que acabe de bajar su hermano, que viene antecedido por todos los insultos que le quedan antes de caer exhausto. Pierre ve cómo Tedy logra abrir un cajón y cómo sus manos temblorosas sacan algo negro que pesa entre sus dedos, cómo se devuelve por donde entró, en dirección al corredor.
Hay un instante de silencio.
Después se oye un grito de batalla de Fredy Barnes que se riega por el jardín y suena en los parlantes negros. Se oye un asiento destrozándose.
Y entonces, de repente, una detonación.
Inmensa, pesada, retumbando por todo el barrio, en el silencio congelado de las cuatro de la mañana. Pierre siente que las rodillas se le endurecen del miedo, pone una mano en el borde del lavamanos. Hay más de cinco segundos de un silencio afilado, tenso.

Otra detonación inmensa, que lo hace apretar más los dedos, se extiende perdiéndose por las calles vacías, vuelve a dejar todo en silencio total.
Pierre se queda quieto, perdido. Después, lentamente, con los ojos turbios y el equilibrio turbado como un borracho, logra volver a su habitación. Por el camino imagina, sin saber por qué, las calles vacías de la ciudad, los semáforos titilando en amarillo bajo la llovizna.
El humo que sale de una chimenea.
Abajo, en la puerta de los Barnes, la cerradura gira. Pierre se separa lentamente del escritorio, se acerca al vidrio. Un hombre inmenso abre la puerta; Pierre puede ver su cabeza rubia, redonda, medio calva. El hombre gime, se tambalea. Da pasos torpes hacia la calle. Parece que su cuerpo se fuera a ir de bruces; tiene puesta una camiseta blanca y sucia que le forra el vientre inmenso; tiene un revólver en la mano.
Es el menor de los Barnes. Desde arriba su cuerpo se ve más grande, más gordo, más calvo, más blanco. Tiembla, se tambalea. Llega hasta el borde del andén y se deja caer sobre su culo, con los pies en la calle. Tiene el arma cogida con las dos manos, entre las piernas; se balancea hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, con el arma apretada entre las manos, entre las piernas dobladas. Sólo mira al frente y se balancea, de espaldas a la mirada de Pierre.
Mira los carteles, la basura, el muro del colegio: no entiende nada.
Nadie ha salido a mirar lo que sucede, nadie quiere saber. La policía tardará en llegar más de una hora. Pierre, desde su ventana, se queda mirando a ese hombre que se balancea y gime en voz alta, que se moja y llora debajo de la lluvia, perdido ya de todo. Pierre se sienta sobre el escritorio, mira, y no es capaz de hacer nada. No piensa, no puede pensar en nada.
Después empieza a pensar en ese hombre, en la policía que llegará; en él mismo, sentado en esa casa, en ese maldito barrio, en esa ciudad que no es la suya, mirando ese espectáculo, oyendo los gemidos de un asesino que espera su suerte, a través de unos parlantes.


II


Hace media hora que Tedy Barnes está sentado en el andén bajo la llovizna, observando por Pierre desde su ventana cerrada. Algún vecino se ha asomado; tal vez alguno ha llamado a la policía. Pero debe andar muy ocupada esta noche, la policía, porque Tedy sigue meciéndose sobre su cintura, de adelante a atrás, bajo la llovizna. Y Pierre lo sigue mirando.
Pierre ha tenido tiempo de pensar muchas cosas. Ha pensado, sin darse cuenta, mirando a ese hombre en el andén, en sí mismo, en la ventana. Se ha dado cuenta de que está solo en el mundo, sentado ahí.
Y también se ha dado de cuenta de que es libre, que siempre lo ha sido. Y que puede hacer lo que quiera. Puede largarse de esa puta ciudad, y convertirse en alguien vivo, real, si quisiera. Alguien real. Piensa ahora que se va a levantar de ese escritorio, de una vez por todas.
Que va a empacar un morral con toda su ropa, que va a sacar la plata del banco, que va a salir caminando, va a pasar al lado de ese cuerpo bilioso que todavía se estremece en el andén. Que va a caminar hasta la estación del tren para largarse y dedicarse de una vez por todas a lo que siempre ha querido hacer.
Vivirá de robar, dormirá en los parques. Y tal vez lo mejor sea comprarse él también un revólver. Usarlo en el momento justo para atracar una tienda, para ir sobreviviendo.
O irse a Australia, en donde cada metro de tierra que pise será tierra desconocida. Y dedicarse a robar. Y a andar. Hasta que lo maten.
Tal vez hará también el amor con una mujer larga y morena en una caseta abandonada en un desierto. Se emborrachará con camioneros en una gasolinera.
Apostará todo su dinero a las cartas y dormirá alguna noche en una cárcel australiana con un aborigen.
O se irá, ahora mismo, a donde esa compañera de oficina de ojos azules y tetas grandes que no se debe haber despertado todavía. No sería difícil: entrar despacio a su casa por el balcón del jardín, abrir la puertica de vidrio, caminar hasta su habitación. Silenciarla de un golpe, ponerle un esparadrapo en la boca. Salir con ella en su carro por la mañana, atravesar el canal.
Ir hasta España, pasar a África. Recorrer cada kilómetro de carretera, hasta la última muerte, con esa esclava amarrada en el carro.
De repente oye ruido de sirenas afuera.
El hombre, inmenso, perdido, se mece ahora más lentamente, mojado por llovizna perpetua. Con el cuello rígido, con la pistola entre las piernas, bien apretada por sus dedos. Sigue llorando.
Un policía se detiene a diez metros del asesino, sabe que hay treinta fusiles apuntando a la cabeza del tipo. Abre las piernas y grita Tire el arma y ponga las manos en el cuello.
Cuando está a un metro pega el cañón de la pistola a la sien de Tedy, lo mira muy fijamente, se empieza a arrodillar a su lado, mete la mano libre debajo de las piernas dobladas del gigante. Aprieta el arma entre sus dedos. El gigante no la suelta. El policía logra separar los dedos gruesos del arma homicida. La echa a rodar por el pavimento, lejos del cuerpo.
Tedy Barnes lo mira a los ojos, lentamente, sin saber ya nada más. Quién es él mismo. Qué es. Qué hace ahí.
Y vuelve a mirar al frente.
Una furgoneta se acerca haciendo ruido por la calle, detrás trotan diez agentes armados. Pierre ve cómo izan a Tedy, que es un peso muerto, cómo le doblan el cuello, cómo lo sientan en la parte de atrás del carro. Dos policías se meten con él.


III


Ahora, un mes después Pierre está sentado en el comedor de la casa de un amigo común, frente a un plato de pescado y una copa alta de vino blanco. Sonríe. Tiene en su mano derecha la mano de su novia, que no es bonita. Él la mira un instante a los ojos; después se levanta, carraspeando y pidiendo la atención de todos para contarnos la gran noticia de la noche.
La gran noticia es que la semana anterior le han dado dos años más de trabajo en la revista académica para la que trabaja; seguirán pagándole el mismo sueldo por los mismos comentarios de cine. Él y su novia van a alquilar un apartamento en Mainstream, muy cerca de la casa en donde está su cuarto de soltero. Mi amigo piensa pedir la nacionalidad inglesa.
Cuando termina nos mira a todos, radiante. Propone un brindis. Por su amiga. Por nosotros.
Todos nos levantamos. Miro su boca que sonríe, un brillo de saliva en su labio inferior, sus ojos pequeños, dulces y alegres. De perro barato. Cuando se sienta, sus manitas se separan de la copa y de la piel de su novia para volver a coger los cubiertos y trincar otro pedazo de pescado. Se lleva el bocado a los labios y pasa una mirada horizontal, rasante, por la mesa, sin parpadear, sin dejar de sonreír. Se detiene en mí. Me mira, como preguntando algo.
Yo sólo puedo inclinar la cabeza y levantar mi copa. Felicitarlo, con la copa arriba y ensayando mi mejor sonrisa.


Un muerto es un muerto

Está sentado al volante de ese carro negro, ciego en la tarde caliente y densa del trópico, medio dormido por la borrachera. Lleva así todo el día. Algo brilla atrás, en el espejo retrovisor.
Se voltea y ve los asientos vacíos; vuelve la cabeza al frente. Recuerda otra vez. A su papá; manejando, hace más de treinta años; ese mismo carro. Un hombre joven, con la barba sin afeitar y la frente grande, que huele a tabaco, que tiene puesta una camisa de rayas azules. Un niño que fue él mismo, sentado en el asiento amplio de atrás, jugando con dos hermanas pecosas, iguales. Una canción dulzona que sonó en el radio.
El aire húmedo de la tierra caliente se mete por la ventana. En el recuerdo y ahora. El olor de los plátanos, de la niebla, la luz densa de las cinco. La voz del papá que habló de los plátanos, de la luz, de la música.
El hombre que ahora maneja está solo. No va hacia ninguna parte. Está borracho. Tiene cuarenta años y dolor de estómago.
No tiene con quien llorar las tristezas: del papá ahora muerto, de las hermanas que no veía desde que eran casi unas niñas y tuvo que ver hace poco, en el entierro. Del país al que acaba de volver, acabada por fin la guerra que supo evitar durante más de veinte años.
Se topa con un pueblo al borde de la carretera. Entra despacio por las calles de casas bajas, de zaguanes y aleros grandes, hasta la plaza cubierta de ceibas gigantes. Es un pueblo igual a otro pueblo de la infancia. No lo recuerda, pero sí recuerda los olores mezclados, calientes, de avena y río sucio, de helechos, de carne cruda, de gasolina derramada, que lo hacen bajarse y caminar por los andenes vacíos.Deja que se le agüen los ojos.
Decide sentarse en la primera cantina que ve.
Para enlazar la última borrachera, en otro pueblo igual, con esta borrachera nueva, la misma. Lleva más de diez días así, perdido en el dolor, metido en los recuerdos, a la deriva. Recorriendo un país que no reconoce, un país muerto, sin gente. Un país de cementerios.
Se le va toda la tarde bebiendo cerveza, despacio, mirando la plaza. Mirando atrás, antes. Otras carreteras, otras mesas, otras personas. A las cinco pasa un campesino, descalzo, con un burro atado a una cuerda. Después la calle está oscura y no camina más gente; él sale dando tumbos, a buscar mujeres en otra cantina, a buscar un motel para acabar con la noche.
El amanecer le llega en la forma de un bombillo amarillo, de un cuartucho rosado; de una puta gorda, todavía borracha, abrazada a su cuello. Hay un espejo turbio en la pared, un lavamanos que gotea. A través de la ventana rota mira una fila de camiones quietos sobre la carretera de tierra. El gran río, al fondo del cañón cubierto de niebla. Los primeros buitres.
Tiene ganas de llorar. Se sienta en la cama. Se pone los pantalones, los zapatos. Sale a la calle.
Se desayuna dos cervezas.
Recuerda un ataúd negro. Hace una semana. Recuerda que tuvo la certeza, mientras la tierra caía sobre la madera hueca del ataúd, de que ya no le hubiera sido posible saber cómo era la cara de ese muerto, de su papá. Recuerda también a una de sus dos hermanas, en el entierro, con las manos en el vientre, doblada por el dolor.
Recuerda a su mamá, rígida, en silencio, sin una lágrima, sola en un rincón. Sabe que trató de imaginarse cómo habrían sido las mil tardes iguales del viejo, de su papá solo en la biblioteca. Sin hijos, sin mujer. Refugiado en su barrio ya para entonces cercado por la miseria y la destrucción de la guerra. Recuerda que lo imaginó arrugado, desconocido, muerto. Llevando a cabo los mismos rituales inútiles de siempre; la tienda del pan, la hora del periódico, las conversaciones con la empleada del servicio, las cartas diarias a las rotativas corrigiendo erratas de artículos sobre la guerra.
Recuerda que hace una semana, en el entierro, pensó que tal vez su padre había tenido también recuerdos de antes de la guerra. De cuando estaban todos juntos. De los pueblos tranquilos de tierra caliente. Recuerdos como los suyos: una carretera, música en un radio, el olor de los plátanos, la niebla sobre el río.
A las once el hombre ya está otra vez borracho. Como ayer. Se ha tomado una botella de aguardiente con dos empanadas viejas.
Está a punto de perder la conciencia. Remotamente sabe que ya no le quedan más pueblos de este lado del río para dejarse llevar, para seguir muriéndose despacio. Que al otro lado del río está solo la sabana interminable, el sol, las carreteras bombardeadas.Nada.Pide otra botella de aguardiente. Después de cinco tragos se le paraliza la cara. El dolor de estómago le llega hasta la espalda. Ya no puede pensar nada más. Levanta los ojos del piso, siente la lengua hinchada.
En la misma mesa, en un banquito de madera como el suyo, está sentado su papá, el muerto.
El hombre lo mira, temblando. El muerto también mira, dócilmente, casi con dulzura. Después el hombre oye cómo le habla, despacio, en voz muy baja. De los primeros días de la guerra.
Del comienzo de un final atroz, sin reglas, sin orden.
Sus frases son lentas, opacas.
El hombre escucha, con los ojos secos, sin poder mover la lengua, procurando mantener la cabeza firme. Escucha cómo fueron los primeros bombardeos sobre los barrios más pobres de la ciudad. La semana en la que los soldados con cascos azules se tomaron las calles. Cómo patrullaron durante diez días y diez noches y al final firmaron un acuerdo con alguna de las partes, y se llevaron a cinco presos importantes, y se largaron por fin para no volver.
El hombre tiene que oír. Eso y más.
Todo lo que nunca quiso leer en los periódicos durante veinte años de exilio; lo que le hizo apagar los televisores, botar los recortes de revistas que llegaban con las cartas de los pocos amigos, saltarse párrafos de los periódicos.
Sirvió la siguiente ronda de trago con mano temblorosa, apoyando el tronco en el borde de la mesa.
El muerto le hablaba ya de las llamadas de mamá, cuando todavía había teléfonos.Diciéndole desde París que se fuera. Que dejara la casa, que huyera en los aviones militares. Le habló también de un fajo de billetes de diez dólares en un sobre con estampillas de Francia, que él botó por la ventana para que lo recogieran los últimos niños de la calle. Porque él no quería dólares, ni vivir en París, sino que lo dejaran en su barrio tranquilo, seguir existiendo en paz entre sus libros, ejecutando con puntualidad hasta el día de la muerte sus rituales mezquinos.
Y habla de cómo ese dinero le hubiera podido salvar la vida, después, en los días más duros, cuando los soldados desaparecieron una noche y tuvo que defender la casa de la turba, la última casa del barrio ya destrozado. Habla del disparo de revólver que le había alcanzado un hombro. La herida inofensiva que lo mataría lentamente después de varios meses de agonía. Acompañado por una empleada del servicio que tampoco tenía ya a dónde ir.
Encerrados los dos en la casa. Solos.
El borracho escucha todo eso, temblando, con la botella todavía agarrada por el cuello. Callado. Mirando a su papá, que está muerto.
Eso es lo que cree el borracho. Porque el borracho se escucha solo a sí mismo.
Porque los muertos no hablan.
Porque los muertos están muertos, y no se ven.
Solo está él. Caído de la borrachera en su mesa vacía.
Le ofrece un trago al muerto. Pero el muerto no quiere beber más. El muerto mira el abismo del río con los ojos entrecerrados y no vuelve a abrir la boca.
Y el borracho, él, se levanta impulsado por algo que sale de su estómago y le tensa la lengua, por un grito que se le queda atragantado. Da tres pasos tambaleándose, se cae.
Se despierta mucho más tarde ahí, recostado contra una columna del alero, en el andén sucio. Mira el cañón profundo del río, los buitres planeando bajo el sol.
Siente que se puede parar; lo hace; adolorido, con la piel mojada de sudor. Le entrega al hombre del mostrador un billete sucio.
Camina muy despacio hacia su carro. Se demora en prenderlo.
Sale del pueblo por la única carretera, llega hasta el puente medio destrozado y logra atravesarlo; desde el pueblo se ve, rodando muy despacio. Al otro lado del río está la sabana interminable, el sol, ruinas de pueblos.
Carreteras bombardeadas durante la guerra.
Al otro lado del río no hay nada.

Antonio Ungar. Escritor colombiano autor de los libros Zanahorias voladoras (2004, Alfaguara), Las orejas del lobo (2006, Ediciones B), De ciertos animales tristes (2000, Norma) y Trece circos comunes (1999, Norma).

miércoles, 27 de febrero de 2008

En el esplendor del Caimán Cienaguero


XII Encuentro de Escritores del Caribe Colombiano
Por Adrián Pino Varón

El Festival Nacional del Caimán Cienaguero 2008, dejó uno de mis mayores asombros: Descubrir en uno de los pueblos costeros más representativos de la Costa Caribe, la unión de toda una comarca en torno a un mito: la historia del caimán y Tomasita.

Sin embargo, durante el pasado 16 y 17 de enero de 2008, por invitación del señor Alcalde Luis Gastelbondo a través de su organizador, el escritor Clinton Ramírez, esa misma comarca se reunió al son de las palabras del XII Encuentro de Escritores del Caribe Colombiano, de la poesía, del cuento.

Hubo otros asombros: una bella muchacha de nombre Kristal; el Temple del Parque Centenario contrastando con un cielo despejado; mi encuentro, después de algunos años, con mi buen amigo Winston Morales, el hijo de Schuaima; y descubrir que Evanis Rafael Potes, uno de los poetas invitados, para muchos desapercibido –incluso para mí-, presentaba en la revista No. 12 de Mesosaurus, cuatro textos de honda plenitud, de gran vuelo y belleza.

No pretendo ahora hacer una exhaustiva introducción de lo que fue el evento, de si fue bueno o malo o a alguno de los invitados no le llevaron el agua a tiempo para calmar el ardor de la fuerte temperatura. Quiero destacar que lo hecho por la administración municipal de unir estos dos eventos (Festival del Caimán y Encuentro de escritores) fue una buena iniciativa de llevar a sus gentes folklor y palabra. La costa colombiana se ha caracterizado por su incansable clamor de fiesta, baile, danza, ruido, cerveza; de pre carnavales, carnavales y pos carnavales; de los ambientes donde poco o nada importa la cultura, la historia, o se aprovecha cualquier motivo para extender la rumba hasta los bellos amaneceres. Por eso mismo, es tradición que una fiesta sea una fiesta; sólo que esta vez, con las mejores intenciones, la administración municipal decidió rescatar el encuentro de escritores y aprovechó la Fiestas del Caimán Cienaguero para llevar a cabo el XII evento cultural.

La velada nocturna al lado de la playa, con danzas y recital a bordo, con una exquisita cena y el concurso de todos los invitados, fueron momentos de un realismo mágico pocas veces presentados, o a los cuales muchas veces no tiene un escritor la oportunidad de participar: atrás quedaron aulas, salones o auditorios, y por el contrario, brilló la noche con antorchas y el ruido del mar al fondo, y con pocos invitados dispuestos a saborear el breve instante de un poema o un cuento.

Más que agradecer lo vivido en esos dos días en el municipio de Ciénaga, es invitar a los gobernantes para que permitan que esta clase de eventos literarios se propaguen -dejando a un lado el folklorismo-, para bien de la memoria de los pueblos, de su cultura, de interactuar con los escritores a viva voz y dejar un mensaje de cofradía que ayude a reconciliar al mundo con aquellos principios ancestrales.

Por último, deseo terminar esta semblanza con un poema de Evanis Rafael Potes, a quien le extiendo mi saludo por su sencillez y la factura de sus palabras:

Manos

Estas manos que se agitan en la negra noche
Las del pan, la flor y la hierbabuena.
Manos que se trepan al árbol y se desvanecen como frases secretas.
Las mismas que leyeron en la huella digital del río
Un alfabeto de lomos azules y grises
Las que se derraman elementales en su oficio de manos.

Míralas, para ella no hay otro tiempo. Llueven hacia dentro
Como aves en el alar cuando la oscuridad arrecia.
Las manos de todos los hombres como un único día
No hay viento que las defina en su carrera hacia lo esencial,
Hacia ti,
Hacia la nada…

lunes, 18 de febrero de 2008

Una salvaje necesidad*


por Ricardo Solis
Exclusivo para La Jornada de Jalisco


Acercarse a Efraim Medina Reyes (Cartagena, Colombia, 1967), descrito como “el más brillante, peligroso y sagaz escritor de la actual narrativa colombiana” es, por lo menos, delicado. Pero la dinámica se establece como en el “fogonazo y apagón” de la tradición alcoholizante. A un tiro responde otro. De un intento de reportero a un ex boxeador aficionado que no ha conocido la victoria…

–¿Cómo describiría su trabajo literario?

–Escribir para mí es el resultado de una búsqueda que tiene muy poco que ver con la literatura; es algo en el tejido nervioso, una salvaje necesidad de expresar lo absurdo e inapropiado que me siento en cada circunstancia. Creo ser una persona intuitiva y emocional, al mismo tiempo me divierte experimentar con diversas formas y niveles de lenguaje. Nunca me propuse ni pensé ser escritor; detesto a los escritores, me parecen fofos y aburridos. Escribir me permite reflexionar sobre las cosas que me obsesionan como el aislamiento a que nos somete el tipo de sociedad esquizofrénica que hemos construido o la forma como hemos convertido el sexo en mecánica funcional y el amor en una lánguida y perversa costumbre. Me gustaría empezar todo de nuevo, partir otra vez desde el génesis en compañía de Paulina Rubio.
–¿A qué atribuye que gran número de sus lectores sean jóvenes?

–Mi lenguaje franco y directo tiende a romper esquemas; más que jóvenes por edad me lee gente vital y de mente abierta. No escribo, como el pendejo de Dan Brown, para satisfacer el gusto mediano. Dejo la piel y el alma en lo que escribo y pretendo convulsionar e incidir en la vida de quien me lee, confrontar sus certezas y dilemas. Crecí influenciado por el rock y el cine underground e imagino que en mis libros hay códigos que unen e identifican a varias generaciones.

–En alguna entrevista aseveró que su lugar preferido para vivir es Bogotá, ¿qué la hace especial?

–Es una urbe plena de contradicciones, una ciudad inmensa, sin embargo, plena de humanidad. También feroz y despiadada, pero divertida. Hay miles y miles de sitios para ir a bailar, millones de bellas mujeres que saben amar y odiar en el mejor de los modos. El transporte, el ron y las putas son más baratos que en cualquier otra parte. La gente es muy educada, hasta los asaltantes suelen tener buenos modales. Si no fuera por el excesivo número de poetas por metro cuadrado sería una ciudad perfecta.

–¿Qué opinión le merece la literatura que se produce hoy día?

–La mayor parte de la literatura actual es física mierda; hay pocos escritores y demasiados “funcionarios de la literatura”. Me aburre leer a mis contemporáneos, no hay emoción ni intensidad en lo que escriben, no hay fuerza ni inteligencia. Escriben para mantenerse en el “mercado” y porque según ellos es su oficio. ¿Cómo puede ser el oficio de alguien ser escritor? Uno está en el mundo, tiene ira y desenfreno, ha tenido noches inolvidables y resacas terribles. Uno está jodido y entonces golpea la pared, suena el bajo, corre entre los automóviles o escribe... Pero para los pendejos que desde el comienzo tenían como objetivo ser escritores y estudiaron literatura o cosas afines y han sido o todavía son profesores de semiótica y tonterías por el estilo, para ellos escribir es un oficio y por eso no paran de producir caca de ratón enfermo.

–¿Cómo mira o piensa la tradición literaria de Colombia?

–Negar el valor literario de García Márquez sería una necedad, pero detrás de esa inmensa momia sagrada hay excelentes escritores y poetas, como Luis Carlos López, Fernando González, Alvaro Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo, Raúl Gómez Jattin, Andrés Caicedo.

–¿Hay algún escritor que admire o deteste de manera especial?

–Le tengo afecto y admiración a Juan Manuel Roca, es un poeta extraordinario y un ser humano honesto y vital. No creo detestar a nadie, pero la gente que se toma demasiado en serio me parece peligrosa.

–¿Cómo diría que influye la situación sociopolítica de su país en lo que se escribe?

–Muchos “funcionarios de la literatura” viven en Colombia de envasar las desgracias en formato novela. Hay algunos libros donde existe la preocupación por interpretar y explicar esa terrible realidad que nos abate, pero en la mayoría se trata sólo de vender el muerto antes que se enfríe, justo como hacen los periódicos sensacionalistas.

–¿Es la primera vez que viene a México?

–Como diría Roca, “regreso a México por primera vez”. No estuve antes, pero es un país que está en mí. Crecí viendo cine mexicano y escuchando a mi madre cantar rancheras y boleros de Javier Solís. Después llegaron los arduos parajes de Rulfo. Me encanta la comida mexicana y creo ser uno de los más fuertes bebedores de tequila que hay en el mundo. Y lo mejor de todo, hace años tuve una novia de Tijuana con la que atravesé muchas fronteras en una pequeña y pobre habitación de hotel en Bogotá.

*Entrevista aparecida en la Jornada de Jalisco (México) con motivo de la Feria Internacional de Libro de Guadalajara

domingo, 3 de febrero de 2008

JR. Cormorán. Narrativa.


Mañana siempre puede ser el día

A la memoria de J. J. Lapeira

Elude en las esquinas los vientos contrarios de la ciudad. El gato de un salto escapa al techo al presentirla en el pasillo. El perro finge dormir escondido entre sus orejas lanudas. Nadie los obliga a ser fieles. Incluso a ellos la vida les señala los límites de la amistad. No es a ellos tampoco a quienes ella viene a visitar sino a alguien que ya no cuenta, así se empeñe en prolongar el aliento aferrado a la lectura de un libro inacabable.
Ella lo encuentra leyendo recostado en la cabecera de la cama. Aprovecha la luz de la mesita de noche. Se fija apenas en la lámpara de capucha azul. El hombre la siente deslizarse en la habitación. Espera el momento hace meses, desde que no está en condiciones de valerse del todo por sí mismo, aquejado de un reumatismo pernicioso. Asomado al borde del libro que sostiene a la altura de la cara, la ve despojarse de sus ropas de trabajo, tomar una toalla del perchero, seguir al baño para darse una ducha caliente, en una sucesión que tiene la calidez de una rutina cotidiana, la consagración entrañable de un ser cuyos movimientos uno conoce de memoria, sin necesidad de abrir los ojos.
Piensa tener derecho a una frase que ella ni verá mal ni tampoco contestará camino del baño:
—Llegas algo tarde. ¿Mucho trabajo?
Ha podido ceder frente al espejo del baño a una frase predecible:
— ¡Estoy horrible! Este año sí me voy a tomar unas vacaciones.
Regresa sin esfuerzo a la concentración de la lectura. Es su deseo olvidar los movimientos que le llegan del baño a través de la puerta entreabierta. También él necesita unas vacaciones que siempre postergó pensando que todavía el tiempo seguía siendo su mejor aliado. Ahora el tiempo está agotado. Ella en cambio es joven, y, aunque se sienta algo agotada, podrá tomarse un descanso en el momento que lo quiera. La siente regresar envuelta en una toalla de playa.
No sabe que él puede verla. A lo mejor finge ignorar no saber que él sabe que puede verla. Frente al tocador se aplica en la cara una de sus cremas de manos, que riega alrededor de los ojos, de los pómulos altos, a lado y lado del mentón, concentrada en devolverle firmeza a la expresión de la mirada. Es imposible ignorarla y favorecer la atención que demanda la lectura. Ahora se masajea con fuerza la cabeza húmeda, hundiendo las yemas de los dedos en el cuero cabelludo. Envuelta aún en la toalla pasa por encima de él para tomar un lugar en la cama. Cede a la tontería de pensar que nada hay más adorable que una mujer hermosa recién bañada.
Ella repara en el hombre, en el pijama de colores que lleva puesto, en el curioso título del libro, escrito en la parte superior de la carátula: una lectura imposible. ¿Qué querrá decir aquello de lectura imposible? ¿Imposible significa imposible? Ha aprendido en una carrera nunca vieja que los escritores —las más raras de las plagas raras—, en posesión de miles y miles de recursos, son hombres intratables, capaces de hacer decir a las palabras lo que no significan, como una verdad que siempre aletea —jamás del todo revelada, sino apenas sugerida— frente a los ojos de quienes sientan mejor su pálpito. Asimismo conoce de algunos que hacen avanzar sus historias retrocediendo, que prefieren contar una parte a toda la historia, que en vez de atenerse al conjunto se empeñan en exaltar los detalles. Ella no se andaría con tantas vueltas. Es amiga de la lógica lineal. Medita en el asunto que la ocupa, sabiendo que ejecuta un plan que otros diseñaron. Actúa en una operación de la que solo es un instrumento, hermoso si alguien desea admitirlo. No goza de la libertad de efectuar una toma veloz, si a eso va, sin ninguna cautela, que prive al hombre que lee, o finge leer, de la oportunidad de verla a los ojos. Nada de tomar ninguna iniciativa. Las instrucciones recibidas —en un mundo dominado por el protocolo, rutinario en la argucia del procedimiento— son inequívocas al ordenarle actuar solo una vez el hombre concluya la lectura y en la humedad del patio vecino cante el primer gallo. Tiene que acogerse a su papel, así no entienda por qué allá —adonde pertenece, donde casi nunca está— se toman demasiadas consideraciones con el vejete que lee concentrado un voluminoso libro de cuya lectura no va a sacar ningún provecho práctico. A la mañana siguiente, una vez el sol esté en lo más alto del mediodía, él al fin estará muerto.
Sabe que el servicio que debe suministrar le exigió someterse a una dirigida sesión de instrucciones, una secuencia de disposiciones que encontró artificiosas, pero sobre todo un tanto insultante de su condición, de sus años en el oficio. Ve en el exceso de atención no solo un derroche injusto de tiempo, si se tienen en cuenta a los miles de hombres y mujeres necesitados de una visita de emergencia. Las decisiones de su mundo, sin embargo, han sido siempre incomprensibles, inescrutables, cuando no paradójicas. No de otra manera habrá que calificar que se prologue el aliento de quien ya ha vivido bastante, pero se corte de un tajo limpio la vida de un hermoso conquistador en la plenitud de su vida. Ha sucedido muchas veces. Sucedió con Alejandro — muerto demasiado pronto —, solo para poder prolongar la brillante vejez de alguien tan chocante como el engreído señor Goethe. Quizá este exceso que favorece al hombre concentrado en la lectura tenga una explicación. Acaso sea el reverso de una ejecución sumaria que de momento no se aventura a identificar en un apretado mapa de la historia. Es un acto, sin lugar a dudas, absurdo el que ejecuta, una pérdida que la obligará en las próximas horas a trabajar de manera simultánea para mantener el promedio de muertes fijado, que este pareciera ser cada mes la única realidad que interesa a los invisibles directivos de la sección a la que está adscrita, en un universo en donde el ascenso a los niveles más altos de la jerarquía solo favorece a aquellos que cumplen órdenes sin jamás indagar en razones. ¿Cómo olvidarlo? En un mundo hecho antes de ella nacer es quizá la única verdad sabida, estructurada en derredor de un principio en el que el instructor le insistió durante el tiempo de su aprendizaje:
— Usted es entrenada para ejecutar operaciones precisas. Su función es operativa. Yo solo coordino planes. Llegará el tiempo en que usted me reemplace para iniciar su ascenso, una carrera que solo pocos sortean. Así que, aunque sea legítimo ilusionarse, prepárese más bien para tener los pies bien puestos sobre la tierra.
La siente dormir exhausta pero sin sobresaltos a su lado. Ha tenido seguro una noche constante, yendo de aquí para allá, de los cerros a la playa, de un hueco a otro de una ciudad que crece sin orden, que vive cada vez más de prisa, que no cierra nunca todas sus ventanas, acudiendo a la agonía de un baleado, cerrando los ojos a una viejita inconsciente, asistiendo el feroz envenenamiento de un enfermo de amor, que todavía en esta época existen a pesar de los vientos que corren, de descreimiento, de indiferencia. Quizá prestaba un último auxilio infeliz al entrar la llamada a su ordenador de muñeca:
— Adelante. Su cita ha sido autorizada. El que sabemos espera.
Inútil eufemismo. El que sabemos es él. Sobra imaginación que comprenda que allá, en una frontera imprecisa, aunque siempre delante de los ojos, el mundo se deba igualmente a un rigor sin el que nada sería nada. Formas. Es todo lo que cuenta. Formas, procedimiento, exactitud, silencios, órdenes que cumplir, cifras que más tarde el encargado de su sección expone en una pared luminosa al lado de los reportes matriciales de las otras secciones en que está dividido el oficio: números, fríos, en colores, que nunca aluden a ninguna pasión como a ninguna miseria humana, que solo permiten constatar, en las reuniones trimestrales de fines de año la exactitud matemática con que los altos directivos definieron unos objetivos tan incomunicables como ellos mismos.
Quizá él, poseído de un acto inusual, deba ayudarla, librarla de la misión un tanto humillante que le ha sido asignada. Tal vez esta sea la obra perfecta que no se atrevió a escribir pero con la que en todo momento soñó. Sabe que nada más falaz que la creencia que proclama como obra maestra aquella que carece de imperfecciones. Aunque solo sirva de consuelo —o sea la simple frase célebre de un moribundo— esta noche está dispuesto a gritar, si fuese preciso, que no existe obra maestra que no sea imperfecta, inacabada, única forma de ser una posibilidad abierta a otros. Es todavía su método creativo, incluso ahora que escribe nada: hacer todo bien sin acabarlo jamás, sin entregarlo a nadie. Sí, a él no le interesó jamás disputarle a ninguno el domino de la eficacia pública.
Metida en las sábanas, el cuerpo doblado sobre un costado, la muchacha se protege de la luz de la lámpara con los brazos. El suyo es un oficio difícil de cumplir, cada vez más sometido a un complejo ordenamiento burocrático. No ve tampoco el día de solicitar un cambio de aire, o, por lo menos, el envío de una asistente a la que ir enseñando una ciudad que la tiene fastidiada, si bien está emplazada en un marco natural envidiable frente al mar, si bien al crecer genera una enorme demanda de servicios, muchos de estos en circunstancias violentas, que la obliga a una máxima concentración a fin de estar presente en el deseo del homicida de turno, en la mano involuntaria que dispara un tiro que termina en la cabeza de la mujer que ha retirado dinero de alguna entidad bancaria.
Repara sin pudor en su cuerpo desnudo, delineado debajo de la sábana, que le ofrece inútilmente un perfil de firmes como de bellas formas, sin duda jamás acariciadas por una paciente mano humana. ¿No habrá sentido alguna vez, una sola siquiera, el deseo de ser amada? Quizá su manera de amar, letal, veloz, suceda justo al tiempo de prestar sus servicios. Es una especulación que leyó una vez, insuficiente sin remedio, que no se detiene a pensar si ella es siempre ella o si también es él. Supone que siempre será el y ella. Ella en la atención de los hombres y él en la atención de las mujeres. Solo así tendrá sentido, piensa, la idea que supone que solo en el momento de cumplir con un oficio que la define, ella, nunca él según un orden impuesto, puede ser amada. Se niega sin embargo a semejante refinamiento. La lógica llama a la imaginación a las filas del juicio. Ella es ella, y nunca conocerá el amor. Ni siquiera ahora que podría tomarla si quisiera. Un acto insólito, del cual la muchacha sería la primera en sorprenderse, de consecuencias que renuncia a imaginar.
Lamenta que el oficio carezca de humanidad, que le resulte igual una edad de la historia que otra, que jamás discrimine intimidades ni se niegue los más desalentadores límites. La enseñaron no a pensar, sino a prestar un servicio rápido, si se puede, y, en lo posible, limpio de molestias. El asunto de esta noche, sin embargo, violenta todas las normas de celeridad y economía tan proclamadas en los congresos, una auténtica hipocresía según ve, que más tarde que temprano redundará en la pérdida de reputación del oficio. Acepta resignada que la muerte también se desprestigia. La perspectiva la aterra. Ella es un objeto del pasado. Ya es una curiosidad que alguna tarde será exhibida en la vitrina de un gélido museo.
El deseo de un retiro cercano, que jamás es fácil calcularlo, le sale al paso como una realidad inmediata. Es al menos una molestia menor comparada con la actual carga de trabajo y las proyecciones estimadas para los siguientes años. La gente va más de prisa y muere sin saber que vive, que ha vivido. La jubilación, sin ser plena, la seduce, aunque tal vez sea más tolerable entrenar a nuevos aspirantes —auténticas legiones en ciertos periodos— que asumir alguna coordinación de escritorio en el inmenso engranaje de un universo que no termina de conocer, el que solo cree entender en su función general.
Duerme sin remedio. A él le enternece velar su sueño indefenso. Es una pena, bien puede pensar ella —soñarlo—, que de donde viene aún no inventen, sin olvidar los años invertidos en investigación, la muerte para la muerte, un esfuerzo idéntico al de inventar la vida para la vida. Pero, ¿por qué es sensible al sueño de una presencia temida? Quizá en ella vea demasiada humanidad frustrada, igual habitada de desesperanza, de hastío, de vanidad, de la necesidad de olvidarlo todo. Nada la diferencia de ninguna mujer que viva de este lado y no del otro lado. ¿Este lado, aquel lado? Es una mujer del otro lado que vive de este lado, donde pasa la mayor parte de su tiempo, donde pulula la materia de su oficio, como ahora, que está ahí, al alcance de sus manos, plena en las palabras que él piensa por ella, única, irrepetible, solo para él, incapaz de hacer algo por ella, que solo añora su liberación y dibuja entre sus cejas la figura de su liberador.
Vuelve a la lectura convencido, él más que nadie, que un exceso de imaginación arrastra un exceso de lúcida amargura. Ninguna duda tiene de la generosa ignorancia del bruto que solo vive para satisfacer los compromisos inmediatos de comer, dormir, ir al baño, tumbar a una mujer en cualquier rincón. Queda el mérito de rogar a un esquivo Dios. Igual nada pierde con poner en un par de oraciones el íntimo deseo de la visitante. También ella —y tal vez más que nadie— tiene derecho a ser escuchada. En la facultad de teología enseñan todavía la naturaleza de los milagros. La fe es, aunque rara, una aliada impredecible. Nadie quita después de todo que una de estas noches sea su noche, una vez concluya la lectura de un libro que cierra páginas con la muerte de su alucinado personaje, un anciano caballero que murió cuerdo y vivió loco, según le encantó decir a su autor.
El perro ladra en el patio. El salto del gato al pasillo de piso ajedrezado termina de despertarlo. El voluminoso libro está tumbado cerca de la almohada donde ella colocara su cabeza húmeda. Mañana será otra vez la noche. Mañana, piensa sin aprehensión, siempre puede ser el día. El hoy de ahora habrá algunos, hombres entre los que no se cuenta, que lo vivirán con pasión. Hay que ir de momento al baño, que el cuerpo también es un amigo puntual como la brisa que fecunda los árboles en la acera vecina.
Recordó su despedida al salir:
—Duerme. Hay mucho trabajo, pero esta noche prometo venir más temprano.

Una conmemoración sin palabras

Todos los 31 de octubre el joven teólogo agustino visita Wittenberg. Las aguas del Elba lo traen directo a la puerta de la iglesia de Todos los Santos. La mirada es la de un hombre que piensa y siente la vida de manera distinta. En el antiguo palacio del príncipe elector, este año que agoniza, será el muchacho encargado de recoger las limosnas.


Visité Wittenberg en 1932. Estoy cierto de ello porque, aunque tengo una poderosa memoria, he consultado mis diarios y apuntes. Una combinación de trenes me condujo, saliendo de París, a una ciudad de viejos castillos y de muchas iglesias que empezaba a vivir el ajetreo de un puerto industrial y de un intenso comercio.
Cuesta admitir que una ciudad cambie y que lo haga sin nosotros. Es igual que sea la nuestra o que sea otra de la que hemos sabido en las descripciones e imágenes que otros nos regalaron.
Los muelles y bares que encontré modificaron mi prefigurada idea de la ciudad, adquirida en mis lecturas de Lutero, aquel robusto monje que un 31 de octubre, a plena luz, clavó en la iglesia de Todos los Santos sus 95 Tesis, proposiciones en las que cuestionó, muy especialmente, la concesión de indulgencias, esa institución papal que a cambio de dinero vuelve al pecador amigo de Dios y al señor más señor. Es de admirar la resolución con la que proclamó la libertad de leer la palabra de Dios, una herejía sin duda orientada a minar la autoridad de los teólogos y dejar sin piso la hermenéutica beoda de obispos, frailes, clérigos y monjes.
Las tesis que clavó en las altas puertas, sobre dura madera, las escribió en los respiros de una temprana, fatigante y fallida traducción de los Evangelios. No imaginó que el reto público a los mundanos doctores de la Iglesia degeneraría en la excomunión, en el rechazo del Emperador, en la reclusión de Wartburg y en un nuevo partido, conformado por la chusma amotinada, una masa de artesanos y campesinos en cuyo favor no hubiera escrito una sola línea. Planteó una modificación en el rito, que concibió conveniente a la fe y benéfica —para la nobleza, harta y celosa de los privilegios de Roma—, pero que terminó en una revolución, una irreconciliable fractura que no concluye.
Indiscutida suerte la de Lutero. La exposición de nuevas ideas le exigió sentar doctrina —otra tarea imprevista—, asistir a juicios, cabalgar caminos, presenciar levantamientos, reconocer saqueos y admitir feroces aplastamientos, pero, sobre todo, soportar largos periodos de silencio… El cuerpo se le volvió flácido. Alguna mañana, al estirar los brazos, debió descubrir que la lucidez empezaba a abandonarlo, que un ejército de ángeles, en una sola noche, le cambió los edificios, las calles y la gente a Wittenberg.
Una ventana —el Elba corre indiferente—sería desde entonces el único punto de contacto con un mundo que tomó la decisión de olvidarlo.
Solo, entregado a la lectura, los labios cerrados, los enemigos, los que fracasaron en la refutación de la condena que hizo de los lujos del papado, le inventarán un suicidio. Él, alguna noche de inusitada franqueza, sin que le haga falta una pulida superficie en donde aún reconocerse, decide no defraudarlos, no empañar una invención, sino ratificarla. Está convenido que una mentira se anula con otra mentira. Ellos les mienten a todos, pudo pensar, él les mentirá a ellos.
Revisé mi memoria y confirmé que coincidía de alguna manera con mis mapas de la ciudad. En la iglesia del Castillo destacan dos tumbas: una es la de Lutero y segunda, la de otro reformador alemán: Philip Melanchthon. Evité algunos pasillos y ciertas galerías. Frente a una vitrina, fingí admiración al descubrir una publicación. Me veo, incluso ahora que escribo esta tardía crónica, adquiriendo copia de Lugares comunes de la teología, una famosa disertación de Melanchthon en favor de la reforma protestante, una pieza que a nadie interesa ya y que los entendidos citan sin leer.
Recorrí una y otra vez la casa de Lutero, convertida en museo. Una edificación amplia, sobria, de firmes paredes, dispuesta a informar de un tiempo que se niega a salir del tiempo. Alguien me condujo a las casas de Melanchthon y de Lucas Cranach, un artista este último cuyo arte nada me dijo ni me dice. Me emocionó conocer, en cambio, la iglesia en la que Lutero predicó. No es arquitectónicamente una obra digna de recordar. Sería impensado compararla con otras iglesias. Es una edificación cuya importancia le sigue viniendo de Lutero. Una guía, una atenta y ligera renana de hermosos cabellos rojos, me sacó de un sitio para meterme en otros. De dónde salió y a qué hora empezó a ser mi guía, no quiero ni siquiera proponerlo como una inquietud. Sucedió. Estaba allí y no podía hacer otra cosa que escucharla y seguirla. Me hizo gracia y, a mi edad, ni joven ni viejo, ni inocente ni demasiado malo, casi a la mitad de mi vida, la dejé hacer. El francés que le propuse le bastó para responder las muchas consultas que sin razón aparente me descubrí haciéndole. Recordó, en algún momento, detenida al pie de una pesada escalera de toscas piedras, que era 31 de octubre, por lo que propuso ir ante el edificio de la universidad de Halle, claustro este que absorbió, según creyó conveniente señalar, a la vieja Universidad de Wittenberg, la misma donde Lutero estudió Teología y fue profesor de Teología Bíblica.
“Octubre”, me dije. Mes también importante para los alemanes porque igual en un octubre, aunque separado por varios siglos de la conflictiva época de Lutero, nació Nietzsche en el pueblo de Rocken, en el seno de una respetable y rancia familia protestante de provincia. ¿Qué más de particular tendría octubre? Entre nosotros, admití, en el trópico, al otro lado del océano, es un mes lluvioso, una explosión de sucesivas tormentas con vientos que echan abajo fincas y lanzan casas por los aires. Un par de años antes había estado en Rocken, de visita en la casa —firmes paredes y severo tejado a dos aguas— donde naciera el precoz y solitario Fritz, como lo llamaron siempre sus amigos de estudios y juegos. La casa me impresionó. Tenía casi las mismas medidas, la misma disposición rectangular, las mismas tres ventanas laterales y el mismo techo a dos aguas de la casa de finca de mis padres en Bureche, en Santa Marta. Asimismo me impresionaron las claraboyas triangulares ordenadas a lado y lado del tejado, que a la distancia semejan ojos avizores. ¿Repararía en ellas el niño Fritz durante los paseos en el jardín? Un mezquino gozo intelectual vino en mi auxilio oyendo a mi locuaz guía. “¡Oh, gozoso mes de octubre! ¡Bienaventurado seas!”. Sentimentales palabras estas que el padre de Nietzsche, un respetuoso pastor cristiano, pronunció el día del bautizo de su hijo. Solícita, ajena a mis narcisistas perplejidades e ironías, pisando terreno firme, la encantadora chica me condujo sin esfuerzos al pie de un viejo roble. No me dejó informarme sobre la especie a la que pertenecía el árbol ni sobre la altura promedio que alcanzaba. Empleando un tono de voz más familiar, menos ejecutivo, pronunció unas palabras que aún deploro por irremediables:
— Aquí quemó Lutero la bula papal que condenaba sus doctrinas.
Se refirió, por supuesto, a bula condenatoria del Papa Julio X.
Le concedí abundar en explicaciones inoficiosas sobre la protección del Príncipe de Sajonia, sobre la reclusión de Lutero en el castillo de Wartburg, que le permitió traducir el Nuevo Testamento. Nada me obligó a confesarle que conocía mejor que ella la involuntaria, astuta y afortunada obra de Lutero. Me sentí incapaz de tratar con ella, una simple guía, el verdadero sentido de la reforma protestante, en una época de cambios rotundos, con una Iglesia insufrible para los finos zapatos de la nobleza europea. Inútil explicarle que, unos años antes, había abandonado mis estudios de Teología en París. Ella estaba allí para explicar y conducir y no para oír explicaciones y ser conducida a ninguna parte. Adopté un aire de sincero silencio ajeno, una urbanidad feliz si se trata de camuflar descontentos y de hacer ver que el universo y sus criaturas son un cielo todo de ángeles. Dócil, buena gente, concluido el recorrido oficial, propuse ir a una taberna. Allí, mi acompañante demostró tener buen apetito y saber tanto de cervezas como de música barroca. Al anochecer, aceptó, escondiendo la mirada y escasa ya de palabras, regresar a un muelle del puerto a beber una botella de vino. Abrazados, siguiendo el movimiento de las ondas en la oscuridad, me recitó un fragmento de la Canción de la noche, de Zaratustra. Sorprendente la calidez y la energía sin patetismos que puso al recitar, en ásperas palabras, el dolor y la soledad del hombre Dios que concibiera la insólita cabeza de un Fritz harto de ser parte del estrecho mundo protestante alemán. Sentí que en mis manos aparecía la punta de una nueva madeja, que volvía a salir a claridad de la noche y el mar, libre de remordimientos, ajeno a la sangre de mis ropas, entregado a un cielo que bien pudo haberse propuesto las inquietudes y las especulaciones que quiso sobre la criatura que fui en esos momentos. ¿Por qué el poema de Nietzsche, y no algún otro, menos colosal, más simple, más propicio a la intimidad? ¿Qué impulsó a mi rojiza y pequeña Sherezade a recitar a Nietzsche, que no es el mejor poeta alemán ni precisamente el más recomendable? Ni se lo pregunté ni quise encontrar en mí una razón. Otras dudas me ganaron, mientras la oí recitar, sin atreverme a imaginar con quién en realidad me tropezaba, yo, que andariego y bohemio en las noches y los bares de París estaba familiarizado a darme de narices con los más inauditos personajes. La abracé, estrujándola contra mi costado, sin arma que oponer a la noche, a la complicidad de las aguas, al cielo solitario y a las sombras de las embarcaciones fondeadas en el puerto. Dormimos en una pensión del siglo de Lutero. No le creí —nunca creo lo que me dicen—pero igual acepté ir allí sin protestar. A ella le asistía el derecho de vender bien su mítica ciudad y yo, menos seguro que siempre, frente a la dificultad que encierra el tránsito de toda línea recta, asumí de buena gana la posición de gastar unos dólares extras en cualquier maquillada impostura.
Regresé a la mañana siguiente a la iglesia. En la casa museo adquirir una copia de las 95 Tesis. No me resistí y compré Apología, de Melanchthon, obra apasionada y profunda que defiende la Confesión de Augsburgo, propuesta esta en la que joven teólogo, amigo y portavoz de Lutero ante la Dieta de Augsburgo en 1530, promovió un definitivo entendimiento entre protestantes y católicos, una muy sutil treta alemana de repartir el pan y el vino.
Me despedí de Wittenberg un mediodía. En la estación del ferrocarril, al partir el tren, la fogosa e inteligente renanita de rojos cabellos y pecoso rostro, me puso en el bolsillo de la chaqueta una postal de un desnudo de Cranach, otro motivo que me impulsó a tomarla de la cara y a mirarla por última vez a los ojos.
La dejé a orilla de la carrilera mientras el tren salió traqueteante de la estación, echando resoplidos de bestia recién liberada.
El río apareció a la izquierda, amplio, apacible, indiferente a los afanes en los muelles y a las miradas de las ventanillas del tren, de uno de los muchos que salían y entraban por entonces a Wittenberg.
Saltó en mí una suerte de relámpago, un ventear de ola en la ribera fangosa, un fondo de cielo que puse en palabras que nunca dirán todo lo que un hombre es capaz de sentir, cree pensar y ve en un único momento.
Mi última imagen de Wittenberg es la de un viejo barco en la dársena, fijo en el encanto y el ingenio de la mano segura mano infantil que lo trazara. ¿Iría el niño en mi mismo tren? Me bastó saberlo de cortos, cuaderno y lápiz en las manos, mirar el río desde la ventanilla de algún vagón de primera. Igual que en una realidad que se fuga, bajo sus trazos los muelles del puerto hierven y los mástiles y los cables compiten con las aves el favor del cielo.
Nadie se acordará de Lutero, pensé, aunque todos ahora, a muchos años de sus esfuerzos, piensen y actúen según él indicó en unas sucias hojas. Volví a mirar el desnudo de Cranach. Me olvidé del niño dibujante. Haber salido a encontrarlo en su vagón habría sido un exceso que la imaginación no perdona a la vida. Una ocurrencia en cuyo costo me niego a pensar. Tardé semanas en cambio en olvidar el olor y el aliento de mi bella renana. Todavía puedo sentirla, a tantos años de mi cuerpo, curiosear sin afán, vivir la metódica ceremonia del amor de una sola noche.

Publicado en El Informador, Agosto 13 de 1975. Cormorán dedica el escrito a su amigo el historiador J. J. Lapeira, muerto diez años atrás, con quien acostumbró a tertuliar en el café-bar Tulita. El texto aparece en el Cuaderno XII con un subtítulo: Vida infeliz de la muerte.

sábado, 5 de enero de 2008

Clinton Ramírez C. La paradoja de Jefferson

Para Cárul Ramírez C

El tulipero

Tomas Jefferson fue el tercer presidente de la Unión Americana. En 1819 tal vez, retirado en Virginia, concretó un aplazado proyecto. Quería sembrar en el jardín de su casa un tulipero, árbol que hizo traer de un apartado bosque del estado.
Los vecinos le advirtieron de la inutilidad de la empresa al antiguo granjero. Desconocían en el venerado dirigente al hombre a quien habían elegido dos veces presidente, al que secundaron en la idea de crear un partido, al que le dieron dinero para fundar la universidad del estado en Charlotesville. Un acto insensato. El árbol tardaría años en crece. Sus ramas se tomarían otros muchos antes de alcanzar el cielo de Monticello. La severa moral americana, intrincada ya en la joven nación, exigía beneficios más tangibles, más inmediatos.
— Cuando el tulipanero sea un árbol de veinte metros, usted y yo no estaremos para disfrutar de su sombra—, le confesó alguna tarde un viejo amigo.
Una hoja verdiazulada cayó cerca de la pareja de ancianos. El tronco del árbol no medía aún un metro de diámetro. Un golpe de vista bastaba para identificar su rama más alta. El cielo seguía muy arriba, indeterminado, indiferente a las acciones humanas.
Jefferson estaba sentado en un mecedor de balancines. Un antiguo colaborador suyo se lo había hecho traer de un bazar holandés. En su segunda presidencia el mecedor lo había salvado de tomar más de una decisión acalorada. Al concluir el mandato lo único que llevó consigo a Monticello fue el mecedor de las penas, las iras y las pequeñas venganzas. Las circunstancias en juego exigían una respuesta de una contundencia simple. El dinero invertido, el tiempo que el árbol tomaría en crecer, el escaso beneficio que recibiría en vida. Su dialéctica empezó a trabajar de manera lenta. Enfocó el horizonte inmediato. El sol en su retirada cubría de momentáneas islas rosadas el cielo. En la tarde calurosa una mesita blanca —entre los hombres— sostenía una jarra con limonada y dos vasos. El tulipanero se había convertido en una auténtica espiga en el ojo. Comunicar una decisión de Estado habría sido más fácil, menos envolvente. Observador, disimulado, buscó en el piso una escupidera inexistente. Toda la vida había practicado juegos verbales íntimos, ceremonias incomunicables que apenas satisfacían su vanidad intelectual, sus gustos aristocráticos. En los alrededores, al otro lado del profuso jardín, los chicos del vecindario jugaban con un madero sin pulir a darle a una pelota. El emocionante desarrollo del juego concentró su atención. El vecino no tardó en seguirlo. Uno y otro examinaron la mecánica de un entretenimiento infantil que contagiaba a los mayores. En un campo de la universidad estatal alguien —un tal Brown— había propuesto, no hacía mucho, la organización del juego del bate y la bola como un deporte formal. “Esta es una nación de oportunidades”, anotó el ex presidente. “Una nación absurda”, puntualizó el vecino. El conservadurismo del amigo lo irritaba, aunque igual le servía para espigar en terreno sólido sus ideas. Buen hombre de Estado había procurado tener a lado y lado de su sillón a hombres que pensaran distinto para tener con quienes sopesar y confrontar, así no lo hiciera de manera pública. Nunca dejaría de preferir a sus adversarios de ideas. A los partidarios en cambio, a los áulicos, a los simpatizantes de entendimientos alegres, los había mantenido a distancia sin ofenderlos, entregados a la rutina, a la técnica de la administración. La política tampoco jamás lo abandonaría, lo perseguiría adonde quiera que fuese. Muy a su pesar tendría que tomar decisiones que afectaban o servían a otros. Quien anotó que en el mundo había un exceso de políticos precisaba examinar mejor la realidad. Los hechos siempre serían de una materia firme aunque esquiva al entendimiento inicial. Había más bien una escasez de políticos. A la gente le interesaba poco —muy poco— tomar decisiones directamente. El hombre común prefería que otros las tomaran, quizá para evitar responsabilidades innecesarias, pero también para tener en quién expiar la propia falta de valor. Hubiera preferido ser un granjero común, solo que los hechos o una energía superior a su voluntad, a sus preferencias, lo había obligado a ser un hombre de acción. Un mimado del poder. Muchos le habían formulado esta acusación. En su defensa, medio en broma, medio en serio, argumentaba que él más bien era un esclavo de las ideas, un fanático del progreso humano. Alguna vez, acorralado en una entrevista que escrutaba su sed de poder, había tenido una salida magnifica. “Algo de Alejandro o Napoleón debió haber en la sangre de mis padres. Quizá la energía de esos hombres no haya aún abandonado el universo”. Risas. Aplausos. Muerto de miedo agradeció con íntima satisfacción que la indagación hubiera derivado a temas menos metafísicos. Se sentía acorralado. No encontró al alcance una escupidera —imaginaria, por supuesto— en la que desahogar el miedo a equivocarse. Haberse atrevido a sembrar un árbol que tardaría años en derramar su sombra sobre los pabellones de Monticello no encerraba ningún sin sentido. Más bien el dilema estaba en la forma de actuar del vecindario, que en verdad no parecía preparado para pensar en el futuro, en el destino de anónimas generaciones. La inversión que hiciera en el trasteo y la siembra del tulipanero no se diferenciaba en nada de la inversión efectuada en la fundación de la universidad estatal. Los verdaderos beneficios se verían al término de muchos años. Quizá nadie, ni siquiera él, los podría identificar todos.
Hubo dos cambios de turno al bate. Al principio del tercer cambio de turno, el ex presidente volvió el rostro a su vecino de mecedor. Ninguna empresa le había sido esquiva y la que tenía frente a él lo sería menos, pero no deseaba ofender el buen sentido del amigo. A uno y otro la vejez los convocaba. Muchas tardes quedaban por compartir en una sucesión con cortes precisos, tal vez anticipados en una invisible tela. Una modesta lucidez le ensombreció la mirada. Su discurso fogoso cedió lugar a un ejercicio de amistosa prudencia.
— Es verdad —comenzó diciendo—, usted y yo no contamos, pero si mira a alrededor suyo va a entender. El tiempo invertido en la siembra de nuestro árbol no será un tiempo muerto —reparó en el tronco, en las ramas en expansión. Su interlocutor hizo otro tanto—. Nadie impedirá que otros disfruten los beneficios de su sombra. Ahí tiene usted al fin mi definición del poder. Esta es la riqueza de la que ningún economista dice nada.
El argumento sonó convincente. Un chico saltó en el jardín. Jefferson sirvió una nueva tanda de limonada. El chico, un pelirrubio fortachón, recogió la pelota cerca de la raíz del joven tulipero. El árbol no medía más de cuatro o cinco metros. El vecino volvió a reparar en el tronco, en las delgadas ramas del árbol. Él mismo, al igual que medio Monticello, había acompañado el recibimiento del tulipero unos meses antes. Un salto regresó al chico a los límites del improvisado campo de juego. Los hombres lo vieron balancear el cuerpo, lanzar la bola por encima del hombro, en un movimiento poderoso, lleno de vigor, de dura competencia. Movimientos como el del chico, pensó Jefferson, habían hecho de la Unión una nación sobresaliente. Una sonrisa de tácita aprobación leyó en los ojos de su interlocutor de jardín y amigo de limonadas.
— Mírelos. Ellos son la verdadera riqueza. Los árboles que esta nación precisa cultivar.
En el corto plazo nadie equivoca un argumento. En el largo plazo nadie recuerda con agrado las viejas ideas. El sentido común terminó acaso concediendo razón al amigo de Jefferson. Razón en una dirección elemental. El tulipanero creció. En algún momento, impreciso, indeterminado, sobre el que apenas es posible imaginar un registro solitario, comenzó a ofrecer los beneficios de una sombra cada vez más espesa. El carismático ex presidente de la Unión había pasado a ser solo un nombre ilustre al principio de una lista populosa. Los chicos del vecindario crecieron, estrenaron bigotes, corrieron al frente tras las glorias y las miserias que la guerra reparte generosa. Muchos de ellos marcharon a Nueva York: la socorrida ciudad de todos. Algunos, menos esperanzados, imbuidos de la silenciosa tenacidad de Jefferson, movidos por extrañas corrientes invisibles, tomaron el áspero camino de los nuevos estados del oeste. No pocos jugaron en las ligas pioneras de un deporte que se transformó en la industria más popular de los Estados Unidos. En un tiempo que marcha a saltos, Lincoln muere a manos del actor aficionado Booth, el sur arde, el Bambino se cansa de batear, los japoneses atacan posiciones americanas en el pacífico, Marilyn Monroe se esfuma y J. F. K. cae atravesado en Dallas.
Miles de hombres envidian, envidiarán, el exclusivo tiempo del tulipanero. Se conserva la mecedora de Jefferson. Una parte de su jardín de Monticello sobrevive o imagino que lo hace. Otras manadas de chicos —todos ellos de recio color— juegan frente a la casa del ilustre ex presidente. Las tardes del tulipanero parecieran tocar el infinito con sus ramas. Observo la bonga que detuvo alguna tarde la mirada moribunda de Bolívar en su viaje a San Pedro Alejandrino. Pienso en el árbol de Jefferson. Ninguna duda cabe. Una tarde hermética lo resguarda de la furia del norte que azota las calles descubiertas de Santa Marta. Estará próximo a coronar la altura que su naturaleza le permite.


Esperanza de Goethe:

El bosque de hayas

Al otro lado del Atlántico, Goethe, que aprendió a amarlo todo con serena intensidad, tuvo una suerte distinta a la de Jefferson. No sé si lo favoreció o lo condenó el simple hecho de ser escritor.
A los 35 ó 36 años, Goethe, que urdía la primera parte del Fausto, emprendió la tarea de plantar en Weimar, no muy lejos de la casa de la familia, árboles de robles, de hayas y abedules. Los sembró sin ayuda de nadie.
Los árboles transformaron el sitio en un bosque muy visitado. Su fama creció en la medida en que lo hizo el prestigio de Goethe. El amor lo condujo al sur de Europa, la escritura lo mantuvo confinado a la mesa de trabajo, los halagos públicos lo obligaron a ser frívolo. Sin faltar a una hermética fe, en los días de más calor, Goethe escapaba al bosque. Marchaba solo o en la compañía de F. von Schiller, huyendo siempre del asedio de la horda de románticos versificadores que se habían apoderado de Weimar. Al morir Schiller —una muerte prematura que lloró a solas, en silencio—, el bosque lo veía llegar acompañado de muchachas ansiosas de su saber, pero más aficionadas sin duda a sus deslices líricos, que no fueron pocos.
No se conoce un caso de fidelidad semejante. Al regreso de un primer viaje a Italia corrió al bosque, que comenzó a llamar “el bosque de hayas”. Carlota von Stein, la otra Carlota, no sólo le enseñó el valor del amor adúltero. Ella misma le regaló —en medio de una avenida de robles jóvenes— dos observaciones exactas: atemperar el estilo y la conveniencia de introducir otros temas en su obra. Cerca de allí, en la pieza de una antigua hostería, finalizaron la relación de común acuerdo. En las calles vecinas el invierno invitaba a la melancolía, de ninguna manera al amor físico. En un extremo del bosque planearon un encuentro final. Al pie de un frondoso roble la pareja se detuvo. El invierno cedía sus medidas a una tarde agradable. Nunca del todo bien puesto frente al misterioso proceder de la amante, admitió caminar en el borde mismo de una pérdida admitida. Quería agradecer en ella el amor adorable, cantar las delicias de la conversación, alabar el arte de los años. Nada en lo que pensó parecía estar a la altura y riqueza de estilo de la amiga. Un comentario trivial acudió a sus labios. Todo lo que está adentro // está afuera. Carlota cerró los ojos y él la besó algo trémulo.
En el bosque de hayas, el genio adoptivo de Weimar, el ex servidor del duque Carl Augusto, hizo lo que quiso, lo quería y lo que pudo. Al amparo de sus árboles había confirmado que la mano que el sábado empuña la escoba es la que mejores caricias prodiga el domingo. Su arte más acabado corre parejo con la popularidad del bosque. Allí concibió poemas, adelantó la teoría de los colores, discutió con la sombra de Schiller el futuro de Weimar.
Le robó espacio a la muerte y le restó tiempo a la redacción de la segunda parte del Fausto —una escritura que lo mató en más de un sentido— para compartirlos con los árboles que sembró medio siglo atrás, cuando en el corazón conservaba restos de la tragedia del pálido Werther. Arribaba a su paraíso al principio del crepúsculo. Salía de allí entrada la noche en los cielos plomizos de Weimar. En silencio, metódico, elegante al caminar, fingía no ver las parejas de amantes entrelazadas, cuchicheantes, camino de las sombras más espesas.
Quiso creer en la inmortalidad de su bosque de hayas. Entiendo que esta fue una refinada manera de anticiparse a la destrucción de una forma amada. “Esta es la obra por la que recordarán al querido Werther”. La frase, salpicada de coquetería, es, por supuesto, de Carlota Stein, pero pudo haberla inspirado Carlota Buff, la mujer que lo despreció a los trágicos veinte. No estaba nada mal admitir la mentira que dictaba el momento. Ella lo había engañado antes y él la engañaba para siempre. Yo hubiera procedido igual al sentir escapar sus manos de mis manos. En un encuentro imaginario me habría detenido a escudriñar el oleaje de la despedida en sus ojos de belladona. Se acomodó la bufanda antes de tomar el camino de regreso. Una sonrisa infantil iluminó su boca sin dientes.
Nada tenía pero lo tenía todo. Atrás los impulsos irrefrenables, la profunda y dolorosa felicidad, la fuerza de volátiles odios, el poder —vano a la larga— del amor. Una adorada isla seguía en él. Había vivido una vida omnívora. Saberlo lo hacía insensiblemente feliz. Recordó un versículo que Schiller le enseñó. Suyos serían el dominio del día y el dominio de la noche. El lucero grande y el lucero pequeño. La poesía era su única verdad, un arte iluminador, una ciencia extraña que unía lo efímero y lo eterno.
Alguna vez había cantado lo efímero del amor, de la belleza y los árboles. Una justicia de formas acudió esa tarde a la claridad de su ventana. El poema lo inspiraba otro de Safo, la privilegiada de Lesbos, que gozaba como goza hoy de absoluta eternidad. Agotó el sendero. No aspiraba a entenderse. Nunca intentaría cruzar el vano tras el que se exhibía sentado en un sillón un Goethe irónico, profundo, enigmático. Entender una vida, hacer de ella una fórmula, un absoluto, la disminuía. Un hálito de buen humor lo despidió a la entrada de su casa. Reparó, un instante apenas, en la forma familiar de la alta puerta. Su preparación para la muerte estaba cumplida.
Lo efímero tarda en concretarse. Tumultuosas generaciones de hombres no miden sus términos. El nazismo transformó el bosque en un campo de concentración. Ningún árbol sobrevivió. Su destino eran la madera, la ceniza, el humo. El progreso —que encarnó Fausto como una metáfora de la destrucción— exige estos pequeños sacrificios de la materia. Marx — otro lúcido y demoníaco alemán, que a la sazón sobrevivía a la adolescencia— lo expresó mejor. Todos los sólidos se desvanecen en el aire.


Sueño de Bolívar:

La bonga


Pide al anfitrión detener el coche. Atrás quedan las mezquinas calles coloniales, empedradas, irregulares. Las manos de tres siglos han alcanzado el escrupuloso propósito de encerrar la ciudad en el interior de unas casonas de muros herméticos. Le resulta incomprensible el empecinamiento que cada quien pone en vivir enclaustrado. Miles de miradas continúan adheridas a las celosías. Nadie se ha resistido, muy a pesar de los remilgos, de las prevenciones, al cuchicheante deseo, tan poderoso como el rumor del mar, de verlo tomar el camino de San Pedro Alejandrino. La escolta a caballo detiene la lenta marcha.
Hace una tarde fresca. El mar, oculto tras una línea de ásperas montañas, sopla con fuerza en los vecinos bosques de cardones. Una hora antes el fragor de los trapiches de caña ha cesado.
Aunque lo intentó le fue imposible retirar la enfebrecida mirada del árbol. Ahora lo tiene a menos de una legua, alto, imponente, bamboleando las ramas al furor de un norte implacable.
El médico Reverand prescribió la reclusión en la hacienda. Él confía, según explicó ceremonioso, en una mejoría que la ciencia no está en condiciones de ofrecer. Unos días atrás, presidido por el Marqués, salió a recibir en la propia cubierta del bergantín Manuel a su Excelencia. En una silla de mano el cuerpo mareado, bilioso, ardiendo en fiebre, fue conducido a la casa que el anfitrión dispuso. Le llamó la atención, al rompe, lo flaco que estaba, el color pálido de las manos, las inconfundibles excoriaciones de los mustios labios. La noticia de la afección pulmonar movió el ánimo conciliador del Marqués de Mier. Muy susceptible a las veladas advertencias del Obispo logró que el médico le hiciera un profundo y detallado cuadro de la enfermedad que aquejaba al Libertador. Una comisión de principales —de la ciudad más renuente a la causa libertadora— solicitó, por conducto del Obispo, la conveniencia de trasladar a su Excelencia a la hacienda. “Allí el aire es más benigno, le permitirá una recuperación más expedita”. El Obispo, en la sala de la casa episcopal, creyó un deber esmerar la dicción, no fuese algún defecto suyo en la conversación a contrariar al Marqués de Mier, quizá el más solicito benefactor de la catedral. La disculpa del anfitrión resultó menos forzada:
—La hacienda es magnífica, Libertador. Hay árboles, jardines, mucha actividad en los trapiches, y el río la atraviesa. He preparado una biblioteca a su gusto. Monte Cùculi, Plutarco, Cervantes, Rousseau, Emerson, Jefferson, su amigo Lancaster. Me he cuidado de agregar unos ejemplares de Le Globe. En Francia siguen muy atentos a su gobierno.
No respondió. A quién podía interesarle la salud del gobierno de un tísico en un país de insufrible pobreza. Recordó que en Marsella, un puerto de conspiradores, agotó unas semanas el general Santander en su destierro europeo. Él, en cambio, quiere volver muy en secreto a Venecia. En un palacio cerca de San Marco conoció el burdel más espléndido de Europa. Ningunos como aquellos días. Ninguna mujer como una innombrable que entre sedas, vapores de vinos, le prodigó a sus inexpertos años una educación sin límites. La ventana principal de la habitación le ofrecía una vista limpia del atrio, de las escalinatas, de la alta puerta de la catedral. Releyó sin esfuerzo la inscripción en latín que preside el frontis del edificio. La noche anterior, al amparo de la brisa, el Obispo en persona atravesó sigiloso el atrio. Vino, según dijo, a hacerle algo de compañía. Inútiles resultaron las advertencias del Marqués de Mier. No estuvo en él evitar cierta repulsión al estrechar la mano del adusto moscón. Hizo gala de su mejor humor de cortesano. “Aún no pierdo mi partida. Soy indiscutible en el tresillo”. El Obispo, a la derecha del anfitrión, cortó el naipe. “Todavía conservo mi bastón de comandante”. El obispo, mientras repartía, observó la pieza, un ejemplar de carey en cuya empuñadura destacaba un busto de Napoleón. El Libertador bromeó a sus anchas, confirmando el encanto, el respeto que aún inspiraba. “Sí, el general Santander sabe coger el trompo. Ya lo conoce. Una vez me dijo: — Baile el trompo que quiera que yo, el más leal soldado de la patria, procuraré mantenerlo en la mano”. Hubo risas. “Ignoro aún a qué trompo se refirió”. El Obispo creyó una obligación celebrar el buen estado de salud de su Excelencia. “Espero que el general Santander ande por Marsella. Pienso reunirme con él”. El Marqués de Mier oscureció el ceño y miró a Palacio, insoslayable, siempre al lado de Bolívar, observando el desarrollo del juego. El esfuerzo de disimulo fue superior a las agotadas fuerzas del Libertador. La vanidad o el orgullo mueven montañas. Lejos de él que el astuto prelado notara en su rostro un cansancio final, definitivo, propio de quien perdido el temor a la muerte sufre el rigor de una inmortalidad penosa. El Obispo alabó la mesura de genio, la capacidad metafórica de Santander. “Así es”, confirmó. “Es un hombre de una inteligencia helada, antigua”. Santander, que cumplía pena de exilio en Ginebra, como anotó sin énfasis el Obispo, jamás había hablado de trompos, ni de cartas. En su prosodia legal solo cabían los tratados, los parágrafos, las cifras fiscales, la milimétrica distribución de cargos. Divertirse un rato a costa del Obispo no estaría mal, porque, después de todo, el ladino visitante, y mejor jugador de tresillo, se daba sus mañas principescas antes de entrar en el verdadero tema a tratar. El Libertador pensó si no sería una exageración invitar al Obispo a bailar minuet. Con la punta del bastón imperial marcó un par de compases de una pieza famosa que en sus años mozos bailó en una sala de Madrid. El Obispo fingió una nueva derrota al tresillo. Palacio pretextó un invisible llamado de Mariano Montilla. El Marqués de Mier salió poco después, según dijo, a hablar con el doctor Reverand. La entrevista no consumió más de diez minutos. Una frase de un hermetismo crónico puso fin a la misma “A usted encomiendo mi corazón, cuídelo de la fe de los buitres”. El Obispo salió. Una pequeña escolta al mando de Montilla lo acompañó hasta la entrada de la casa episcopal. Palacio entró con una cobija. El Libertador temblaba de frío. El médico ordenó conducirlo de inmediato a la pieza de la segunda planta. Allí, a la vista de sus hombres, le desnudó el magro pecho para aplicarle un emplasto. No había dormido bien. Sin retirar la mirada de la puerta de la catedral fingía escuchar las explicaciones del Marqués de Mier. El anfitrión volvió a enumerar, prolijo, diestro en su juego particular, los títulos de la improvisada biblioteca que hubiera dispuesto en la casa de San Pedro Alejandrino. “No será la de Alejandría pero le va a encantar. He incluido una joya: el primer ejemplar de El Quijote introducido en estas tierras”. Tampoco esta vez ganó la atención de Bolívar. Empleó, como último recurso, la estratagema de traducir de memoria el contenido de un artículo reciente de Le Globe. Pensó en la expresión del Obispo al despedirlo, la manera en que le tomó las manos. “Me ha despedido de un modo total”. “Ya estoy muerto. Él se ha tomado la molestia de abrirme la puerta de Dios”. Cambió de postura. Palacio le estiró un faldón de la levita. Posee para consumo exclusivo una imagen irónica de Cervantes. Es un hombre afilado y rengo, en puros huesos, que en las destruidas calles de una Cartagena sitiada y hambrienta recibe en una mano inexistente limosnas en lugar de los impuestos de su Rey. “Bendito el anónimo funcionario que le negó la plaza de recolector de impuesto en América”. Un espejo del alto de un hombre le devolvió la imagen de un Bolívar que aún se parecía al hombre orgulloso, lleno de ideas y de sueños que quedaban en su mente sin realizarse. Sonrió. No. No podía pagar con una respuesta de inútil descortesía el esmero que el Marqués de Mier pone en su ingrata embajada de aislarlo. Ninguna importancia tiene que los libros hayan perdido para él el interés de otros tiempos. Ningún elogioso artículo de prensa hará el milagro de arrancarle de la mirada apagada la mancha de desolación que le produce la confirmación definitiva de su fracaso. Está muerto. Ni siquiera alcanzará a embarcar, a tomar el camino del mar. La causa, sin embargo, hay que mantenerla en orden, alentar la idea de un pronto regreso. “El fuego quema a los efímeros”, pensó. Incurre deliberadamente en una sentencia de amarga incomprensión. Un nuevo amago de sonrisa le contrae el ensombrecido rostro. “Salimos a la hora quinta”, comunicó el anfitrión. Palacio terminó de abotonarle la levita. Un sirviente anuncia en el salón que el coche espera. Rechazó la silla de mano. Apoyado en el brazo de Palacio inicia el descenso de la escalera.
Joaquín de Mier le ofrece la mano. La salud de su huésped empeora con el viaje. Su mirada se cruza con la de Reverand. El hombre que lideró la expulsión de los ejércitos españoles de un continente entero en las condiciones más adversas no da para tenerse en pie. Ni siquiera él, un hombre enterado de los rigores de la intemperie, que conoce de los estragos de la guerra, está en el papel de soportar la lástima, el embarazo que le produce la derrota corporal de su temido invitado. Sintió la mano flácida, caliente, y percibió el aire vidrioso que le domina la mirada.
—Allá — lo oye decir. El Marqués mira en la dirección que El Libertador indica más con la voz que con el índice tembloroso —. El árbol.
Un árbol alto, robusto y joven alza sus ramas entre la brisa silbante. Lo vio aparecer a la izquierda de la ventanilla una vez el coche tomó el primer recodo y la ciudad entera quedó atrás asomada a las ventanas. Estuvo haciendo cálculos sobre la altura del árbol, la dimensión del tronco, la distancia que lo separa del camino transitado. Da un paso apoyado en el bastón.
Una nerviosa alegría domina los ojos de aquel despojo de hombre. El Marqués de Mier vuelve a interrogar al médico. Una disimulada inclinación de cabeza admite la petición del ilustre enfermo. Palacio desciende. Igual él depositó una mirada aquiescente en el médico.
No se engañó esta vez, él, que tantas veces lo hizo. El árbol —una especie de bonga, muy común en el área— sobresale en el conjunto por la altura que exhibe, el poder del tronco principal, la frescura de las altas ramas ululantes. Un nuevo intento de sonrisa fracasa en las líneas de unos labios marchitos. Una súbita idea copa su atención. Piensa —abierto de mente, listo de ideas— que no marcha a la muerte, ni al destierro —una forma de la muerte más infame— sino al encuentro del árbol, de un amigo, de un igual que espera por él desde mucho antes de su concepción y de su nacimiento. Es inevitable no acordarse de la hacienda de sus padres. Quizá no vuelva a verla más. Eso es la vida, se dice, una sucesión de pérdidas.
Mira a Palacio. Un paso más y siente la ausencia de la vigorosa mano de Joaquín de Mier en su antebrazo izquierdo. Tiene derecho a un último capricho: un acto íntimo, único, de su absoluto control, libre de las miradas fúnebres del cortejo acompañante.
Acaso no quiso reconocerlo. Toda las vidas que giraron alrededor suyo encuentran pleno sentido en este momento que el ánimo adverso de una ciudad les permite involuntariamente. Recuerda la descripción que Humboldt hiciera del árbol. Memoró la lámina de Bonpland, el ayudante del Barón, un dibujo esmerado que Celestino Mutis antes de morir colocó en una vitrina de su casona de Bogotá. La certeza lo anonada, no tanto la fiebre, ni los males que el vencido cuerpo resiste. La descripción leída, el dibujo examinado a la luz de un velón, y al que tuvo acceso de manera accidental en el corto tiempo en que anduvo escondido de los conjurados de septiembre, habían sido en verdad un aviso, un extraño anuncio de la Providencia, pero solo ahora en que mereced a la hospitalidad del Marqués de Mier marcha a un encuentro sin retorno, la espera del árbol real coincide con el estudiado, descrito y dibujado por los dos sabios europeos. A diferencia de los hombres que trató, mandó y enfrentó el árbol ratifica de cerca la singularidad anunciada a la distancia. Por una vez en su vida, concluye, la realidad y su apariencia coinciden.

Palacio se acercó para ayudarlo a montar. No lo sintió. El hombre al que cuida más allá de los lazos de sangre que los une está en las últimas. En el menudo cuerpo no le queda el menor residuo de la energía sobrenatural que lo empujó a soportar hambre, ignorar el frío, a editar travesías memorables y ganar batallas imposibles. Sintió con pena haber alzado el cuerpo de un niño.
Intentó tomar las riendas. Bolívar atacó los flancos de la bestia. Un milagro —el orgullo— lo sostenía en la montura, y la brisa de inicios de diciembre le agitaba los faldones de la levita de granadero. Palacio temió que el empuje del norte lo elevara y luego, sin más, como un pequeño navío presa de las furias de las aguas, lo lanzara fuera de la vista de todos. Apretó instintivamente las piernas para prestarle al Libertador, así fuese con el deseo de la impotencia, el equilibrio de sus poderosas extremidades. Ninguna batalla en las que acompañó a Bolívar le pareció más angustiosa ni menos incierta que esta que el moribundo guerrero emprendía a merced de una brisa empujada por una guardia de ángeles retozones.
El caballo, siempre a la izquierda, cubrió el trayecto. Se detuvo a unos metros del imponente árbol. Era un árbol alto, poderoso y joven. Pensó en la juventud. Un don irrecuperable, una etapa misteriosa que él cruzó sin ver, sin sentir, sin pensar, aferrado a una causa condenada que inventó y le metió a otros en la cabeza a fuerza de palabras, de amenazas y sacrificios. Siguió haciendo cálculos. No lo desalentó el dictamen de las cifras. Ni siquiera siete hombres de la altura y complexión de Palacio alcanzarían a cubrir la robusta base del tronco con sus brazos. Siempre sería necesario un hombre más para alcanzar todo el tronco en un solo abrazo. Al pie del árbol, sin descender de la bestia, enfrentaba el resto de la tarde. El tronco le confirmó cada giro de la escritura humboldtiana. Reconoció en la minucia de las ramas el exagerado naturalismo de los trazos del endeble Bonpland. Regresó más animado, venciendo la resistencia de la brisa, y descendió exhibiendo un vigor que no pasó inadvertido. Subió sin ayuda al coche. “Nos fuimos”. Una señal al cochero ratificó la orden de marchar. Atravesaron una sucesión de pequeños valles. No pronunció una sola palabra. La hacienda apareció a la derecha, seguida del río, envuelta en las primeras sombras, exhalando el olor de los hornos recién apagados. Reverand, a su lado, lo abrigó con una gruesa manta de paño. Al atravesar el puente sobre el río una gélida bocanada los envolvió. Cerró los ojos al sentir la helada puñalada de la impetuosa corriente. El anfitrión le tomó una mano. Apretó instintivamente la línea de mandíbula. Le sobrevino un violento acceso de tos. Reverand, advertido de la crisis, le alcanzó una escupidera de madera. Un súbito retorcijón lo dobló sobre el asiento. El fétido olor que salió de sus ropas invadió el interior del coche.
Mariano Montilla y José María Carreño salieron a recibirlos en ropas de montar. Un par de horas antes habían hecho el camino con el equipaje de su Excelencia. Carreño había apostado a varios de sus hombres en los sitios menos confiables del trayecto. Montilla, abriendo los brazos, anunció haber dispuesto lo necesario para el alojamiento. Una mirada de Palacio confirmó un piquete de guardia frente a la casa de habitaciones. En una silla de mano entre él y un ayudante lo trasladan a un cuarto de paredes altas. Una mujer oscura y robusta ayuda a asear a su Excelencia. Reverand ordena un baño fuerte para moderarle la fiebre.
— Ha sido una locura haber permitido montar a caballo.
Arde en fiebre. No prueba el caldo de paloma que le ofrecen ni quiso los medicamentos. Reverand insistió en la aplicación de un emplasto de eucalipto, cuya preparación vigila con aire adusto el general José María Carreño. Apenas mira el mueble de los libros, una veintena de gordos volúmenes de pasta dura. Duerme intranquilo esa noche y las diez siguientes. Palacio lo cubre varias veces con una gruesa manta de guerrero.
— ¡Llévame a cubierta, José! ¡Pronto amanecerá!
Palacio mira el reloj de pared. Son las cuatro y cuarenta de la mañana. Afuera hace frío. Alcanza a mirar en el pasillo una luz que viene del portal donde hay dos hombres vigilando la noche que ulula en los altos ramajes de las bongas.
— ¡Quiero ser el primero en ver tierra! ¡Mira! ¡Allá! ¡El árbol! ¡Es el árbol del paraíso! ¡Vende toda Aroa, alístame un caballo! ¡Vamos, Palacio: no te hagas de rogar!
Muere al término de un mediodía infernal. La agonía, el delirio, le ganan el paso a una voluntad firme. Pleno, extrañamente recuperado, le dicta al notario de la ciudad una ratificación de su testamento. Un cura de los alrededores le suministra los santos óleos. “No creo en Dios, pero lo acepto”. A solas escribe un documento breve en el que se despide sin amargura de la patria en la que aró inútil. “Muero a voluntad”. Nadie lo oyó. Palacio, al abrir la puerta, lo encuentra dormido, recto, cubierto con la manta hasta la altura del enflaquecido pecho. En la mesita contigua descubre la pluma de ganso, el tintero, el papel que él mismo le procuró. La esfera del reloj de pared señala la una de la tarde. Reverand, el Marqués de Mier, Montilla, Carreño entran en silencio. Cada quien se adjudica sitio al lado del cadáver. Para muchos de los compañeros de batalla de Bolívar la vida acaba allí. Solo serán recordados en la medida en que no lo olviden a él.
Palacio se arrodilla al pie de la cama y le toma una mano enflaquecida, sin calor, incapaz de moverse, de impartir una orden, de prolongar una caricia. Nunca nadie se preocupó tanto por él ni lo quiso como el hombre que hace un momento ha muerto. Lleva la mano libre a la frente del muerto. El tío no lo oye. Llora Palacio a sabiendas de la inutilidad de un gesto que no traerá de vuelta a Bolívar. Nada más podrá hacer por su tío, el único que tuvo, el único al que quiso.

La casa

Para Clinton José y Luisa Fernanda

Al universo físico — no al imaginario, tampoco al afectivo— le hace falta una casa de madera de dos macizas plantas, que alguien con disculpable ingenuidad soñó eterna.
Al morir — en una pieza de la segunda planta —fue la última imagen que se llevó con él. No conocí al hombre, porque el tiempo estableció entre nosotros una barrera de sucesivos nombres, pero soy el único de sus descendientes que lo retengo en sus esmeros, que creo recordarlo en la fidelidad de sus esfuerzos más felices. Sobra decir que el arco de mi mirada, el porte, la forma de caminar apoyado en la pierna izquierda, me ligan a un mitológico antepasado que introdujo el cultivo del tabaco, por medios nada lícitos, en esta parte del país, una vez la anarquía tomó el lugar de la colonia.
La casa fue desmontada, pieza a pieza, en el transcurso de una sola noche, en una jornada de fantasmas que pertenece, sin duda alguna, a la jurisdicción de la infatigable imaginería popular.
Nadie salió a indagar el ruido de los golpes, el mundo de sombras que pobló la noche de Riofrío. Todos —al menos las cien almas que entonces hacían de Riofrío un pueblo silencioso, acaso feliz en medio de las plantaciones de tabaco— permanecieron en el más estricto recogimiento que la fe o la ignorancia dictó a sus buenos corazones.
Fingieron, acaso, soñar a un hombre, a dos, a muchos, más que el número de todos ellos juntos, que al amparo de la noche, protegidos por su complicidad, desmontaron cada puerta, cada pared, cada balcón, cada escalera de la casa, movidos por el imposible deseo de devolverla intacta, libre de la corrupción de los hombres a la cabeza del muchacho que la ordenó levantar para regalarla a su mujer.
Hubo más sol alrededor del vecindario, más cielo que compartir al principio de un verano de plomo. Algunos extrañaron quizá más de lo permitido la ausencia de sombra, la frescura que proyectaba la fachada de balcones a las horas más inclementes, pero, al final, al cabo de unos tantos años, la casa se volvió recuerdo, anécdota, leyenda y, sobre todo, olvido. La vida tenía que seguir y siguió, porque vivir sea quizás la única ley a la que nadie falta, la pena que todos queremos prolongar violentando los límites de una biología humana aún adolescente.
—Toma —aún veo a mi madre extendiéndome la amarillenta fotografía —. Esto es lo único que nos pertenece – Luego la vi subir al taxi que la llevó al aeropuerto. Se marchaba de un modo rotundo. No volvería a verla más.
En el papel amarillento de la foto, la casa no disimula la alegría de sus dueños. El aire de la arquitectura, la imponencia de las formas, hacen pensar, ingenuamente, en el poder de una época llamada a la eternidad, en la que el hombre confió su destino a una nueva religión: la fe de la razón.
Guardé en un bolsillo la fotografía. En la sala, mis abuelos esperaban silenciosos, indiferentes, habituados a las separaciones, a medir las distancias con la muerte.
Coloqué detrás de la foto de mis abuelos la que mi madre acababa de entregarme. Mi abuela me cubría con sus brazos gordos y pequeños. A su lado, mi abuelo, amplio, grande, jubiloso, intentaba acariciarme el cabello revuelto. Había en ellos aún una inicial confusión de sentimientos. Mi madre no aparecía en la imagen, pero era evidente, para un observador mediano, que acababa de pasarme, sin ninguna mediación de intereses, de sus manos al pecho directo de mi abuela. Una amalgama de temor, alegría y esperanza rodea la mañana de la fotografía. Me retiré unos metros. A la distancia adecuada, quien intentara marchar al porche de la casa, podría ver, desde siempre, a una pareja madura sosteniendo entre sus brazos a un niño de meses, rollizo, de cabello rubio ensortijado. Satisfecho marché a la cocina a preparar el almuerzo.
A cada cual le llega el momento de hacer uso de sus alas. Un día que sé cercano me verá tomar vuelo en un cielo azulado que preludia la noche cerrada sobre el mar. En la sala permanecerá la casa que le hace falta al universo. En la mesita, en la ilusión que prolonga la foto, al cuidado de mis abuelos, en la sala a tientas de otra casa, estará a salvo o expuesta a lo inexorable.
Su ausencia no me afectará. En el bolsillo guardo un talismán de alas poderosas. La presencia de mis abuelos me hace el hombre más fuerte, el más dichoso y, quizás, el más seguro de todos. El mundo puede faltar mañana mismo si alguien lo quiere.

Tomados del volumen de relatos La paradoja de Jefferson. Santa Marta, Septiembre de 2007. Clinton Ramírez C.