Para Cárul Ramírez C
El tulipero
Tomas Jefferson fue el tercer presidente de la Unión Americana. En 1819 tal vez, retirado en Virginia, concretó un aplazado proyecto. Quería sembrar en el jardín de su casa un tulipero, árbol que hizo traer de un apartado bosque del estado.
Los vecinos le advirtieron de la inutilidad de la empresa al antiguo granjero. Desconocían en el venerado dirigente al hombre a quien habían elegido dos veces presidente, al que secundaron en la idea de crear un partido, al que le dieron dinero para fundar la universidad del estado en Charlotesville. Un acto insensato. El árbol tardaría años en crece. Sus ramas se tomarían otros muchos antes de alcanzar el cielo de Monticello. La severa moral americana, intrincada ya en la joven nación, exigía beneficios más tangibles, más inmediatos.
— Cuando el tulipanero sea un árbol de veinte metros, usted y yo no estaremos para disfrutar de su sombra—, le confesó alguna tarde un viejo amigo.
Una hoja verdiazulada cayó cerca de la pareja de ancianos. El tronco del árbol no medía aún un metro de diámetro. Un golpe de vista bastaba para identificar su rama más alta. El cielo seguía muy arriba, indeterminado, indiferente a las acciones humanas.
Jefferson estaba sentado en un mecedor de balancines. Un antiguo colaborador suyo se lo había hecho traer de un bazar holandés. En su segunda presidencia el mecedor lo había salvado de tomar más de una decisión acalorada. Al concluir el mandato lo único que llevó consigo a Monticello fue el mecedor de las penas, las iras y las pequeñas venganzas. Las circunstancias en juego exigían una respuesta de una contundencia simple. El dinero invertido, el tiempo que el árbol tomaría en crecer, el escaso beneficio que recibiría en vida. Su dialéctica empezó a trabajar de manera lenta. Enfocó el horizonte inmediato. El sol en su retirada cubría de momentáneas islas rosadas el cielo. En la tarde calurosa una mesita blanca —entre los hombres— sostenía una jarra con limonada y dos vasos. El tulipanero se había convertido en una auténtica espiga en el ojo. Comunicar una decisión de Estado habría sido más fácil, menos envolvente. Observador, disimulado, buscó en el piso una escupidera inexistente. Toda la vida había practicado juegos verbales íntimos, ceremonias incomunicables que apenas satisfacían su vanidad intelectual, sus gustos aristocráticos. En los alrededores, al otro lado del profuso jardín, los chicos del vecindario jugaban con un madero sin pulir a darle a una pelota. El emocionante desarrollo del juego concentró su atención. El vecino no tardó en seguirlo. Uno y otro examinaron la mecánica de un entretenimiento infantil que contagiaba a los mayores. En un campo de la universidad estatal alguien —un tal Brown— había propuesto, no hacía mucho, la organización del juego del bate y la bola como un deporte formal. “Esta es una nación de oportunidades”, anotó el ex presidente. “Una nación absurda”, puntualizó el vecino. El conservadurismo del amigo lo irritaba, aunque igual le servía para espigar en terreno sólido sus ideas. Buen hombre de Estado había procurado tener a lado y lado de su sillón a hombres que pensaran distinto para tener con quienes sopesar y confrontar, así no lo hiciera de manera pública. Nunca dejaría de preferir a sus adversarios de ideas. A los partidarios en cambio, a los áulicos, a los simpatizantes de entendimientos alegres, los había mantenido a distancia sin ofenderlos, entregados a la rutina, a la técnica de la administración. La política tampoco jamás lo abandonaría, lo perseguiría adonde quiera que fuese. Muy a su pesar tendría que tomar decisiones que afectaban o servían a otros. Quien anotó que en el mundo había un exceso de políticos precisaba examinar mejor la realidad. Los hechos siempre serían de una materia firme aunque esquiva al entendimiento inicial. Había más bien una escasez de políticos. A la gente le interesaba poco —muy poco— tomar decisiones directamente. El hombre común prefería que otros las tomaran, quizá para evitar responsabilidades innecesarias, pero también para tener en quién expiar la propia falta de valor. Hubiera preferido ser un granjero común, solo que los hechos o una energía superior a su voluntad, a sus preferencias, lo había obligado a ser un hombre de acción. Un mimado del poder. Muchos le habían formulado esta acusación. En su defensa, medio en broma, medio en serio, argumentaba que él más bien era un esclavo de las ideas, un fanático del progreso humano. Alguna vez, acorralado en una entrevista que escrutaba su sed de poder, había tenido una salida magnifica. “Algo de Alejandro o Napoleón debió haber en la sangre de mis padres. Quizá la energía de esos hombres no haya aún abandonado el universo”. Risas. Aplausos. Muerto de miedo agradeció con íntima satisfacción que la indagación hubiera derivado a temas menos metafísicos. Se sentía acorralado. No encontró al alcance una escupidera —imaginaria, por supuesto— en la que desahogar el miedo a equivocarse. Haberse atrevido a sembrar un árbol que tardaría años en derramar su sombra sobre los pabellones de Monticello no encerraba ningún sin sentido. Más bien el dilema estaba en la forma de actuar del vecindario, que en verdad no parecía preparado para pensar en el futuro, en el destino de anónimas generaciones. La inversión que hiciera en el trasteo y la siembra del tulipanero no se diferenciaba en nada de la inversión efectuada en la fundación de la universidad estatal. Los verdaderos beneficios se verían al término de muchos años. Quizá nadie, ni siquiera él, los podría identificar todos.
Hubo dos cambios de turno al bate. Al principio del tercer cambio de turno, el ex presidente volvió el rostro a su vecino de mecedor. Ninguna empresa le había sido esquiva y la que tenía frente a él lo sería menos, pero no deseaba ofender el buen sentido del amigo. A uno y otro la vejez los convocaba. Muchas tardes quedaban por compartir en una sucesión con cortes precisos, tal vez anticipados en una invisible tela. Una modesta lucidez le ensombreció la mirada. Su discurso fogoso cedió lugar a un ejercicio de amistosa prudencia.
— Es verdad —comenzó diciendo—, usted y yo no contamos, pero si mira a alrededor suyo va a entender. El tiempo invertido en la siembra de nuestro árbol no será un tiempo muerto —reparó en el tronco, en las ramas en expansión. Su interlocutor hizo otro tanto—. Nadie impedirá que otros disfruten los beneficios de su sombra. Ahí tiene usted al fin mi definición del poder. Esta es la riqueza de la que ningún economista dice nada.
El argumento sonó convincente. Un chico saltó en el jardín. Jefferson sirvió una nueva tanda de limonada. El chico, un pelirrubio fortachón, recogió la pelota cerca de la raíz del joven tulipero. El árbol no medía más de cuatro o cinco metros. El vecino volvió a reparar en el tronco, en las delgadas ramas del árbol. Él mismo, al igual que medio Monticello, había acompañado el recibimiento del tulipero unos meses antes. Un salto regresó al chico a los límites del improvisado campo de juego. Los hombres lo vieron balancear el cuerpo, lanzar la bola por encima del hombro, en un movimiento poderoso, lleno de vigor, de dura competencia. Movimientos como el del chico, pensó Jefferson, habían hecho de la Unión una nación sobresaliente. Una sonrisa de tácita aprobación leyó en los ojos de su interlocutor de jardín y amigo de limonadas.
— Mírelos. Ellos son la verdadera riqueza. Los árboles que esta nación precisa cultivar.
En el corto plazo nadie equivoca un argumento. En el largo plazo nadie recuerda con agrado las viejas ideas. El sentido común terminó acaso concediendo razón al amigo de Jefferson. Razón en una dirección elemental. El tulipanero creció. En algún momento, impreciso, indeterminado, sobre el que apenas es posible imaginar un registro solitario, comenzó a ofrecer los beneficios de una sombra cada vez más espesa. El carismático ex presidente de la Unión había pasado a ser solo un nombre ilustre al principio de una lista populosa. Los chicos del vecindario crecieron, estrenaron bigotes, corrieron al frente tras las glorias y las miserias que la guerra reparte generosa. Muchos de ellos marcharon a Nueva York: la socorrida ciudad de todos. Algunos, menos esperanzados, imbuidos de la silenciosa tenacidad de Jefferson, movidos por extrañas corrientes invisibles, tomaron el áspero camino de los nuevos estados del oeste. No pocos jugaron en las ligas pioneras de un deporte que se transformó en la industria más popular de los Estados Unidos. En un tiempo que marcha a saltos, Lincoln muere a manos del actor aficionado Booth, el sur arde, el Bambino se cansa de batear, los japoneses atacan posiciones americanas en el pacífico, Marilyn Monroe se esfuma y J. F. K. cae atravesado en Dallas.
Miles de hombres envidian, envidiarán, el exclusivo tiempo del tulipanero. Se conserva la mecedora de Jefferson. Una parte de su jardín de Monticello sobrevive o imagino que lo hace. Otras manadas de chicos —todos ellos de recio color— juegan frente a la casa del ilustre ex presidente. Las tardes del tulipanero parecieran tocar el infinito con sus ramas. Observo la bonga que detuvo alguna tarde la mirada moribunda de Bolívar en su viaje a San Pedro Alejandrino. Pienso en el árbol de Jefferson. Ninguna duda cabe. Una tarde hermética lo resguarda de la furia del norte que azota las calles descubiertas de Santa Marta. Estará próximo a coronar la altura que su naturaleza le permite.
Esperanza de Goethe:
El bosque de hayas
Al otro lado del Atlántico, Goethe, que aprendió a amarlo todo con serena intensidad, tuvo una suerte distinta a la de Jefferson. No sé si lo favoreció o lo condenó el simple hecho de ser escritor.
A los 35 ó 36 años, Goethe, que urdía la primera parte del Fausto, emprendió la tarea de plantar en Weimar, no muy lejos de la casa de la familia, árboles de robles, de hayas y abedules. Los sembró sin ayuda de nadie.
Los árboles transformaron el sitio en un bosque muy visitado. Su fama creció en la medida en que lo hizo el prestigio de Goethe. El amor lo condujo al sur de Europa, la escritura lo mantuvo confinado a la mesa de trabajo, los halagos públicos lo obligaron a ser frívolo. Sin faltar a una hermética fe, en los días de más calor, Goethe escapaba al bosque. Marchaba solo o en la compañía de F. von Schiller, huyendo siempre del asedio de la horda de románticos versificadores que se habían apoderado de Weimar. Al morir Schiller —una muerte prematura que lloró a solas, en silencio—, el bosque lo veía llegar acompañado de muchachas ansiosas de su saber, pero más aficionadas sin duda a sus deslices líricos, que no fueron pocos.
No se conoce un caso de fidelidad semejante. Al regreso de un primer viaje a Italia corrió al bosque, que comenzó a llamar “el bosque de hayas”. Carlota von Stein, la otra Carlota, no sólo le enseñó el valor del amor adúltero. Ella misma le regaló —en medio de una avenida de robles jóvenes— dos observaciones exactas: atemperar el estilo y la conveniencia de introducir otros temas en su obra. Cerca de allí, en la pieza de una antigua hostería, finalizaron la relación de común acuerdo. En las calles vecinas el invierno invitaba a la melancolía, de ninguna manera al amor físico. En un extremo del bosque planearon un encuentro final. Al pie de un frondoso roble la pareja se detuvo. El invierno cedía sus medidas a una tarde agradable. Nunca del todo bien puesto frente al misterioso proceder de la amante, admitió caminar en el borde mismo de una pérdida admitida. Quería agradecer en ella el amor adorable, cantar las delicias de la conversación, alabar el arte de los años. Nada en lo que pensó parecía estar a la altura y riqueza de estilo de la amiga. Un comentario trivial acudió a sus labios. Todo lo que está adentro // está afuera. Carlota cerró los ojos y él la besó algo trémulo.
En el bosque de hayas, el genio adoptivo de Weimar, el ex servidor del duque Carl Augusto, hizo lo que quiso, lo quería y lo que pudo. Al amparo de sus árboles había confirmado que la mano que el sábado empuña la escoba es la que mejores caricias prodiga el domingo. Su arte más acabado corre parejo con la popularidad del bosque. Allí concibió poemas, adelantó la teoría de los colores, discutió con la sombra de Schiller el futuro de Weimar.
Le robó espacio a la muerte y le restó tiempo a la redacción de la segunda parte del Fausto —una escritura que lo mató en más de un sentido— para compartirlos con los árboles que sembró medio siglo atrás, cuando en el corazón conservaba restos de la tragedia del pálido Werther. Arribaba a su paraíso al principio del crepúsculo. Salía de allí entrada la noche en los cielos plomizos de Weimar. En silencio, metódico, elegante al caminar, fingía no ver las parejas de amantes entrelazadas, cuchicheantes, camino de las sombras más espesas.
Quiso creer en la inmortalidad de su bosque de hayas. Entiendo que esta fue una refinada manera de anticiparse a la destrucción de una forma amada. “Esta es la obra por la que recordarán al querido Werther”. La frase, salpicada de coquetería, es, por supuesto, de Carlota Stein, pero pudo haberla inspirado Carlota Buff, la mujer que lo despreció a los trágicos veinte. No estaba nada mal admitir la mentira que dictaba el momento. Ella lo había engañado antes y él la engañaba para siempre. Yo hubiera procedido igual al sentir escapar sus manos de mis manos. En un encuentro imaginario me habría detenido a escudriñar el oleaje de la despedida en sus ojos de belladona. Se acomodó la bufanda antes de tomar el camino de regreso. Una sonrisa infantil iluminó su boca sin dientes.
Nada tenía pero lo tenía todo. Atrás los impulsos irrefrenables, la profunda y dolorosa felicidad, la fuerza de volátiles odios, el poder —vano a la larga— del amor. Una adorada isla seguía en él. Había vivido una vida omnívora. Saberlo lo hacía insensiblemente feliz. Recordó un versículo que Schiller le enseñó. Suyos serían el dominio del día y el dominio de la noche. El lucero grande y el lucero pequeño. La poesía era su única verdad, un arte iluminador, una ciencia extraña que unía lo efímero y lo eterno.
Alguna vez había cantado lo efímero del amor, de la belleza y los árboles. Una justicia de formas acudió esa tarde a la claridad de su ventana. El poema lo inspiraba otro de Safo, la privilegiada de Lesbos, que gozaba como goza hoy de absoluta eternidad. Agotó el sendero. No aspiraba a entenderse. Nunca intentaría cruzar el vano tras el que se exhibía sentado en un sillón un Goethe irónico, profundo, enigmático. Entender una vida, hacer de ella una fórmula, un absoluto, la disminuía. Un hálito de buen humor lo despidió a la entrada de su casa. Reparó, un instante apenas, en la forma familiar de la alta puerta. Su preparación para la muerte estaba cumplida.
Lo efímero tarda en concretarse. Tumultuosas generaciones de hombres no miden sus términos. El nazismo transformó el bosque en un campo de concentración. Ningún árbol sobrevivió. Su destino eran la madera, la ceniza, el humo. El progreso —que encarnó Fausto como una metáfora de la destrucción— exige estos pequeños sacrificios de la materia. Marx — otro lúcido y demoníaco alemán, que a la sazón sobrevivía a la adolescencia— lo expresó mejor. Todos los sólidos se desvanecen en el aire.
Sueño de Bolívar:
La bonga
Pide al anfitrión detener el coche. Atrás quedan las mezquinas calles coloniales, empedradas, irregulares. Las manos de tres siglos han alcanzado el escrupuloso propósito de encerrar la ciudad en el interior de unas casonas de muros herméticos. Le resulta incomprensible el empecinamiento que cada quien pone en vivir enclaustrado. Miles de miradas continúan adheridas a las celosías. Nadie se ha resistido, muy a pesar de los remilgos, de las prevenciones, al cuchicheante deseo, tan poderoso como el rumor del mar, de verlo tomar el camino de San Pedro Alejandrino. La escolta a caballo detiene la lenta marcha.
Hace una tarde fresca. El mar, oculto tras una línea de ásperas montañas, sopla con fuerza en los vecinos bosques de cardones. Una hora antes el fragor de los trapiches de caña ha cesado.
Aunque lo intentó le fue imposible retirar la enfebrecida mirada del árbol. Ahora lo tiene a menos de una legua, alto, imponente, bamboleando las ramas al furor de un norte implacable.
El médico Reverand prescribió la reclusión en la hacienda. Él confía, según explicó ceremonioso, en una mejoría que la ciencia no está en condiciones de ofrecer. Unos días atrás, presidido por el Marqués, salió a recibir en la propia cubierta del bergantín Manuel a su Excelencia. En una silla de mano el cuerpo mareado, bilioso, ardiendo en fiebre, fue conducido a la casa que el anfitrión dispuso. Le llamó la atención, al rompe, lo flaco que estaba, el color pálido de las manos, las inconfundibles excoriaciones de los mustios labios. La noticia de la afección pulmonar movió el ánimo conciliador del Marqués de Mier. Muy susceptible a las veladas advertencias del Obispo logró que el médico le hiciera un profundo y detallado cuadro de la enfermedad que aquejaba al Libertador. Una comisión de principales —de la ciudad más renuente a la causa libertadora— solicitó, por conducto del Obispo, la conveniencia de trasladar a su Excelencia a la hacienda. “Allí el aire es más benigno, le permitirá una recuperación más expedita”. El Obispo, en la sala de la casa episcopal, creyó un deber esmerar la dicción, no fuese algún defecto suyo en la conversación a contrariar al Marqués de Mier, quizá el más solicito benefactor de la catedral. La disculpa del anfitrión resultó menos forzada:
—La hacienda es magnífica, Libertador. Hay árboles, jardines, mucha actividad en los trapiches, y el río la atraviesa. He preparado una biblioteca a su gusto. Monte Cùculi, Plutarco, Cervantes, Rousseau, Emerson, Jefferson, su amigo Lancaster. Me he cuidado de agregar unos ejemplares de Le Globe. En Francia siguen muy atentos a su gobierno.
No respondió. A quién podía interesarle la salud del gobierno de un tísico en un país de insufrible pobreza. Recordó que en Marsella, un puerto de conspiradores, agotó unas semanas el general Santander en su destierro europeo. Él, en cambio, quiere volver muy en secreto a Venecia. En un palacio cerca de San Marco conoció el burdel más espléndido de Europa. Ningunos como aquellos días. Ninguna mujer como una innombrable que entre sedas, vapores de vinos, le prodigó a sus inexpertos años una educación sin límites. La ventana principal de la habitación le ofrecía una vista limpia del atrio, de las escalinatas, de la alta puerta de la catedral. Releyó sin esfuerzo la inscripción en latín que preside el frontis del edificio. La noche anterior, al amparo de la brisa, el Obispo en persona atravesó sigiloso el atrio. Vino, según dijo, a hacerle algo de compañía. Inútiles resultaron las advertencias del Marqués de Mier. No estuvo en él evitar cierta repulsión al estrechar la mano del adusto moscón. Hizo gala de su mejor humor de cortesano. “Aún no pierdo mi partida. Soy indiscutible en el tresillo”. El Obispo, a la derecha del anfitrión, cortó el naipe. “Todavía conservo mi bastón de comandante”. El obispo, mientras repartía, observó la pieza, un ejemplar de carey en cuya empuñadura destacaba un busto de Napoleón. El Libertador bromeó a sus anchas, confirmando el encanto, el respeto que aún inspiraba. “Sí, el general Santander sabe coger el trompo. Ya lo conoce. Una vez me dijo: — Baile el trompo que quiera que yo, el más leal soldado de la patria, procuraré mantenerlo en la mano”. Hubo risas. “Ignoro aún a qué trompo se refirió”. El Obispo creyó una obligación celebrar el buen estado de salud de su Excelencia. “Espero que el general Santander ande por Marsella. Pienso reunirme con él”. El Marqués de Mier oscureció el ceño y miró a Palacio, insoslayable, siempre al lado de Bolívar, observando el desarrollo del juego. El esfuerzo de disimulo fue superior a las agotadas fuerzas del Libertador. La vanidad o el orgullo mueven montañas. Lejos de él que el astuto prelado notara en su rostro un cansancio final, definitivo, propio de quien perdido el temor a la muerte sufre el rigor de una inmortalidad penosa. El Obispo alabó la mesura de genio, la capacidad metafórica de Santander. “Así es”, confirmó. “Es un hombre de una inteligencia helada, antigua”. Santander, que cumplía pena de exilio en Ginebra, como anotó sin énfasis el Obispo, jamás había hablado de trompos, ni de cartas. En su prosodia legal solo cabían los tratados, los parágrafos, las cifras fiscales, la milimétrica distribución de cargos. Divertirse un rato a costa del Obispo no estaría mal, porque, después de todo, el ladino visitante, y mejor jugador de tresillo, se daba sus mañas principescas antes de entrar en el verdadero tema a tratar. El Libertador pensó si no sería una exageración invitar al Obispo a bailar minuet. Con la punta del bastón imperial marcó un par de compases de una pieza famosa que en sus años mozos bailó en una sala de Madrid. El Obispo fingió una nueva derrota al tresillo. Palacio pretextó un invisible llamado de Mariano Montilla. El Marqués de Mier salió poco después, según dijo, a hablar con el doctor Reverand. La entrevista no consumió más de diez minutos. Una frase de un hermetismo crónico puso fin a la misma “A usted encomiendo mi corazón, cuídelo de la fe de los buitres”. El Obispo salió. Una pequeña escolta al mando de Montilla lo acompañó hasta la entrada de la casa episcopal. Palacio entró con una cobija. El Libertador temblaba de frío. El médico ordenó conducirlo de inmediato a la pieza de la segunda planta. Allí, a la vista de sus hombres, le desnudó el magro pecho para aplicarle un emplasto. No había dormido bien. Sin retirar la mirada de la puerta de la catedral fingía escuchar las explicaciones del Marqués de Mier. El anfitrión volvió a enumerar, prolijo, diestro en su juego particular, los títulos de la improvisada biblioteca que hubiera dispuesto en la casa de San Pedro Alejandrino. “No será la de Alejandría pero le va a encantar. He incluido una joya: el primer ejemplar de El Quijote introducido en estas tierras”. Tampoco esta vez ganó la atención de Bolívar. Empleó, como último recurso, la estratagema de traducir de memoria el contenido de un artículo reciente de Le Globe. Pensó en la expresión del Obispo al despedirlo, la manera en que le tomó las manos. “Me ha despedido de un modo total”. “Ya estoy muerto. Él se ha tomado la molestia de abrirme la puerta de Dios”. Cambió de postura. Palacio le estiró un faldón de la levita. Posee para consumo exclusivo una imagen irónica de Cervantes. Es un hombre afilado y rengo, en puros huesos, que en las destruidas calles de una Cartagena sitiada y hambrienta recibe en una mano inexistente limosnas en lugar de los impuestos de su Rey. “Bendito el anónimo funcionario que le negó la plaza de recolector de impuesto en América”. Un espejo del alto de un hombre le devolvió la imagen de un Bolívar que aún se parecía al hombre orgulloso, lleno de ideas y de sueños que quedaban en su mente sin realizarse. Sonrió. No. No podía pagar con una respuesta de inútil descortesía el esmero que el Marqués de Mier pone en su ingrata embajada de aislarlo. Ninguna importancia tiene que los libros hayan perdido para él el interés de otros tiempos. Ningún elogioso artículo de prensa hará el milagro de arrancarle de la mirada apagada la mancha de desolación que le produce la confirmación definitiva de su fracaso. Está muerto. Ni siquiera alcanzará a embarcar, a tomar el camino del mar. La causa, sin embargo, hay que mantenerla en orden, alentar la idea de un pronto regreso. “El fuego quema a los efímeros”, pensó. Incurre deliberadamente en una sentencia de amarga incomprensión. Un nuevo amago de sonrisa le contrae el ensombrecido rostro. “Salimos a la hora quinta”, comunicó el anfitrión. Palacio terminó de abotonarle la levita. Un sirviente anuncia en el salón que el coche espera. Rechazó la silla de mano. Apoyado en el brazo de Palacio inicia el descenso de la escalera.
Joaquín de Mier le ofrece la mano. La salud de su huésped empeora con el viaje. Su mirada se cruza con la de Reverand. El hombre que lideró la expulsión de los ejércitos españoles de un continente entero en las condiciones más adversas no da para tenerse en pie. Ni siquiera él, un hombre enterado de los rigores de la intemperie, que conoce de los estragos de la guerra, está en el papel de soportar la lástima, el embarazo que le produce la derrota corporal de su temido invitado. Sintió la mano flácida, caliente, y percibió el aire vidrioso que le domina la mirada.
—Allá — lo oye decir. El Marqués mira en la dirección que El Libertador indica más con la voz que con el índice tembloroso —. El árbol.
Un árbol alto, robusto y joven alza sus ramas entre la brisa silbante. Lo vio aparecer a la izquierda de la ventanilla una vez el coche tomó el primer recodo y la ciudad entera quedó atrás asomada a las ventanas. Estuvo haciendo cálculos sobre la altura del árbol, la dimensión del tronco, la distancia que lo separa del camino transitado. Da un paso apoyado en el bastón.
Una nerviosa alegría domina los ojos de aquel despojo de hombre. El Marqués de Mier vuelve a interrogar al médico. Una disimulada inclinación de cabeza admite la petición del ilustre enfermo. Palacio desciende. Igual él depositó una mirada aquiescente en el médico.
No se engañó esta vez, él, que tantas veces lo hizo. El árbol —una especie de bonga, muy común en el área— sobresale en el conjunto por la altura que exhibe, el poder del tronco principal, la frescura de las altas ramas ululantes. Un nuevo intento de sonrisa fracasa en las líneas de unos labios marchitos. Una súbita idea copa su atención. Piensa —abierto de mente, listo de ideas— que no marcha a la muerte, ni al destierro —una forma de la muerte más infame— sino al encuentro del árbol, de un amigo, de un igual que espera por él desde mucho antes de su concepción y de su nacimiento. Es inevitable no acordarse de la hacienda de sus padres. Quizá no vuelva a verla más. Eso es la vida, se dice, una sucesión de pérdidas.
Mira a Palacio. Un paso más y siente la ausencia de la vigorosa mano de Joaquín de Mier en su antebrazo izquierdo. Tiene derecho a un último capricho: un acto íntimo, único, de su absoluto control, libre de las miradas fúnebres del cortejo acompañante.
Acaso no quiso reconocerlo. Toda las vidas que giraron alrededor suyo encuentran pleno sentido en este momento que el ánimo adverso de una ciudad les permite involuntariamente. Recuerda la descripción que Humboldt hiciera del árbol. Memoró la lámina de Bonpland, el ayudante del Barón, un dibujo esmerado que Celestino Mutis antes de morir colocó en una vitrina de su casona de Bogotá. La certeza lo anonada, no tanto la fiebre, ni los males que el vencido cuerpo resiste. La descripción leída, el dibujo examinado a la luz de un velón, y al que tuvo acceso de manera accidental en el corto tiempo en que anduvo escondido de los conjurados de septiembre, habían sido en verdad un aviso, un extraño anuncio de la Providencia, pero solo ahora en que mereced a la hospitalidad del Marqués de Mier marcha a un encuentro sin retorno, la espera del árbol real coincide con el estudiado, descrito y dibujado por los dos sabios europeos. A diferencia de los hombres que trató, mandó y enfrentó el árbol ratifica de cerca la singularidad anunciada a la distancia. Por una vez en su vida, concluye, la realidad y su apariencia coinciden.
Palacio se acercó para ayudarlo a montar. No lo sintió. El hombre al que cuida más allá de los lazos de sangre que los une está en las últimas. En el menudo cuerpo no le queda el menor residuo de la energía sobrenatural que lo empujó a soportar hambre, ignorar el frío, a editar travesías memorables y ganar batallas imposibles. Sintió con pena haber alzado el cuerpo de un niño.
Intentó tomar las riendas. Bolívar atacó los flancos de la bestia. Un milagro —el orgullo— lo sostenía en la montura, y la brisa de inicios de diciembre le agitaba los faldones de la levita de granadero. Palacio temió que el empuje del norte lo elevara y luego, sin más, como un pequeño navío presa de las furias de las aguas, lo lanzara fuera de la vista de todos. Apretó instintivamente las piernas para prestarle al Libertador, así fuese con el deseo de la impotencia, el equilibrio de sus poderosas extremidades. Ninguna batalla en las que acompañó a Bolívar le pareció más angustiosa ni menos incierta que esta que el moribundo guerrero emprendía a merced de una brisa empujada por una guardia de ángeles retozones.
El caballo, siempre a la izquierda, cubrió el trayecto. Se detuvo a unos metros del imponente árbol. Era un árbol alto, poderoso y joven. Pensó en la juventud. Un don irrecuperable, una etapa misteriosa que él cruzó sin ver, sin sentir, sin pensar, aferrado a una causa condenada que inventó y le metió a otros en la cabeza a fuerza de palabras, de amenazas y sacrificios. Siguió haciendo cálculos. No lo desalentó el dictamen de las cifras. Ni siquiera siete hombres de la altura y complexión de Palacio alcanzarían a cubrir la robusta base del tronco con sus brazos. Siempre sería necesario un hombre más para alcanzar todo el tronco en un solo abrazo. Al pie del árbol, sin descender de la bestia, enfrentaba el resto de la tarde. El tronco le confirmó cada giro de la escritura humboldtiana. Reconoció en la minucia de las ramas el exagerado naturalismo de los trazos del endeble Bonpland. Regresó más animado, venciendo la resistencia de la brisa, y descendió exhibiendo un vigor que no pasó inadvertido. Subió sin ayuda al coche. “Nos fuimos”. Una señal al cochero ratificó la orden de marchar. Atravesaron una sucesión de pequeños valles. No pronunció una sola palabra. La hacienda apareció a la derecha, seguida del río, envuelta en las primeras sombras, exhalando el olor de los hornos recién apagados. Reverand, a su lado, lo abrigó con una gruesa manta de paño. Al atravesar el puente sobre el río una gélida bocanada los envolvió. Cerró los ojos al sentir la helada puñalada de la impetuosa corriente. El anfitrión le tomó una mano. Apretó instintivamente la línea de mandíbula. Le sobrevino un violento acceso de tos. Reverand, advertido de la crisis, le alcanzó una escupidera de madera. Un súbito retorcijón lo dobló sobre el asiento. El fétido olor que salió de sus ropas invadió el interior del coche.
Mariano Montilla y José María Carreño salieron a recibirlos en ropas de montar. Un par de horas antes habían hecho el camino con el equipaje de su Excelencia. Carreño había apostado a varios de sus hombres en los sitios menos confiables del trayecto. Montilla, abriendo los brazos, anunció haber dispuesto lo necesario para el alojamiento. Una mirada de Palacio confirmó un piquete de guardia frente a la casa de habitaciones. En una silla de mano entre él y un ayudante lo trasladan a un cuarto de paredes altas. Una mujer oscura y robusta ayuda a asear a su Excelencia. Reverand ordena un baño fuerte para moderarle la fiebre.
— Ha sido una locura haber permitido montar a caballo.
Arde en fiebre. No prueba el caldo de paloma que le ofrecen ni quiso los medicamentos. Reverand insistió en la aplicación de un emplasto de eucalipto, cuya preparación vigila con aire adusto el general José María Carreño. Apenas mira el mueble de los libros, una veintena de gordos volúmenes de pasta dura. Duerme intranquilo esa noche y las diez siguientes. Palacio lo cubre varias veces con una gruesa manta de guerrero.
— ¡Llévame a cubierta, José! ¡Pronto amanecerá!
Palacio mira el reloj de pared. Son las cuatro y cuarenta de la mañana. Afuera hace frío. Alcanza a mirar en el pasillo una luz que viene del portal donde hay dos hombres vigilando la noche que ulula en los altos ramajes de las bongas.
— ¡Quiero ser el primero en ver tierra! ¡Mira! ¡Allá! ¡El árbol! ¡Es el árbol del paraíso! ¡Vende toda Aroa, alístame un caballo! ¡Vamos, Palacio: no te hagas de rogar!
Muere al término de un mediodía infernal. La agonía, el delirio, le ganan el paso a una voluntad firme. Pleno, extrañamente recuperado, le dicta al notario de la ciudad una ratificación de su testamento. Un cura de los alrededores le suministra los santos óleos. “No creo en Dios, pero lo acepto”. A solas escribe un documento breve en el que se despide sin amargura de la patria en la que aró inútil. “Muero a voluntad”. Nadie lo oyó. Palacio, al abrir la puerta, lo encuentra dormido, recto, cubierto con la manta hasta la altura del enflaquecido pecho. En la mesita contigua descubre la pluma de ganso, el tintero, el papel que él mismo le procuró. La esfera del reloj de pared señala la una de la tarde. Reverand, el Marqués de Mier, Montilla, Carreño entran en silencio. Cada quien se adjudica sitio al lado del cadáver. Para muchos de los compañeros de batalla de Bolívar la vida acaba allí. Solo serán recordados en la medida en que no lo olviden a él.
Palacio se arrodilla al pie de la cama y le toma una mano enflaquecida, sin calor, incapaz de moverse, de impartir una orden, de prolongar una caricia. Nunca nadie se preocupó tanto por él ni lo quiso como el hombre que hace un momento ha muerto. Lleva la mano libre a la frente del muerto. El tío no lo oye. Llora Palacio a sabiendas de la inutilidad de un gesto que no traerá de vuelta a Bolívar. Nada más podrá hacer por su tío, el único que tuvo, el único al que quiso.
La casa
Para Clinton José y Luisa Fernanda
Al universo físico — no al imaginario, tampoco al afectivo— le hace falta una casa de madera de dos macizas plantas, que alguien con disculpable ingenuidad soñó eterna.
Al morir — en una pieza de la segunda planta —fue la última imagen que se llevó con él. No conocí al hombre, porque el tiempo estableció entre nosotros una barrera de sucesivos nombres, pero soy el único de sus descendientes que lo retengo en sus esmeros, que creo recordarlo en la fidelidad de sus esfuerzos más felices. Sobra decir que el arco de mi mirada, el porte, la forma de caminar apoyado en la pierna izquierda, me ligan a un mitológico antepasado que introdujo el cultivo del tabaco, por medios nada lícitos, en esta parte del país, una vez la anarquía tomó el lugar de la colonia.
La casa fue desmontada, pieza a pieza, en el transcurso de una sola noche, en una jornada de fantasmas que pertenece, sin duda alguna, a la jurisdicción de la infatigable imaginería popular.
Nadie salió a indagar el ruido de los golpes, el mundo de sombras que pobló la noche de Riofrío. Todos —al menos las cien almas que entonces hacían de Riofrío un pueblo silencioso, acaso feliz en medio de las plantaciones de tabaco— permanecieron en el más estricto recogimiento que la fe o la ignorancia dictó a sus buenos corazones.
Fingieron, acaso, soñar a un hombre, a dos, a muchos, más que el número de todos ellos juntos, que al amparo de la noche, protegidos por su complicidad, desmontaron cada puerta, cada pared, cada balcón, cada escalera de la casa, movidos por el imposible deseo de devolverla intacta, libre de la corrupción de los hombres a la cabeza del muchacho que la ordenó levantar para regalarla a su mujer.
Hubo más sol alrededor del vecindario, más cielo que compartir al principio de un verano de plomo. Algunos extrañaron quizá más de lo permitido la ausencia de sombra, la frescura que proyectaba la fachada de balcones a las horas más inclementes, pero, al final, al cabo de unos tantos años, la casa se volvió recuerdo, anécdota, leyenda y, sobre todo, olvido. La vida tenía que seguir y siguió, porque vivir sea quizás la única ley a la que nadie falta, la pena que todos queremos prolongar violentando los límites de una biología humana aún adolescente.
—Toma —aún veo a mi madre extendiéndome la amarillenta fotografía —. Esto es lo único que nos pertenece – Luego la vi subir al taxi que la llevó al aeropuerto. Se marchaba de un modo rotundo. No volvería a verla más.
En el papel amarillento de la foto, la casa no disimula la alegría de sus dueños. El aire de la arquitectura, la imponencia de las formas, hacen pensar, ingenuamente, en el poder de una época llamada a la eternidad, en la que el hombre confió su destino a una nueva religión: la fe de la razón.
Guardé en un bolsillo la fotografía. En la sala, mis abuelos esperaban silenciosos, indiferentes, habituados a las separaciones, a medir las distancias con la muerte.
Coloqué detrás de la foto de mis abuelos la que mi madre acababa de entregarme. Mi abuela me cubría con sus brazos gordos y pequeños. A su lado, mi abuelo, amplio, grande, jubiloso, intentaba acariciarme el cabello revuelto. Había en ellos aún una inicial confusión de sentimientos. Mi madre no aparecía en la imagen, pero era evidente, para un observador mediano, que acababa de pasarme, sin ninguna mediación de intereses, de sus manos al pecho directo de mi abuela. Una amalgama de temor, alegría y esperanza rodea la mañana de la fotografía. Me retiré unos metros. A la distancia adecuada, quien intentara marchar al porche de la casa, podría ver, desde siempre, a una pareja madura sosteniendo entre sus brazos a un niño de meses, rollizo, de cabello rubio ensortijado. Satisfecho marché a la cocina a preparar el almuerzo.
A cada cual le llega el momento de hacer uso de sus alas. Un día que sé cercano me verá tomar vuelo en un cielo azulado que preludia la noche cerrada sobre el mar. En la sala permanecerá la casa que le hace falta al universo. En la mesita, en la ilusión que prolonga la foto, al cuidado de mis abuelos, en la sala a tientas de otra casa, estará a salvo o expuesta a lo inexorable.
Su ausencia no me afectará. En el bolsillo guardo un talismán de alas poderosas. La presencia de mis abuelos me hace el hombre más fuerte, el más dichoso y, quizás, el más seguro de todos. El mundo puede faltar mañana mismo si alguien lo quiere.
Tomados del volumen de relatos La paradoja de Jefferson. Santa Marta, Septiembre de 2007. Clinton Ramírez C.
El tulipero
Tomas Jefferson fue el tercer presidente de la Unión Americana. En 1819 tal vez, retirado en Virginia, concretó un aplazado proyecto. Quería sembrar en el jardín de su casa un tulipero, árbol que hizo traer de un apartado bosque del estado.
Los vecinos le advirtieron de la inutilidad de la empresa al antiguo granjero. Desconocían en el venerado dirigente al hombre a quien habían elegido dos veces presidente, al que secundaron en la idea de crear un partido, al que le dieron dinero para fundar la universidad del estado en Charlotesville. Un acto insensato. El árbol tardaría años en crece. Sus ramas se tomarían otros muchos antes de alcanzar el cielo de Monticello. La severa moral americana, intrincada ya en la joven nación, exigía beneficios más tangibles, más inmediatos.
— Cuando el tulipanero sea un árbol de veinte metros, usted y yo no estaremos para disfrutar de su sombra—, le confesó alguna tarde un viejo amigo.
Una hoja verdiazulada cayó cerca de la pareja de ancianos. El tronco del árbol no medía aún un metro de diámetro. Un golpe de vista bastaba para identificar su rama más alta. El cielo seguía muy arriba, indeterminado, indiferente a las acciones humanas.
Jefferson estaba sentado en un mecedor de balancines. Un antiguo colaborador suyo se lo había hecho traer de un bazar holandés. En su segunda presidencia el mecedor lo había salvado de tomar más de una decisión acalorada. Al concluir el mandato lo único que llevó consigo a Monticello fue el mecedor de las penas, las iras y las pequeñas venganzas. Las circunstancias en juego exigían una respuesta de una contundencia simple. El dinero invertido, el tiempo que el árbol tomaría en crecer, el escaso beneficio que recibiría en vida. Su dialéctica empezó a trabajar de manera lenta. Enfocó el horizonte inmediato. El sol en su retirada cubría de momentáneas islas rosadas el cielo. En la tarde calurosa una mesita blanca —entre los hombres— sostenía una jarra con limonada y dos vasos. El tulipanero se había convertido en una auténtica espiga en el ojo. Comunicar una decisión de Estado habría sido más fácil, menos envolvente. Observador, disimulado, buscó en el piso una escupidera inexistente. Toda la vida había practicado juegos verbales íntimos, ceremonias incomunicables que apenas satisfacían su vanidad intelectual, sus gustos aristocráticos. En los alrededores, al otro lado del profuso jardín, los chicos del vecindario jugaban con un madero sin pulir a darle a una pelota. El emocionante desarrollo del juego concentró su atención. El vecino no tardó en seguirlo. Uno y otro examinaron la mecánica de un entretenimiento infantil que contagiaba a los mayores. En un campo de la universidad estatal alguien —un tal Brown— había propuesto, no hacía mucho, la organización del juego del bate y la bola como un deporte formal. “Esta es una nación de oportunidades”, anotó el ex presidente. “Una nación absurda”, puntualizó el vecino. El conservadurismo del amigo lo irritaba, aunque igual le servía para espigar en terreno sólido sus ideas. Buen hombre de Estado había procurado tener a lado y lado de su sillón a hombres que pensaran distinto para tener con quienes sopesar y confrontar, así no lo hiciera de manera pública. Nunca dejaría de preferir a sus adversarios de ideas. A los partidarios en cambio, a los áulicos, a los simpatizantes de entendimientos alegres, los había mantenido a distancia sin ofenderlos, entregados a la rutina, a la técnica de la administración. La política tampoco jamás lo abandonaría, lo perseguiría adonde quiera que fuese. Muy a su pesar tendría que tomar decisiones que afectaban o servían a otros. Quien anotó que en el mundo había un exceso de políticos precisaba examinar mejor la realidad. Los hechos siempre serían de una materia firme aunque esquiva al entendimiento inicial. Había más bien una escasez de políticos. A la gente le interesaba poco —muy poco— tomar decisiones directamente. El hombre común prefería que otros las tomaran, quizá para evitar responsabilidades innecesarias, pero también para tener en quién expiar la propia falta de valor. Hubiera preferido ser un granjero común, solo que los hechos o una energía superior a su voluntad, a sus preferencias, lo había obligado a ser un hombre de acción. Un mimado del poder. Muchos le habían formulado esta acusación. En su defensa, medio en broma, medio en serio, argumentaba que él más bien era un esclavo de las ideas, un fanático del progreso humano. Alguna vez, acorralado en una entrevista que escrutaba su sed de poder, había tenido una salida magnifica. “Algo de Alejandro o Napoleón debió haber en la sangre de mis padres. Quizá la energía de esos hombres no haya aún abandonado el universo”. Risas. Aplausos. Muerto de miedo agradeció con íntima satisfacción que la indagación hubiera derivado a temas menos metafísicos. Se sentía acorralado. No encontró al alcance una escupidera —imaginaria, por supuesto— en la que desahogar el miedo a equivocarse. Haberse atrevido a sembrar un árbol que tardaría años en derramar su sombra sobre los pabellones de Monticello no encerraba ningún sin sentido. Más bien el dilema estaba en la forma de actuar del vecindario, que en verdad no parecía preparado para pensar en el futuro, en el destino de anónimas generaciones. La inversión que hiciera en el trasteo y la siembra del tulipanero no se diferenciaba en nada de la inversión efectuada en la fundación de la universidad estatal. Los verdaderos beneficios se verían al término de muchos años. Quizá nadie, ni siquiera él, los podría identificar todos.
Hubo dos cambios de turno al bate. Al principio del tercer cambio de turno, el ex presidente volvió el rostro a su vecino de mecedor. Ninguna empresa le había sido esquiva y la que tenía frente a él lo sería menos, pero no deseaba ofender el buen sentido del amigo. A uno y otro la vejez los convocaba. Muchas tardes quedaban por compartir en una sucesión con cortes precisos, tal vez anticipados en una invisible tela. Una modesta lucidez le ensombreció la mirada. Su discurso fogoso cedió lugar a un ejercicio de amistosa prudencia.
— Es verdad —comenzó diciendo—, usted y yo no contamos, pero si mira a alrededor suyo va a entender. El tiempo invertido en la siembra de nuestro árbol no será un tiempo muerto —reparó en el tronco, en las ramas en expansión. Su interlocutor hizo otro tanto—. Nadie impedirá que otros disfruten los beneficios de su sombra. Ahí tiene usted al fin mi definición del poder. Esta es la riqueza de la que ningún economista dice nada.
El argumento sonó convincente. Un chico saltó en el jardín. Jefferson sirvió una nueva tanda de limonada. El chico, un pelirrubio fortachón, recogió la pelota cerca de la raíz del joven tulipero. El árbol no medía más de cuatro o cinco metros. El vecino volvió a reparar en el tronco, en las delgadas ramas del árbol. Él mismo, al igual que medio Monticello, había acompañado el recibimiento del tulipero unos meses antes. Un salto regresó al chico a los límites del improvisado campo de juego. Los hombres lo vieron balancear el cuerpo, lanzar la bola por encima del hombro, en un movimiento poderoso, lleno de vigor, de dura competencia. Movimientos como el del chico, pensó Jefferson, habían hecho de la Unión una nación sobresaliente. Una sonrisa de tácita aprobación leyó en los ojos de su interlocutor de jardín y amigo de limonadas.
— Mírelos. Ellos son la verdadera riqueza. Los árboles que esta nación precisa cultivar.
En el corto plazo nadie equivoca un argumento. En el largo plazo nadie recuerda con agrado las viejas ideas. El sentido común terminó acaso concediendo razón al amigo de Jefferson. Razón en una dirección elemental. El tulipanero creció. En algún momento, impreciso, indeterminado, sobre el que apenas es posible imaginar un registro solitario, comenzó a ofrecer los beneficios de una sombra cada vez más espesa. El carismático ex presidente de la Unión había pasado a ser solo un nombre ilustre al principio de una lista populosa. Los chicos del vecindario crecieron, estrenaron bigotes, corrieron al frente tras las glorias y las miserias que la guerra reparte generosa. Muchos de ellos marcharon a Nueva York: la socorrida ciudad de todos. Algunos, menos esperanzados, imbuidos de la silenciosa tenacidad de Jefferson, movidos por extrañas corrientes invisibles, tomaron el áspero camino de los nuevos estados del oeste. No pocos jugaron en las ligas pioneras de un deporte que se transformó en la industria más popular de los Estados Unidos. En un tiempo que marcha a saltos, Lincoln muere a manos del actor aficionado Booth, el sur arde, el Bambino se cansa de batear, los japoneses atacan posiciones americanas en el pacífico, Marilyn Monroe se esfuma y J. F. K. cae atravesado en Dallas.
Miles de hombres envidian, envidiarán, el exclusivo tiempo del tulipanero. Se conserva la mecedora de Jefferson. Una parte de su jardín de Monticello sobrevive o imagino que lo hace. Otras manadas de chicos —todos ellos de recio color— juegan frente a la casa del ilustre ex presidente. Las tardes del tulipanero parecieran tocar el infinito con sus ramas. Observo la bonga que detuvo alguna tarde la mirada moribunda de Bolívar en su viaje a San Pedro Alejandrino. Pienso en el árbol de Jefferson. Ninguna duda cabe. Una tarde hermética lo resguarda de la furia del norte que azota las calles descubiertas de Santa Marta. Estará próximo a coronar la altura que su naturaleza le permite.
Esperanza de Goethe:
El bosque de hayas
Al otro lado del Atlántico, Goethe, que aprendió a amarlo todo con serena intensidad, tuvo una suerte distinta a la de Jefferson. No sé si lo favoreció o lo condenó el simple hecho de ser escritor.
A los 35 ó 36 años, Goethe, que urdía la primera parte del Fausto, emprendió la tarea de plantar en Weimar, no muy lejos de la casa de la familia, árboles de robles, de hayas y abedules. Los sembró sin ayuda de nadie.
Los árboles transformaron el sitio en un bosque muy visitado. Su fama creció en la medida en que lo hizo el prestigio de Goethe. El amor lo condujo al sur de Europa, la escritura lo mantuvo confinado a la mesa de trabajo, los halagos públicos lo obligaron a ser frívolo. Sin faltar a una hermética fe, en los días de más calor, Goethe escapaba al bosque. Marchaba solo o en la compañía de F. von Schiller, huyendo siempre del asedio de la horda de románticos versificadores que se habían apoderado de Weimar. Al morir Schiller —una muerte prematura que lloró a solas, en silencio—, el bosque lo veía llegar acompañado de muchachas ansiosas de su saber, pero más aficionadas sin duda a sus deslices líricos, que no fueron pocos.
No se conoce un caso de fidelidad semejante. Al regreso de un primer viaje a Italia corrió al bosque, que comenzó a llamar “el bosque de hayas”. Carlota von Stein, la otra Carlota, no sólo le enseñó el valor del amor adúltero. Ella misma le regaló —en medio de una avenida de robles jóvenes— dos observaciones exactas: atemperar el estilo y la conveniencia de introducir otros temas en su obra. Cerca de allí, en la pieza de una antigua hostería, finalizaron la relación de común acuerdo. En las calles vecinas el invierno invitaba a la melancolía, de ninguna manera al amor físico. En un extremo del bosque planearon un encuentro final. Al pie de un frondoso roble la pareja se detuvo. El invierno cedía sus medidas a una tarde agradable. Nunca del todo bien puesto frente al misterioso proceder de la amante, admitió caminar en el borde mismo de una pérdida admitida. Quería agradecer en ella el amor adorable, cantar las delicias de la conversación, alabar el arte de los años. Nada en lo que pensó parecía estar a la altura y riqueza de estilo de la amiga. Un comentario trivial acudió a sus labios. Todo lo que está adentro // está afuera. Carlota cerró los ojos y él la besó algo trémulo.
En el bosque de hayas, el genio adoptivo de Weimar, el ex servidor del duque Carl Augusto, hizo lo que quiso, lo quería y lo que pudo. Al amparo de sus árboles había confirmado que la mano que el sábado empuña la escoba es la que mejores caricias prodiga el domingo. Su arte más acabado corre parejo con la popularidad del bosque. Allí concibió poemas, adelantó la teoría de los colores, discutió con la sombra de Schiller el futuro de Weimar.
Le robó espacio a la muerte y le restó tiempo a la redacción de la segunda parte del Fausto —una escritura que lo mató en más de un sentido— para compartirlos con los árboles que sembró medio siglo atrás, cuando en el corazón conservaba restos de la tragedia del pálido Werther. Arribaba a su paraíso al principio del crepúsculo. Salía de allí entrada la noche en los cielos plomizos de Weimar. En silencio, metódico, elegante al caminar, fingía no ver las parejas de amantes entrelazadas, cuchicheantes, camino de las sombras más espesas.
Quiso creer en la inmortalidad de su bosque de hayas. Entiendo que esta fue una refinada manera de anticiparse a la destrucción de una forma amada. “Esta es la obra por la que recordarán al querido Werther”. La frase, salpicada de coquetería, es, por supuesto, de Carlota Stein, pero pudo haberla inspirado Carlota Buff, la mujer que lo despreció a los trágicos veinte. No estaba nada mal admitir la mentira que dictaba el momento. Ella lo había engañado antes y él la engañaba para siempre. Yo hubiera procedido igual al sentir escapar sus manos de mis manos. En un encuentro imaginario me habría detenido a escudriñar el oleaje de la despedida en sus ojos de belladona. Se acomodó la bufanda antes de tomar el camino de regreso. Una sonrisa infantil iluminó su boca sin dientes.
Nada tenía pero lo tenía todo. Atrás los impulsos irrefrenables, la profunda y dolorosa felicidad, la fuerza de volátiles odios, el poder —vano a la larga— del amor. Una adorada isla seguía en él. Había vivido una vida omnívora. Saberlo lo hacía insensiblemente feliz. Recordó un versículo que Schiller le enseñó. Suyos serían el dominio del día y el dominio de la noche. El lucero grande y el lucero pequeño. La poesía era su única verdad, un arte iluminador, una ciencia extraña que unía lo efímero y lo eterno.
Alguna vez había cantado lo efímero del amor, de la belleza y los árboles. Una justicia de formas acudió esa tarde a la claridad de su ventana. El poema lo inspiraba otro de Safo, la privilegiada de Lesbos, que gozaba como goza hoy de absoluta eternidad. Agotó el sendero. No aspiraba a entenderse. Nunca intentaría cruzar el vano tras el que se exhibía sentado en un sillón un Goethe irónico, profundo, enigmático. Entender una vida, hacer de ella una fórmula, un absoluto, la disminuía. Un hálito de buen humor lo despidió a la entrada de su casa. Reparó, un instante apenas, en la forma familiar de la alta puerta. Su preparación para la muerte estaba cumplida.
Lo efímero tarda en concretarse. Tumultuosas generaciones de hombres no miden sus términos. El nazismo transformó el bosque en un campo de concentración. Ningún árbol sobrevivió. Su destino eran la madera, la ceniza, el humo. El progreso —que encarnó Fausto como una metáfora de la destrucción— exige estos pequeños sacrificios de la materia. Marx — otro lúcido y demoníaco alemán, que a la sazón sobrevivía a la adolescencia— lo expresó mejor. Todos los sólidos se desvanecen en el aire.
Sueño de Bolívar:
La bonga
Pide al anfitrión detener el coche. Atrás quedan las mezquinas calles coloniales, empedradas, irregulares. Las manos de tres siglos han alcanzado el escrupuloso propósito de encerrar la ciudad en el interior de unas casonas de muros herméticos. Le resulta incomprensible el empecinamiento que cada quien pone en vivir enclaustrado. Miles de miradas continúan adheridas a las celosías. Nadie se ha resistido, muy a pesar de los remilgos, de las prevenciones, al cuchicheante deseo, tan poderoso como el rumor del mar, de verlo tomar el camino de San Pedro Alejandrino. La escolta a caballo detiene la lenta marcha.
Hace una tarde fresca. El mar, oculto tras una línea de ásperas montañas, sopla con fuerza en los vecinos bosques de cardones. Una hora antes el fragor de los trapiches de caña ha cesado.
Aunque lo intentó le fue imposible retirar la enfebrecida mirada del árbol. Ahora lo tiene a menos de una legua, alto, imponente, bamboleando las ramas al furor de un norte implacable.
El médico Reverand prescribió la reclusión en la hacienda. Él confía, según explicó ceremonioso, en una mejoría que la ciencia no está en condiciones de ofrecer. Unos días atrás, presidido por el Marqués, salió a recibir en la propia cubierta del bergantín Manuel a su Excelencia. En una silla de mano el cuerpo mareado, bilioso, ardiendo en fiebre, fue conducido a la casa que el anfitrión dispuso. Le llamó la atención, al rompe, lo flaco que estaba, el color pálido de las manos, las inconfundibles excoriaciones de los mustios labios. La noticia de la afección pulmonar movió el ánimo conciliador del Marqués de Mier. Muy susceptible a las veladas advertencias del Obispo logró que el médico le hiciera un profundo y detallado cuadro de la enfermedad que aquejaba al Libertador. Una comisión de principales —de la ciudad más renuente a la causa libertadora— solicitó, por conducto del Obispo, la conveniencia de trasladar a su Excelencia a la hacienda. “Allí el aire es más benigno, le permitirá una recuperación más expedita”. El Obispo, en la sala de la casa episcopal, creyó un deber esmerar la dicción, no fuese algún defecto suyo en la conversación a contrariar al Marqués de Mier, quizá el más solicito benefactor de la catedral. La disculpa del anfitrión resultó menos forzada:
—La hacienda es magnífica, Libertador. Hay árboles, jardines, mucha actividad en los trapiches, y el río la atraviesa. He preparado una biblioteca a su gusto. Monte Cùculi, Plutarco, Cervantes, Rousseau, Emerson, Jefferson, su amigo Lancaster. Me he cuidado de agregar unos ejemplares de Le Globe. En Francia siguen muy atentos a su gobierno.
No respondió. A quién podía interesarle la salud del gobierno de un tísico en un país de insufrible pobreza. Recordó que en Marsella, un puerto de conspiradores, agotó unas semanas el general Santander en su destierro europeo. Él, en cambio, quiere volver muy en secreto a Venecia. En un palacio cerca de San Marco conoció el burdel más espléndido de Europa. Ningunos como aquellos días. Ninguna mujer como una innombrable que entre sedas, vapores de vinos, le prodigó a sus inexpertos años una educación sin límites. La ventana principal de la habitación le ofrecía una vista limpia del atrio, de las escalinatas, de la alta puerta de la catedral. Releyó sin esfuerzo la inscripción en latín que preside el frontis del edificio. La noche anterior, al amparo de la brisa, el Obispo en persona atravesó sigiloso el atrio. Vino, según dijo, a hacerle algo de compañía. Inútiles resultaron las advertencias del Marqués de Mier. No estuvo en él evitar cierta repulsión al estrechar la mano del adusto moscón. Hizo gala de su mejor humor de cortesano. “Aún no pierdo mi partida. Soy indiscutible en el tresillo”. El Obispo, a la derecha del anfitrión, cortó el naipe. “Todavía conservo mi bastón de comandante”. El obispo, mientras repartía, observó la pieza, un ejemplar de carey en cuya empuñadura destacaba un busto de Napoleón. El Libertador bromeó a sus anchas, confirmando el encanto, el respeto que aún inspiraba. “Sí, el general Santander sabe coger el trompo. Ya lo conoce. Una vez me dijo: — Baile el trompo que quiera que yo, el más leal soldado de la patria, procuraré mantenerlo en la mano”. Hubo risas. “Ignoro aún a qué trompo se refirió”. El Obispo creyó una obligación celebrar el buen estado de salud de su Excelencia. “Espero que el general Santander ande por Marsella. Pienso reunirme con él”. El Marqués de Mier oscureció el ceño y miró a Palacio, insoslayable, siempre al lado de Bolívar, observando el desarrollo del juego. El esfuerzo de disimulo fue superior a las agotadas fuerzas del Libertador. La vanidad o el orgullo mueven montañas. Lejos de él que el astuto prelado notara en su rostro un cansancio final, definitivo, propio de quien perdido el temor a la muerte sufre el rigor de una inmortalidad penosa. El Obispo alabó la mesura de genio, la capacidad metafórica de Santander. “Así es”, confirmó. “Es un hombre de una inteligencia helada, antigua”. Santander, que cumplía pena de exilio en Ginebra, como anotó sin énfasis el Obispo, jamás había hablado de trompos, ni de cartas. En su prosodia legal solo cabían los tratados, los parágrafos, las cifras fiscales, la milimétrica distribución de cargos. Divertirse un rato a costa del Obispo no estaría mal, porque, después de todo, el ladino visitante, y mejor jugador de tresillo, se daba sus mañas principescas antes de entrar en el verdadero tema a tratar. El Libertador pensó si no sería una exageración invitar al Obispo a bailar minuet. Con la punta del bastón imperial marcó un par de compases de una pieza famosa que en sus años mozos bailó en una sala de Madrid. El Obispo fingió una nueva derrota al tresillo. Palacio pretextó un invisible llamado de Mariano Montilla. El Marqués de Mier salió poco después, según dijo, a hablar con el doctor Reverand. La entrevista no consumió más de diez minutos. Una frase de un hermetismo crónico puso fin a la misma “A usted encomiendo mi corazón, cuídelo de la fe de los buitres”. El Obispo salió. Una pequeña escolta al mando de Montilla lo acompañó hasta la entrada de la casa episcopal. Palacio entró con una cobija. El Libertador temblaba de frío. El médico ordenó conducirlo de inmediato a la pieza de la segunda planta. Allí, a la vista de sus hombres, le desnudó el magro pecho para aplicarle un emplasto. No había dormido bien. Sin retirar la mirada de la puerta de la catedral fingía escuchar las explicaciones del Marqués de Mier. El anfitrión volvió a enumerar, prolijo, diestro en su juego particular, los títulos de la improvisada biblioteca que hubiera dispuesto en la casa de San Pedro Alejandrino. “No será la de Alejandría pero le va a encantar. He incluido una joya: el primer ejemplar de El Quijote introducido en estas tierras”. Tampoco esta vez ganó la atención de Bolívar. Empleó, como último recurso, la estratagema de traducir de memoria el contenido de un artículo reciente de Le Globe. Pensó en la expresión del Obispo al despedirlo, la manera en que le tomó las manos. “Me ha despedido de un modo total”. “Ya estoy muerto. Él se ha tomado la molestia de abrirme la puerta de Dios”. Cambió de postura. Palacio le estiró un faldón de la levita. Posee para consumo exclusivo una imagen irónica de Cervantes. Es un hombre afilado y rengo, en puros huesos, que en las destruidas calles de una Cartagena sitiada y hambrienta recibe en una mano inexistente limosnas en lugar de los impuestos de su Rey. “Bendito el anónimo funcionario que le negó la plaza de recolector de impuesto en América”. Un espejo del alto de un hombre le devolvió la imagen de un Bolívar que aún se parecía al hombre orgulloso, lleno de ideas y de sueños que quedaban en su mente sin realizarse. Sonrió. No. No podía pagar con una respuesta de inútil descortesía el esmero que el Marqués de Mier pone en su ingrata embajada de aislarlo. Ninguna importancia tiene que los libros hayan perdido para él el interés de otros tiempos. Ningún elogioso artículo de prensa hará el milagro de arrancarle de la mirada apagada la mancha de desolación que le produce la confirmación definitiva de su fracaso. Está muerto. Ni siquiera alcanzará a embarcar, a tomar el camino del mar. La causa, sin embargo, hay que mantenerla en orden, alentar la idea de un pronto regreso. “El fuego quema a los efímeros”, pensó. Incurre deliberadamente en una sentencia de amarga incomprensión. Un nuevo amago de sonrisa le contrae el ensombrecido rostro. “Salimos a la hora quinta”, comunicó el anfitrión. Palacio terminó de abotonarle la levita. Un sirviente anuncia en el salón que el coche espera. Rechazó la silla de mano. Apoyado en el brazo de Palacio inicia el descenso de la escalera.
Joaquín de Mier le ofrece la mano. La salud de su huésped empeora con el viaje. Su mirada se cruza con la de Reverand. El hombre que lideró la expulsión de los ejércitos españoles de un continente entero en las condiciones más adversas no da para tenerse en pie. Ni siquiera él, un hombre enterado de los rigores de la intemperie, que conoce de los estragos de la guerra, está en el papel de soportar la lástima, el embarazo que le produce la derrota corporal de su temido invitado. Sintió la mano flácida, caliente, y percibió el aire vidrioso que le domina la mirada.
—Allá — lo oye decir. El Marqués mira en la dirección que El Libertador indica más con la voz que con el índice tembloroso —. El árbol.
Un árbol alto, robusto y joven alza sus ramas entre la brisa silbante. Lo vio aparecer a la izquierda de la ventanilla una vez el coche tomó el primer recodo y la ciudad entera quedó atrás asomada a las ventanas. Estuvo haciendo cálculos sobre la altura del árbol, la dimensión del tronco, la distancia que lo separa del camino transitado. Da un paso apoyado en el bastón.
Una nerviosa alegría domina los ojos de aquel despojo de hombre. El Marqués de Mier vuelve a interrogar al médico. Una disimulada inclinación de cabeza admite la petición del ilustre enfermo. Palacio desciende. Igual él depositó una mirada aquiescente en el médico.
No se engañó esta vez, él, que tantas veces lo hizo. El árbol —una especie de bonga, muy común en el área— sobresale en el conjunto por la altura que exhibe, el poder del tronco principal, la frescura de las altas ramas ululantes. Un nuevo intento de sonrisa fracasa en las líneas de unos labios marchitos. Una súbita idea copa su atención. Piensa —abierto de mente, listo de ideas— que no marcha a la muerte, ni al destierro —una forma de la muerte más infame— sino al encuentro del árbol, de un amigo, de un igual que espera por él desde mucho antes de su concepción y de su nacimiento. Es inevitable no acordarse de la hacienda de sus padres. Quizá no vuelva a verla más. Eso es la vida, se dice, una sucesión de pérdidas.
Mira a Palacio. Un paso más y siente la ausencia de la vigorosa mano de Joaquín de Mier en su antebrazo izquierdo. Tiene derecho a un último capricho: un acto íntimo, único, de su absoluto control, libre de las miradas fúnebres del cortejo acompañante.
Acaso no quiso reconocerlo. Toda las vidas que giraron alrededor suyo encuentran pleno sentido en este momento que el ánimo adverso de una ciudad les permite involuntariamente. Recuerda la descripción que Humboldt hiciera del árbol. Memoró la lámina de Bonpland, el ayudante del Barón, un dibujo esmerado que Celestino Mutis antes de morir colocó en una vitrina de su casona de Bogotá. La certeza lo anonada, no tanto la fiebre, ni los males que el vencido cuerpo resiste. La descripción leída, el dibujo examinado a la luz de un velón, y al que tuvo acceso de manera accidental en el corto tiempo en que anduvo escondido de los conjurados de septiembre, habían sido en verdad un aviso, un extraño anuncio de la Providencia, pero solo ahora en que mereced a la hospitalidad del Marqués de Mier marcha a un encuentro sin retorno, la espera del árbol real coincide con el estudiado, descrito y dibujado por los dos sabios europeos. A diferencia de los hombres que trató, mandó y enfrentó el árbol ratifica de cerca la singularidad anunciada a la distancia. Por una vez en su vida, concluye, la realidad y su apariencia coinciden.
Palacio se acercó para ayudarlo a montar. No lo sintió. El hombre al que cuida más allá de los lazos de sangre que los une está en las últimas. En el menudo cuerpo no le queda el menor residuo de la energía sobrenatural que lo empujó a soportar hambre, ignorar el frío, a editar travesías memorables y ganar batallas imposibles. Sintió con pena haber alzado el cuerpo de un niño.
Intentó tomar las riendas. Bolívar atacó los flancos de la bestia. Un milagro —el orgullo— lo sostenía en la montura, y la brisa de inicios de diciembre le agitaba los faldones de la levita de granadero. Palacio temió que el empuje del norte lo elevara y luego, sin más, como un pequeño navío presa de las furias de las aguas, lo lanzara fuera de la vista de todos. Apretó instintivamente las piernas para prestarle al Libertador, así fuese con el deseo de la impotencia, el equilibrio de sus poderosas extremidades. Ninguna batalla en las que acompañó a Bolívar le pareció más angustiosa ni menos incierta que esta que el moribundo guerrero emprendía a merced de una brisa empujada por una guardia de ángeles retozones.
El caballo, siempre a la izquierda, cubrió el trayecto. Se detuvo a unos metros del imponente árbol. Era un árbol alto, poderoso y joven. Pensó en la juventud. Un don irrecuperable, una etapa misteriosa que él cruzó sin ver, sin sentir, sin pensar, aferrado a una causa condenada que inventó y le metió a otros en la cabeza a fuerza de palabras, de amenazas y sacrificios. Siguió haciendo cálculos. No lo desalentó el dictamen de las cifras. Ni siquiera siete hombres de la altura y complexión de Palacio alcanzarían a cubrir la robusta base del tronco con sus brazos. Siempre sería necesario un hombre más para alcanzar todo el tronco en un solo abrazo. Al pie del árbol, sin descender de la bestia, enfrentaba el resto de la tarde. El tronco le confirmó cada giro de la escritura humboldtiana. Reconoció en la minucia de las ramas el exagerado naturalismo de los trazos del endeble Bonpland. Regresó más animado, venciendo la resistencia de la brisa, y descendió exhibiendo un vigor que no pasó inadvertido. Subió sin ayuda al coche. “Nos fuimos”. Una señal al cochero ratificó la orden de marchar. Atravesaron una sucesión de pequeños valles. No pronunció una sola palabra. La hacienda apareció a la derecha, seguida del río, envuelta en las primeras sombras, exhalando el olor de los hornos recién apagados. Reverand, a su lado, lo abrigó con una gruesa manta de paño. Al atravesar el puente sobre el río una gélida bocanada los envolvió. Cerró los ojos al sentir la helada puñalada de la impetuosa corriente. El anfitrión le tomó una mano. Apretó instintivamente la línea de mandíbula. Le sobrevino un violento acceso de tos. Reverand, advertido de la crisis, le alcanzó una escupidera de madera. Un súbito retorcijón lo dobló sobre el asiento. El fétido olor que salió de sus ropas invadió el interior del coche.
Mariano Montilla y José María Carreño salieron a recibirlos en ropas de montar. Un par de horas antes habían hecho el camino con el equipaje de su Excelencia. Carreño había apostado a varios de sus hombres en los sitios menos confiables del trayecto. Montilla, abriendo los brazos, anunció haber dispuesto lo necesario para el alojamiento. Una mirada de Palacio confirmó un piquete de guardia frente a la casa de habitaciones. En una silla de mano entre él y un ayudante lo trasladan a un cuarto de paredes altas. Una mujer oscura y robusta ayuda a asear a su Excelencia. Reverand ordena un baño fuerte para moderarle la fiebre.
— Ha sido una locura haber permitido montar a caballo.
Arde en fiebre. No prueba el caldo de paloma que le ofrecen ni quiso los medicamentos. Reverand insistió en la aplicación de un emplasto de eucalipto, cuya preparación vigila con aire adusto el general José María Carreño. Apenas mira el mueble de los libros, una veintena de gordos volúmenes de pasta dura. Duerme intranquilo esa noche y las diez siguientes. Palacio lo cubre varias veces con una gruesa manta de guerrero.
— ¡Llévame a cubierta, José! ¡Pronto amanecerá!
Palacio mira el reloj de pared. Son las cuatro y cuarenta de la mañana. Afuera hace frío. Alcanza a mirar en el pasillo una luz que viene del portal donde hay dos hombres vigilando la noche que ulula en los altos ramajes de las bongas.
— ¡Quiero ser el primero en ver tierra! ¡Mira! ¡Allá! ¡El árbol! ¡Es el árbol del paraíso! ¡Vende toda Aroa, alístame un caballo! ¡Vamos, Palacio: no te hagas de rogar!
Muere al término de un mediodía infernal. La agonía, el delirio, le ganan el paso a una voluntad firme. Pleno, extrañamente recuperado, le dicta al notario de la ciudad una ratificación de su testamento. Un cura de los alrededores le suministra los santos óleos. “No creo en Dios, pero lo acepto”. A solas escribe un documento breve en el que se despide sin amargura de la patria en la que aró inútil. “Muero a voluntad”. Nadie lo oyó. Palacio, al abrir la puerta, lo encuentra dormido, recto, cubierto con la manta hasta la altura del enflaquecido pecho. En la mesita contigua descubre la pluma de ganso, el tintero, el papel que él mismo le procuró. La esfera del reloj de pared señala la una de la tarde. Reverand, el Marqués de Mier, Montilla, Carreño entran en silencio. Cada quien se adjudica sitio al lado del cadáver. Para muchos de los compañeros de batalla de Bolívar la vida acaba allí. Solo serán recordados en la medida en que no lo olviden a él.
Palacio se arrodilla al pie de la cama y le toma una mano enflaquecida, sin calor, incapaz de moverse, de impartir una orden, de prolongar una caricia. Nunca nadie se preocupó tanto por él ni lo quiso como el hombre que hace un momento ha muerto. Lleva la mano libre a la frente del muerto. El tío no lo oye. Llora Palacio a sabiendas de la inutilidad de un gesto que no traerá de vuelta a Bolívar. Nada más podrá hacer por su tío, el único que tuvo, el único al que quiso.
La casa
Para Clinton José y Luisa Fernanda
Al universo físico — no al imaginario, tampoco al afectivo— le hace falta una casa de madera de dos macizas plantas, que alguien con disculpable ingenuidad soñó eterna.
Al morir — en una pieza de la segunda planta —fue la última imagen que se llevó con él. No conocí al hombre, porque el tiempo estableció entre nosotros una barrera de sucesivos nombres, pero soy el único de sus descendientes que lo retengo en sus esmeros, que creo recordarlo en la fidelidad de sus esfuerzos más felices. Sobra decir que el arco de mi mirada, el porte, la forma de caminar apoyado en la pierna izquierda, me ligan a un mitológico antepasado que introdujo el cultivo del tabaco, por medios nada lícitos, en esta parte del país, una vez la anarquía tomó el lugar de la colonia.
La casa fue desmontada, pieza a pieza, en el transcurso de una sola noche, en una jornada de fantasmas que pertenece, sin duda alguna, a la jurisdicción de la infatigable imaginería popular.
Nadie salió a indagar el ruido de los golpes, el mundo de sombras que pobló la noche de Riofrío. Todos —al menos las cien almas que entonces hacían de Riofrío un pueblo silencioso, acaso feliz en medio de las plantaciones de tabaco— permanecieron en el más estricto recogimiento que la fe o la ignorancia dictó a sus buenos corazones.
Fingieron, acaso, soñar a un hombre, a dos, a muchos, más que el número de todos ellos juntos, que al amparo de la noche, protegidos por su complicidad, desmontaron cada puerta, cada pared, cada balcón, cada escalera de la casa, movidos por el imposible deseo de devolverla intacta, libre de la corrupción de los hombres a la cabeza del muchacho que la ordenó levantar para regalarla a su mujer.
Hubo más sol alrededor del vecindario, más cielo que compartir al principio de un verano de plomo. Algunos extrañaron quizá más de lo permitido la ausencia de sombra, la frescura que proyectaba la fachada de balcones a las horas más inclementes, pero, al final, al cabo de unos tantos años, la casa se volvió recuerdo, anécdota, leyenda y, sobre todo, olvido. La vida tenía que seguir y siguió, porque vivir sea quizás la única ley a la que nadie falta, la pena que todos queremos prolongar violentando los límites de una biología humana aún adolescente.
—Toma —aún veo a mi madre extendiéndome la amarillenta fotografía —. Esto es lo único que nos pertenece – Luego la vi subir al taxi que la llevó al aeropuerto. Se marchaba de un modo rotundo. No volvería a verla más.
En el papel amarillento de la foto, la casa no disimula la alegría de sus dueños. El aire de la arquitectura, la imponencia de las formas, hacen pensar, ingenuamente, en el poder de una época llamada a la eternidad, en la que el hombre confió su destino a una nueva religión: la fe de la razón.
Guardé en un bolsillo la fotografía. En la sala, mis abuelos esperaban silenciosos, indiferentes, habituados a las separaciones, a medir las distancias con la muerte.
Coloqué detrás de la foto de mis abuelos la que mi madre acababa de entregarme. Mi abuela me cubría con sus brazos gordos y pequeños. A su lado, mi abuelo, amplio, grande, jubiloso, intentaba acariciarme el cabello revuelto. Había en ellos aún una inicial confusión de sentimientos. Mi madre no aparecía en la imagen, pero era evidente, para un observador mediano, que acababa de pasarme, sin ninguna mediación de intereses, de sus manos al pecho directo de mi abuela. Una amalgama de temor, alegría y esperanza rodea la mañana de la fotografía. Me retiré unos metros. A la distancia adecuada, quien intentara marchar al porche de la casa, podría ver, desde siempre, a una pareja madura sosteniendo entre sus brazos a un niño de meses, rollizo, de cabello rubio ensortijado. Satisfecho marché a la cocina a preparar el almuerzo.
A cada cual le llega el momento de hacer uso de sus alas. Un día que sé cercano me verá tomar vuelo en un cielo azulado que preludia la noche cerrada sobre el mar. En la sala permanecerá la casa que le hace falta al universo. En la mesita, en la ilusión que prolonga la foto, al cuidado de mis abuelos, en la sala a tientas de otra casa, estará a salvo o expuesta a lo inexorable.
Su ausencia no me afectará. En el bolsillo guardo un talismán de alas poderosas. La presencia de mis abuelos me hace el hombre más fuerte, el más dichoso y, quizás, el más seguro de todos. El mundo puede faltar mañana mismo si alguien lo quiere.
Tomados del volumen de relatos La paradoja de Jefferson. Santa Marta, Septiembre de 2007. Clinton Ramírez C.
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