tag:blogger.com,1999:blog-18859571088160367032024-03-18T21:30:12.559-07:00Sociedad Literaria MesosaurusMesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.comBlogger23125tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-30908437576949474842014-07-04T07:07:00.005-07:002023-01-10T10:10:31.225-08:00Sobre una pensión que no llega. Viacrucis del escritor Flóbert Zapata<h2 style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">La lentitud es la debilidad del cocodrilo</span></h2><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: large;">Leo un artículo: la lentitud es la debilidad del cocodrilo. Lo dice Dave Salmoni como experto que es de la vida natural. Entonces, de inmediato, mi cerebro trae las palabras, las tristes palabras del maestro Flóbert Zapata respecto a lo que le sucede con su anhelada, luchada y ganada pensión, ante la indiferencia de una institución del Estado que se niega a responderle una simple petición, tal como al coronel de Gabo que todos los días muere poco a poco de esperar en mitad del sopor caribeño una pensión que nunca llega. Flóbert escribe en su blog: </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: large;">"No tengo nada, ni siquiera me han notificado la pensión. Como consecuencia de toda esta incertidumbre se desordenó mi vida, volví a fumar en exceso, estoy endeudado, he perdido toda motivación, pongo en venta en este instante mi biblioteca, comenzaré a vender objetos personales (empiezo con el televisor Simply pantalla plana), y solucionada esta situación, si se soluciona, abandono la ciudad de Manizales, me voy a otra donde no traten tan mal a un escritor porque lo es de veras".</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: large;">¿Es la lentitud la debilidad del cocodrilo? Sí, lo es, y lo es también del gobernante que no escucha, que calla ante el suplicio de su pueblo, ante las palabras del escritor que se consume por la falta de respeto y de resolución. Señor alcalde de Manizales, ¿sabe usted de esto? Juliana, tú que conoces de las causas sociales, dile a tu esposo que esto sucede con un gran y buen escritor caldense, dile que revise el caso o que le pregunte a su aparato jurídico por lo que pasa. No guarden silencio, que alguien diga algo, que alguien responda, que horrible que debamos acudir a estos mensajes y llamados al orden para que suceda algo positivo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-size: large;">Desde este lugar del mundo donde me encuentro, me uno a la protesta del maestro, a su clamor, y convoco a los artistas caldenses, colombianos y del mundo entero para que no se repita tanto la mala historia. Juliana, esposa de Jorge Eduardo, primera autoridad del municipio, tú conoces de poesía, lee a Flóbert, conócelo, y únete a esta causa que nos duele en el centro del corazón.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span>
<span style="font-size: large;">No esperemos que Flóbert termine raspando el fondo de un frasco de café como el buen coronel, porque la lentitud del cocodrilo también puede ser el arma de la indiferencia de unos cuantos funcionarios que parecen ciegos y sordos ante un derecho adquirido, ante el mínimo vital de vida de un hombre que por ahora solo tiene la palabra de su lado y amigos como yo que elevan su voz para protestar por lo que le pasa. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Adrián Pino Varón</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Escritor colombiano</span></div>
ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-25454214585782510092011-05-26T13:59:00.000-07:002011-05-26T13:59:28.956-07:00El efecto Soho<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="http://3.bp.blogspot.com/-AkK4vBc6m4Q/Td69vYWFQMI/AAAAAAAAAS4/8liuIUwurx4/s1600/WILLIAM+CARDONA.JPG" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="200" src="http://3.bp.blogspot.com/-AkK4vBc6m4Q/Td69vYWFQMI/AAAAAAAAAS4/8liuIUwurx4/s200/WILLIAM+CARDONA.JPG" width="133" /></a></div><div style="text-align: justify;"><span lang="ES-CO" style="font-family: "Tahoma","sans-serif"; font-size: 11pt; line-height: 150%;"><span style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; font-size: large;">Disponía de dos horas para encontrar la edición 100 de la revista Soho. Dos horas para entregar la revista a cambio del antídoto, de mi vida. Un macabro trueque, por no decirlo de otro modo. No podía creer que estuviese siendo parte de aquello que las últimas seis semanas tenía en vilo a las autoridades: Siete muertos por envenenamiento. Y todo obedecía a un simple juego, a una puesta en escena idéntica a la película SAW. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-CO" style="line-height: 150%;"> El hombre me advirtió que solo disponía de ese tiempo para llevársela: </span><i><span style="line-height: 150%;">Si hay diversas cosas que pueden ir mal, irá mal, la que haga más daño*</span></i><span style="line-height: 150%;">, me dijo con una voz cavernosa salida de esa boca que antes había besado. <i>Tráeme la revista y vivirás. Es todo lo que pido. Aunque creo que es justo que sepas que el culpable de esto se llama Daniel Samper Ospina. Su revista es más venenosa para la sociedad que lo que yo te he dado. Si vives, debes recordarlo. Defiendo una causa. Una causa que hoy termina si me traes esa edición. No otra, porque allí están contemplados los 50 puntos básicos de su filosofía, y debo destruirlos</i>. Pero eran las nueve de la noche y la ciudad estaba más caótica que mi propia existencia.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-CO" style="line-height: 150%;"> ¿Cómo pude haber caído en su trampa? De repente el hombre se acercó, me invito una copa de vino, me sedujo con gestos angelicales, con sus ojos penetrantes pero inquietos… poco después ya estábamos en mi apartamento, dispuestos para una buena noche de sexo, sin nombres ni promesas. Entonces, sin dar más largas al asunto, me enfrentó con la verdad: había mezclado el vino con estricnina.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-CO" style="line-height: 150%;"> </span><span style="line-height: 150%;">¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que me arrojé a la calle? No podía precisarlo, no con mi mente como un agujero negro, pues esa absurda manía de no querer atarme un reloj a la muñeca me impedía medirlo. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> La edición 100 de Soho era historia patria. Había salido al mercado dos años atrás y era imposible conseguirla; al menos no en los lugares que preguntaba y mucho menos a esa hora. ¡El asunto estaba perdido! ¡Sólo encontraba a la actriz Cristina Umaña en la portada de la edición 132! Ojeé la revista que tomé de un supermercado. Nada que encerrara la filosofía de Soho, salvo el conjunto de lo que dirigía Daniel Samper Ospina. Nada que me sirviera de trueque. Nada que pudiera devolverme la vida. Cada vez sentía más el ahogo inflándome el pecho. No sabía tampoco con exactitud qué atacaba la estricnina: si el sistema nervioso o sanguíneo. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Sintiéndome moribundo, me senté en la primera butaca que encontré en un parque de la zona. ¿Quién podría creer algún día mi historia? Envenenado por una revista, qué ironía. Yo, que rara vez leía a Soho, que prefería un partido de fútbol o un párrafo de Pedro Páramo. ¿Por qué, simplemente, el hombre no la compró o la robó de algún lado? ¿Qué lograría combatir al apoderarse de una sola revista, si el mercado estaba inundado de ella? El ser humano es cada vez más proclive a su destrucción, pensé. Y en medio de aquellos lastres mentales, maldije no haber salido de inmediato para un hospital y alertado a las autoridades. Quizás, a estas alturas, mi vida no estaría extinguiéndose.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Una última mirada a mi pasado, me hizo recordar que Juano coleccionaba esa revista, entre otras particularidades. ¡Sí! ¡Él tenía una suscripción! ¡Le gustaba masturbarse viendo los cuerpos brillantes que salían en sus páginas! Sin la certeza del tiempo abordé un taxi, con mi boca reseca y mi lengua como un cactus; con la luces de una ciudad que llegaban a recordarme lo inútil que es vivir una vida improvisada, irresoluta…</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Llegué a casa de Juano, a tiempo, aún con vida. Apenas me abrió la puerta me arrojé sobre él para pedirle o exigirle la Soho 100. Creo que ya me salía babaza por la boca y que no tuve ni la mínima cortesía de saludarlo. Me miró como si tuviera frente a sí un fantasma. Me dijo que lo sentía. Que no podía hacerme ese favor. Que le pidiera otra cosa. Yo le grité, aterrado, que necesitaba esa jodida revista, ese número; que era algo de vida o muerte. Juano abrió sus ojos como nunca, quizá con prevención o asombro, luego movió su cabeza para decirme que era muy extraño, demasiado extraño que justo una semana antes alguien había entrado a su casa, y entre muchas cosas de valor, después de revolverlo todo, sólo se había sustraído esa edición. Lo que continuó diciendo no lo escuché. No pude. La noticia o el veneno me derribaron fulminantemente.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Ahora, en esta especie de purgatorio donde me encuentro, nadie me da razón de ese ejemplar. Todos callan. O se santiguan. Y ya no me importa haber muerto, pues esta es otra clase de vida. Como veo las cosas, mi angustia, mi condena es la prioridad de seguir indagando por ella, de saber qué la hace tan especial. Y si no es un complot o un código ultra secreto, creo que la respuesta lo obtendré cuando ese hombre o a Daniel Samper Ospina, pasen por aquí a purgar sus penas.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%;"><span lang="ES-CO" style="font-family: "Tahoma","sans-serif"; font-size: 11pt; line-height: 150%;"><span style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; font-size: large;">Disponía de dos horas para encontrar la edición 100 de la revista Soho. Dos horas para entregar la revista a cambio del antídoto, de mi vida. Un macabro trueque, por no decirlo de otro modo. No podía creer que estuviese siendo parte de aquello que las últimas seis semanas tenía en vilo a las autoridades: Siete muertos por envenenamiento. Y todo obedecía a un simple juego, a una puesta en escena idéntica a la película SAW. </span></span><br />
<div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-CO" style="line-height: 150%;"> El hombre me advirtió que solo disponía de ese tiempo para llevársela: </span><i><span style="line-height: 150%;">Si hay diversas cosas que pueden ir mal, irá mal, la que haga más daño*</span></i><span style="line-height: 150%;">, me dijo con una voz cavernosa salida de esa boca que antes había besado. <i>Tráeme la revista y vivirás. Es todo lo que pido. Aunque creo que es justo que sepas que el culpable de esto se llama Daniel Samper Ospina. Su revista es más venenosa para la sociedad que lo que yo te he dado. Si vives, debes recordarlo. Defiendo una causa. Una causa que hoy termina si me traes esa edición. No otra, porque allí están contemplados los 50 puntos básicos de su filosofía, y debo destruirlos</i>. Pero eran las nueve de la noche y la ciudad estaba más caótica que mi propia existencia.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-CO" style="line-height: 150%;"> ¿Cómo pude haber caído en su trampa? De repente el hombre se acercó, me invito una copa de vino, me sedujo con gestos angelicales, con sus ojos penetrantes pero inquietos… poco después ya estábamos en mi apartamento, dispuestos para una buena noche de sexo, sin nombres ni promesas. Entonces, sin dar más largas al asunto, me enfrentó con la verdad: había mezclado el vino con estricnina.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-CO" style="line-height: 150%;"> </span><span style="line-height: 150%;">¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que me arrojé a la calle? No podía precisarlo, no con mi mente como un agujero negro, pues esa absurda manía de no querer atarme un reloj a la muñeca me impedía medirlo. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> La edición 100 de Soho era historia patria. Había salido al mercado dos años atrás y era imposible conseguirla; al menos no en los lugares que preguntaba y mucho menos a esa hora. ¡El asunto estaba perdido! ¡Sólo encontraba a la actriz Cristina Umaña en la portada de la edición 132! Ojeé la revista que tomé de un supermercado. Nada que encerrara la filosofía de Soho, salvo el conjunto de lo que dirigía Daniel Samper Ospina. Nada que me sirviera de trueque. Nada que pudiera devolverme la vida. Cada vez sentía más el ahogo inflándome el pecho. No sabía tampoco con exactitud qué atacaba la estricnina: si el sistema nervioso o sanguíneo. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Sintiéndome moribundo, me senté en la primera butaca que encontré en un parque de la zona. ¿Quién podría creer algún día mi historia? Envenenado por una revista, qué ironía. Yo, que rara vez leía a Soho, que prefería un partido de fútbol o un párrafo de Pedro Páramo. ¿Por qué, simplemente, el hombre no la compró o la robó de algún lado? ¿Qué lograría combatir al apoderarse de una sola revista, si el mercado estaba inundado de ella? El ser humano es cada vez más proclive a su destrucción, pensé. Y en medio de aquellos lastres mentales, maldije no haber salido de inmediato para un hospital y alertado a las autoridades. Quizás, a estas alturas, mi vida no estaría extinguiéndose.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Una última mirada a mi pasado, me hizo recordar que Juano coleccionaba esa revista, entre otras particularidades. ¡Sí! ¡Él tenía una suscripción! ¡Le gustaba masturbarse viendo los cuerpos brillantes que salían en sus páginas! Sin la certeza del tiempo abordé un taxi, con mi boca reseca y mi lengua como un cactus; con la luces de una ciudad que llegaban a recordarme lo inútil que es vivir una vida improvisada, irresoluta…</span></span></div><div class="MsoNormal" style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Llegué a casa de Juano, a tiempo, aún con vida. Apenas me abrió la puerta me arrojé sobre él para pedirle o exigirle la Soho 100. Creo que ya me salía babaza por la boca y que no tuve ni la mínima cortesía de saludarlo. Me miró como si tuviera frente a sí un fantasma. Me dijo que lo sentía. Que no podía hacerme ese favor. Que le pidiera otra cosa. Yo le grité, aterrado, que necesitaba esa jodida revista, ese número; que era algo de vida o muerte. Juano abrió sus ojos como nunca, quizá con prevención o asombro, luego movió su cabeza para decirme que era muy extraño, demasiado extraño que justo una semana antes alguien había entrado a su casa, y entre muchas cosas de valor, después de revolverlo todo, sólo se había sustraído esa edición. Lo que continuó diciendo no lo escuché. No pude. La noticia o el veneno me derribaron fulminantemente.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="font-family: Georgia,"Times New Roman",serif; font-size: large;"><span style="line-height: 150%;"> Ahora, en esta especie de purgatorio donde me encuentro, nadie me da razón de ese ejemplar. Todos callan. O se santiguan. Y ya no me importa haber muerto, pues esta es otra clase de vida. Como veo las cosas, mi angustia, mi condena es la prioridad de seguir indagando por ella, de saber qué la hace tan especial. Y si no es un complot o un código ultra secreto, creo que la respuesta lo obtendré cuando ese hombre o a Daniel Samper Ospina, pasen por aquí a purgar sus penas.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%;"><br />
</div><span style="font-family: "Tahoma","sans-serif";"><i><b>Adrián Pino Varón, escritor caldense</b></i></span></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%;"><span style="font-family: "Tahoma","sans-serif";"><i><b> </b></i></span></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%;"><i><b><span lang="ES-CO" style="font-family: "Tahoma","sans-serif"; font-size: 10pt; line-height: 150%;">*Ley de Murphy.</span></b></i></div><div class="MsoNormal" style="line-height: 150%;"><span lang="ES-CO" style="font-family: "Tahoma","sans-serif"; font-size: 10pt; line-height: 150%;"><i><b>Ilustración del pintor William Cardona. Quien esté interesado en sus obras seguir este enlace:</b></i></span><br />
<span lang="ES-CO" style="font-family: "Tahoma","sans-serif"; font-size: 10pt; line-height: 150%;"><i><b> <a href="http://williamcardona.blogspot.com/">http://williamcardona.blogspot.com/</a> </b></i></span></div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-10952626718833182222011-01-31T14:52:00.000-08:002011-01-31T14:52:12.646-08:00PRIMER CONCURSO CALDENSE DE POESÍA EN TIEMPOS DE PENURIA<div style="text-align: justify;"> <span style="font-size: large;">En vista del desplazamiento espiritual y económico al que se ha visto sometido el arte, especialmente la literatura, en nuestro departamento, espejo de un país, surge la iniciativa de convocar la palabra a través de un concurso de poesía. Para esto se han reunido los intereses de algunos, que abiertamente o en silencio, construyen la cultura y promueven su construcción.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"> <b>BASES</b></span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">1. Podrán participar todos los poetas residentes, o que hayan nacido, en el departamento de Caldas con un poemario inédito, escrito en español, de temática libre, y con una extensión de veinte a treinta poemas.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">2. Se deben enviar dos copias del trabajo, firmadas con seudónimo y escritas en letra Arial o Times New Roman, número 12, a doble espacio, en tamaño carta.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">3. Las obras se enviarán por correo certificado o se podrán entregar personalmente en la Carrera 22 # 58-21, Barrio los Rosales, en la ciudad de Manizales. En un sobre aparte, identificado con el seudónimo, se incluirán los siguientes datos: nombres y apellidos, fecha de nacimiento, dirección de correo electrónico y una fotocopia de la cédula de ciudadanía. Los participantes que residan fuera del país, pueden enviar sus trabajos al correo electrónico tiemposdepenuria@hotmail.com, adjuntando un archivo con la obra y otro con los datos correspondientes al seudónimo.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">4. Se recibirán los trabajos hasta el día 21 de febrero. En caso de enviarse por correo, se asumirá la fecha límite como la del matasellos.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">5. El jurado estará integrado por dos escritores de reconocida trayectoria, cuyos nombres se darán a conocer después de que hayan emitido el fallo.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">6. El premio consiste en 600.000 pesos colombianos, la publicación de los poemas en el plegable de poesía Musa Levis y otros periódicos regionales. El premio no podrá ser declarado desierto.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">7. El resultado del premio, único e indivisible, será dado a conocer el 18 de marzo de 2011 a través de medios electrónicos y en las páginas kadaberexquizito.blogspot.com, flobertzapata.blogspot.com, escritorescaldenses.blogspot.com. Al ganador se le notificará a través de los medios de comunicación.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">8. El premio será entregado durante el Primer Festival de Poesía en Tiempos de Penuria que se llevará a cabo el 21 de marzo de 2011 con motivo de la celebración del Día Mundial de la Poesía. En este acto los escritores aportantes leerán poesía y entregarán personalmente su aporte al ganador, así:</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">Jhon Jairo Vera Vera: $100.000, Julio César Correa Díaz: $100.000, Juan Carlos Acevedo Ramos: $100.000, Adrián Pino Varón: $100.000, Conrado Alzate Valencia: $100.000, Flóbert Zapara Arias: $100.000 pesos.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">9. El autor premiado conserva sus derechos de autor para posteriores publicaciones.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">10. Los poemarios que no obtengan premio podrán ser reclamados en la misma dirección antes del 26 de marzo de 2011; después de esta fecha los trabajos serán destruidos.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">11. La participación implica la total aceptación de las bases.</span></div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><br />
</div><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;">12. Cualquier duda o cambio serán asumidos y resueltos por el comité organizador del concurso.</span></div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-28809550444492786322010-10-27T08:09:00.000-07:002010-10-27T08:09:12.810-07:00Aquiles derrotado de nuevo por la tortuga<!--[if !mso]> <style>
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<div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: small;"><span lang="ES-TRAD" style="font-family: "Helvetica","sans-serif";">Este cuento, de Clinton Ramírez C., ganó el PREMIO NACIONAL METROPOLITANO DE CUENTO, versión 2010, organizado por la Extención Cultural de la Universidad Metropolitana de Barranquilla. Fueron jurados los escritores Jesús Sáez de Ibarra, Vice-Rector de la Universidad, <span style="color: black;">y los escritores y críticos Guillermo Tedio y Ariel Castillo.</span></span></span></div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><br />
</div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><span style="font-size: small;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">Solo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada,</span></span></div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><span style="font-size: small;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.</span></span></div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><br />
</div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><span style="font-size: small;"><i><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">Los ángeles colegiales</span></i><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">, Rafael Alberti.</span></span></div><div class="MsoNormal"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" /></span><b><span lang="ES-TRAD" style="color: #9e0704; font-family: "Helvetica","sans-serif";">L</span></b><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">a tortuga fue capturada en una playa cercana. La red camaronera en la que cayó pertenecía a la tripulación de El Nautilus, el buque científico americano que un mes atrás, sin avisar y sin mucho ruido, arribara a aguas colombianas para retomar sus estudios de las algas del litoral guajiro. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Mientras la liberaban de la red, los lugareños que participaban de la faena advirtieron que difería de las apetecidas tortugas de la península. Era más grande, más ancha de caparazón, más pesada. El más alto de los tripulantes ordenó conducirla a la playa. Quiso un examen más detallado. Al hacerla voltear, sobre el fondo del caparazón amarillo, reparó en los caracteres oscuros de la inscripción: Signos antiguos, desconocidos incluso para los compañeros de expedición, no para él, que aprendió griego en la adolescencia, leyendo a Homero, a Jenofantes de Colofón y cierta porción de la obra aristotélica, según explica en un reportaje muy citado por estos días. Pensó en una broma culta. Leyó de nuevo, los ojos apretados, pasando esta vez los dedos sobre la inscripción: <i>Vencedora de Aquiles, ve por los mares.</i> Solicitó al jefe de la expedición trasladar el animal a El Nautilus, que zarpó al anochecer. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Quiero situar en la inusitada lectura de la inscripción el origen de un hallazgo que revuelve todavía al mundo científico. Que el investigador, alto de hombros, de atléticas carnes rosadas y de recios cabellos dorados, supiera griego activa en el espíritu más realista el poder de la malicia. Hace pensar, sin lugar a pudores, en la indudable pequeñez humana frente a las maquinaciones del azar o el cinismo de un Dios gozoso. En esto pensé al conocer la noticia en la redacción del diario para el que aún creo trabajar. Un amigo, espeleólogo él, que visita cada dos años las costas marinas de este país, a mi comentario sobre las astucias que el azar se permite todavía, recordó que la suerte de tal concepto había que atribuirla a la pura negligencia humana. El fenómeno que motivaba la charla, sin embargo, en la terraza de un empedrado hotel de Taganga, al calor de unas coplas mojadas con whisky de contrabando, exigía dar más de una vuelta a la manzana escolar antes de descartar la incómoda palabreja. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />—Nada de azar, Javier —anotó con la inconfundible tranquilidad de hombre blanco austral, paciencia que le ha ayudado durante más de un cuarto de siglo, desde que la dictadura de Pinochet lo obligó a ser un académico vagabundo en París, en Ciudad del Cabo, en Sevilla, en Tarento, en Nicosia, a dedicar un mes de sus vacaciones a estudiar <i>in sito</i> el comportamiento sexual de las almejas y las ostras de las cuevas que indaga. —Mírame a mí. Cualquiera dirá que la suerte me beneficia. Eso que por ignorancia se deja llamar azar sale al paso de los que buscan incluso sin saber bien qué. Sucedió así, viejo. Que el biólogo americano resultara aficionado al griego nada significa. ¿Qué te sorprende? Tú mismo lees en latín a Horacio. La curiosidad científica hubiera obligado a cualquier otro biólogo, ignorante de la lengua de Homero y del huraño Zenón, a conservar la tortuga que apareció en la red. No le cuelgues más números a los años. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Ataqué su certeza académica. Sosteníamos una relajada amistad de diez años, luego de conocernos en un postgrado sobre semiótica de la comunicación, cuya lujosa nómina de profesores integrara. La ciencia, aduje, no difería de la literatura. El azar que él negaba solía citarlas con frecuencia a la misma mesa. Atento al curso de mi improvisación, de mis argucias verbales, fijos en mis palabras sus ojillos chispeantes, sacudió varias veces la cabeza de escasos cabellos blancos. Aceptó que la ciencia, que desvalorizara mitos de siglos, tenía que responder por la institucionalización de ciertos respetables fantasmas que evitó especificar. La astronomía y la biología, de las cuales frecuentaba algunas parcelas, requerían de imaginaciones alertas. Luego de una alusión a la forma de herradura de la bahía, cuya rizada vista disfrutábamos, de comentarios sobre la composición de las montañas vecinas, la conversación derivó hacia la copla, el bolero, la cumbia, el porro —género este último del que conocía una buena cantidad de letras—, temas menos difíciles, más unificadores. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />—El azar no va más, Antonio —admití al pasarle un whisky seco—, pero acepta que ha favorecido con diligencia esta amistad, de muchos escritos y un encuentro de una semana cada dos años.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Sonrió para expresar su conformidad con el punto. Los oficios distintos, las edades, el ser de países diferentes no permitían más. Volvió al tema inicial con una broma típica de su esmerada inteligencia social. Quizá la amistad, anotó, haya operado igual en tiempos de Zenón o Aristóteles. Desenvolvió anécdotas relacionadas con la muerte del primero, a quien estudió un poco en la universidad, al margen de una frustrada pasión teatral. Aprovechó la silenciosa aparición del mesero para colocar un compacto de Víctor Jara, con quien se había conocido en el Santiago pre-revolucionario de Allende. Una amistad similar, recordé, mientras seguía sus movimientos frente al equipo de sonido, lo había unido a Carlos Cano y Paco Ibáñez en la España posfranquista de un exilio ventajoso —adjetivación suya— que le abrió todas las puertas que tocara. Alguna conocida melodía salió del equipo, empotrado en el nicho de una pared lateral que protegía el aparato de la brisa de la bahía.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Todavía en el aeropuerto de Barranquilla, donde una semana después tomó un avión con destino a San Andrés, me despidió con una palmada conciliatoria, en una clara invitación a que siguiera con mi asunto, sin renunciar a mi mirada de periodista.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />—Un escritor, mi amigo, está obligado a pensar bien. Es la imaginación que encuentro en la buena escritura, incluso en la periodística. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />A meses del incidente, del insólito hallazgo, la prensa científica, más reposada aunque no menos audaz que la comercial, admite que la exótica pieza capturada en una ensenada de la Alta Guajira colombiana pertenece a una conocida especie mediterránea. Una larga explicación técnica, escrita en un inglés de acantilado que sigo a saltos, ratifica la edad de la tortuga, 2.582 años, una cifra impensable que mantiene en alza mi rechazo, por más que Antonio, con quien he tenido un productivo intercambio de mensajes electrónicos dos noches atrás, me haya machacado la increíble longevidad de cierta especie de tiburones, de los bíblicos cipreses de la vieja Castilla y las mismas bongas caribeñas de este país. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />—Mira que en la sola Castilla hay tres cipreses de más de quinientos años. Ustedes, en Santa Marta, conservan una bonga que, para cuando Bolívar murió en San Pedro Alejandrin,o ya tenía un centenar de años. Sí: el universo es fantástico. El hecho de que exista es ya un milagro que nunca la ciencia terminará de explicar. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Es optimista sobre las probabilidades de vida de la tortuga en medio artificial. “Es una sobreviviente, para no decir que es una inmortal”. No cree que las imágenes de la televisión internacional correspondan a una tortuga sustituta, puesta en la calidez azul de un estanque para cubrir el horror de un sacrificio a nombre de la ciencia. No ignora, en cambio, que la piedra de la ciencia —son sus palabras— a ratos exija los sacrificios que mi superstición imagina. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />En mi apreciación, la comprobación científica de la edad de la tortuga exacerba en lugar de reprimir el escándalo de su descubrimiento casual, ratifica su condición de hecho extraordinario a ojos del espíritu de la calle, por más que los análisis, verificados una y otra vez, realizados a cientos de miles de kilómetros de este antiguo mar de perlas donde fuera capturada, confirmen el origen del animal y la autenticidad de la leyenda escrita bajo su panza. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Me he cuidado, sin embargo, de transmitirle otras impresiones que la existencia de tan extraordinario animal suscita a una mente arisca como la mía. Susceptible de considerar a la tortuga un habilidoso montaje científico, pero darme a pensar durante horas —muy cómodo en un chinchorro— en la soledad marina que cabe en todos los años que dicen tiene la tortuga, en los peligros que habrá sorteado, en los envidiables registros que su memoria guardará, incluso de sus años de vida terrestre anteriores a la fecha en que venciera a Aquiles, si le damos una pizca de crédito a la pedante fábula que informa su nacarada barriga. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Releo la página de la revista científica que Antonio me hiciera llegar desde una cabaña de los Everglades en la Florida, en donde estudia el ritmo cardiaco de los caimanes recién nacidos. Memorizo los datos. Evidencias puras, me temo, que les imprimirán más legitimidad a las posturas de quienes quieran ver en la tortuga arrancada a estas aguas a la protagonista de la conservada paradoja en la que Aquiles, el invencible corredor, es vencido siempre. Será fácil imaginar, una vez aceptada la realidad del filosófico enfrentamiento, que el malogrado Zenón no solo haya concebido la aporía sino que haya enfrentado a la tortuga y Aquiles en algún insólito paraje —una playa jónica— para deleite solitario. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Me revuelvo inquieto, temeroso de los alcances de la imaginación, capaz de transformar una ocurrencia en una obsesión que luego tendrá que ser, sí o sí, un relato o un poema.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Vuelvo a la revista para aceptar con la prensa especializada que la tortuga permanece en custodia en el estanque de un instituto de investigaciones oceanográficas del sur de California, aunque mis instintos y mis experiencias periodísticas me obligan a tomar con recelos las imágenes que tengo frente a mí.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Recuerdo que la televisión internacional, que tengo ocasión de seguir en el cable de la cabaña que ocupo en el Cabo de la Vela, ha dejado circular hace días unas escasas imágenes de la tortuga, el estanque, el buque y la afortunada tripulación que vino a inventariar algas y se tropezó con la pesca milagrosa de un animal de dos mil quinientos años de existencia. Una nota lateral da cuenta de la iniciativa del gobierno griego de extraditar al espécimen retenido en un estanque de experimentos. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" /></span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Alega Grecia tener una paternidad histórico-filosófica sobre la tortuga. Cita en favor suyo hechos pocos conocidos en Occidente sobre la vida de Zenón y las tortugas. Algún alegato similar sé que prepara el gobierno italiano, según nota de la RAI originada desde el balneario de una rocosa costa napolitana. Molesta, aunque a nadie debe sorprender, el silencio que sale de los rojos pasillos del gobierno colombiano, cuyas autoridades supieron del valor científico e histórico de la tortuga capturada en la orilla de uno de sus mares, cuando el animalito viajaba dentro de un estanque protegido en un buque científico americano con la proa mirando hacia Panamá, puerto de donde fue transferida a un avión que la trasportó a California, aunque varios medios hablen que el trayecto final fue realizado en una nave especialmente equipada que esperó al otro lado del istmo. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Intento encontrar, al organizar los hechos, un dato revelador, un nuevo empuje del azar que le diga algo a la gente de a pie que lee mis graneados artículos de prensa. En la soledad de mi butaca, frente al cambiante mar donde fuera atrapada Nereida —el nombre dado a la tortuga—, pienso que el mundo ha podido ahorrarse este revuelo —el mundo científico, diplomático, por supuesto— si en vez de aparecer en las redes de unos científicos de algas hubiera caído bajo el arpón hechizo de algún pescador del área. El caparazón de Nereida serviría a esta hora de batea en una ranchería. Imagino que hace mucho que su carne guisada en leche de coco hubiese saciado el ardor de hombres a los que no se les hubiese pasado por sus mentes rudas la posible antigüedad de la aparición. Un caprichoso movimiento de las mareas que a nadie interesa determinó otra ruta para Nereida, al lanzarla sobre la playa inhóspita de un país cuyos ruidos diarios priva a sus habitantes de establecer una articulación más fluida con el mundo que empieza o termina en sus orillas y puertos. </span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size: large;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"><img border="0" class="lpxtab" height="30" src="file:///C:/DOCUME%7E1/User/CONFIG%7E1/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image002.gif" width="30" />Avanzo hacia el borde de la playa al encuentro con el día que huye detrás de la línea del mar. Soy consciente de la inutilidad de mi propósito de dar sentido al guiño —y qué guiño— de una realidad que juega con cartas y dados trucados. Hará más de una hora que el sol abandonó las aguas cargadas de algas y aguamalas de un mar al que nada le sorprende. Una actitud natural que los hombres y las mujeres de estos litorales saben llevar al margen o en medio de los azares y ruidos de la vida que con frecuencia malgastan en los lances del contrabando y el negocio de drogas. Quiero imaginar a Nereida avanzando hacia mí, emergiendo de las últimas espumas del día, al soplo de las primeras brisas que propicias borran de la noche la costa. Le sonrío a mi buena estrella, nítida en el costado de un cielo que las ofrece a manos llenas a los inusuales amantes que coinciden en la aridez de esta península. La muchacha me regala una sonrisa oscura cuya malicia aprendo a conocer, antesala de una entrega maratónica, sin tregua, mordida, de olores inconfundibles que me harán olvidar por unas horas, como todas las noches, el motivo que me trajo a este punto, el más norteño del país. Esta vez soy yo quien estira un brazo a su húmedo encuentro. Arriba firme, decidida, sin esconder el tamaño de los senos —34 b al aire puro— ni escamotear el grueso olor a coco de sus cabellos indios. Muy pronto, bien acomodada en mis brazos, su lengua arenosa, cuyos signos apenas entiendo, se empinará para dar con la mía, esquiva y calculadora.</span></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";"> </span></div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><span style="font-size: small;"><i><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">Barranquilla, Noviembre 18 de 2009.</span></i></span></div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><br />
</div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><span style="font-size: small;"><i><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">Clinton Ramírez C.</span></i></span></div><div align="right" class="MsoNormal" style="text-align: right;"><span style="font-size: small;"><i><span lang="ES-TRAD" style="color: black; font-family: "Helvetica","sans-serif";">Clinal14@hotmail.com</span></i></span></div><div class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><br />
</div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-89649816507514329012010-05-11T08:11:00.000-07:002010-05-11T12:20:58.006-07:00<a href="http://4.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/S-muAkCu3UI/AAAAAAAAALU/yAyDHiT7QMs/s1600/untitled.bmp"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5470094547116547394" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; WIDTH: 207px; CURSOR: hand; HEIGHT: 320px" alt="" src="http://4.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/S-muAkCu3UI/AAAAAAAAALU/yAyDHiT7QMs/s320/untitled.bmp" border="0" /></a><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">Acaba de convocarse la XXVI VERSIÓN ANUAL DE NOVELA ANIVERSARIO "CIUDAD PEREIRA", cuyas bases son las siguientes:</span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;"></span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">1. Podrán participar colombianos o extranjeros con visa de residentes en el país, con una sola obra inédita, tema libre, en español, entre 100 y 250 páginas.</span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">2. Las obras se deben presentar en original y tres copias, doble espacio, tamaño carta, páginas numeradas, por una sola cara, argolladas, firmadas con seudónimo y número del documento de identidad. En sobre sellado deben ir los datos del participante, con dirección, número telefónico, correo electrónico y se debe anexar fotocopia de la cédula. </span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">3. El cierre de la convocatoria vence el día 23 de julio, a las 4 p.m. El fallo del jurado es inapelable y podrá declarar el premio desierto. El fallo se hará público el día 30 de agosto de 2010.</span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">4. No podrán optar al premio quienes hayan sido ganadores del primer puesto de este concurso en años anteriores.</span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">5. Se concederán tres únicos premios, así: al primer puesto, edición de 500 libros y $3.000.000. Al segundo lugar, $2.000.000, y al tercero, la suma de $2.000.000.6. Las obras deberán ser enviadas a la Biblioteca Pública Municipal "RCM", del Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo, carrera 10 No. 16-60, piso 3, Centro Cultural "Lucy Tejada", Pereira, Risaralda.</span></div><br /><div align="justify"></div><br /><div>Culaquier información adicional puede ser solicitada al correo bibliotecarcm@pereiraculturayturismo.gov.co.</div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-84669038782517570492009-12-23T07:53:00.001-08:002009-12-23T08:56:07.515-08:00PREMIOS DE LITERATURA CIUDAD PEREIRA 2009<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjZHv0Mq2RdfGzFvPIGkH5WoIQv14fwjwK7o7Oqhbg_cqGQgL_HUvXnY8Oz4ynRZB6seclQzpuo-7GAd_H5i5cJm8Iok5gmxDHiifAlGwTYrUTdoMj4BcvlzA2TLGptmqL0uxP52xfLB0vz/s1600-h/100_0583.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5418460626688096226" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; WIDTH: 240px; CURSOR: hand; HEIGHT: 320px" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjZHv0Mq2RdfGzFvPIGkH5WoIQv14fwjwK7o7Oqhbg_cqGQgL_HUvXnY8Oz4ynRZB6seclQzpuo-7GAd_H5i5cJm8Iok5gmxDHiifAlGwTYrUTdoMj4BcvlzA2TLGptmqL0uxP52xfLB0vz/s320/100_0583.jpg" border="0" /></a><span style="font-size:130%;">El día 21 de diciembre, en la Biblioteca Pública de la Ciudad de Pereira, se llevó a cabo la entrega de los Premios Nacionales de Novela Ciudad Pereira, y de Escritores pereiranos en la modalidad de cuento infantil, 2009. </span><span style="font-size:130%;"></div><div align="justify"><br />El jurado compuesto por Luz Mary Giraldo, Cristo Rafael Figueroa y Carlos Orlando Pardo, otorgaron el primer premio del XXVI Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira a la novela No tengo un peso y me llamo Silva, del reconocido escritor FERNANDO AYALA POVEDA (derecha) y el segundo premio a la novela Parábola del crimen, del escritor Caldense ADRIÁN PINO VARÓN (izquierda). </div><div align="justify"></div><div align="justify"><br />De la novela Parábola del crim</span><span style="font-size:130%;">en, el jurado emitió el siguiente concepto al otorgarle el segundo lugar: </span></div><span style="font-size:130%;"><div align="justify"><br />“Estructura de contrapunto que pone en juego, también, la importancia de la escritura y la lectura. Se destacan en ella la inscripción de ciertos referentes literarios, los cuales posibilitan un diálogo de textos, que sumado a la agilidad narrativa, desemboca en una trama convincente. El tríptico narrativo en que el autor desarrolla su novela contrasta con tres escenas necesarias para reconstruir dicho tríptico: Historia de un peregrino, La ruta Jacobea, y Cerrando círculos, tienen validez con el Epílogo que finaliza la novela. Sumado a lo anterior está la resonancia del Dr. Jekyll and Mr. Hyde, pero el valor está en la existencia de un asesino que a través de la escritura parece expiar la culpa de sus crímenes; sin embargo, con la habilidad narrativa que se le abona al autor parece ser que el escritor es quien a través de sus crímenes logra la expiación de sus pecados cometidos con el lenguaje. Mezcla de realidad (algunos personajes existen y son de conocimiento del lector) y de fantasía (en la que la palabra se permite alterar la realidad, pero sin consecuencias).</span></div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-47230759077250927682009-11-18T08:28:00.000-08:002009-11-18T08:41:49.819-08:00El imaginario mundo de Federico<div align="justify"><span style="font-size:130%;"><em><span style="font-size:85%;">Un jurado compuesto por Jairo Henao, María Liliana Herrera Alzate y Álvaro Hernández, otorgaron al cuento El imaginario mundo de Federico, el primer premio de la XXVII Versión Anual de Concurso Escritores Pereiranos –cuento juvenil- emitiendo el siguiente concepto: “Del libro El imaginario mundo de Federico, señalamos la buena textura narrativa. Este cuento se destaca principalmente por construir un absurdo verosímil a partir de una anécdota simple y el empleo del lenguaje estricto, exento de digresiones circunstanciales, centrando el relato en lo esencial para sostener la ansiedad del lector a través del ritmo que mantiene una tensión en la trama. Hay que subrayar también el adecuado manejo del lenguaje en su construcción sintáctica, el correcto uso de la ortografía y la utilización de un vocabulario a través del cual teje de manera verosímil la fantasía del relato. Finalmente, la prosa segura, rica en sugerencias sobre los estados de ánimo de la primera persona que narra, revela dedicación y largas y apropiadas lecturas de su autor”.<br /></span></em><br /><br /><br /><em><span style="font-size:100%;">Para Esteban y Sebastián</span><br /><br /></em><br />Acto 1<br /><br /><a href="http://3.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/SwQjeBA0K_I/AAAAAAAAAII/IJvZ2MFOijc/s1600/DSC00023.JPG"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5405484451326340082" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; WIDTH: 160px; CURSOR: hand; HEIGHT: 120px" alt="" src="http://3.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/SwQjeBA0K_I/AAAAAAAAAII/IJvZ2MFOijc/s200/DSC00023.JPG" border="0" /></a><br />Mi abuelo, después de estar desaparecido por cinco años, acaba de salir del guardarropa. Me mira. Me dice hola mijo, como si nada, como si llevara una tarde fuera de casa.<br />No le respondo. Es difícil responder. Siento un ahogo en la voz, un miedo a que no sea el abuelo, un horror de que sea un espíritu de esos que suelen esconderse por ahí pero que yo nunca he visto, un ladrón disfrazado de él, un personaje siniestro que desea burlarse de mí.<br />Tiene algo extraño en los ojos, como una mirada que no es suya o que yo no recuerdo o que simplemente ha cambiado en algún momento de su ausencia. Pero al mirarlo bien sé que es el abuelo porque tiene la misma ropa con que partió, pues ese día nos tomamos una foto en la feria del Parque Bolívar, allá por la séptima, y esa imagen se me tatuó en el fondo de mi alma. Su sombrero no me deja mentir. Y su pequeño bigote sigue debajo de una nariz demasiado grande para su rostro. Y esa caja de dientes que mueve dentro de su boca como si fuera una masa de saliva o una pasta de chicle.<br />¿No me vas a saludar?, pregunta sin mover un solo pie del espacio que ocupa, como si de hacerlo rompiera un hechizo o mis ojos de asustado lo estuvieran intimidando mucho más que él a mí. Esa arruga que se le hace en la frente es la misma de siempre, no puedo negarlo. Detrás de él se mueve una araña que yo tampoco había llegado a ver. Desciende por un hilo de plata con una pereza similar a la que me da cuando tengo que levantarme para el colegio. Yo miro desde mi cama toda la escena, el fondo de mi armario, la ropa colgada, los tenis sucios, el balón de fútbol, el juego de Tío Rico, y de nuevo observo los rasgos del hombre aparecido, sin soltar el control del Xbox que la última navidad me regaló papá por ser el mejor de la clase.<br />Sigo sin creer lo que mis ojos ven: un abuelo que desapareció sin dejar pistas; un abuelo que sale de mi guardarropa como si ésta fuera una puerta secreta, o como si él hubiera estado allí todo ese tiempo, jugando a las escondidas conmigo; pero juro que eso es imposible, pues todos los días saco y meto cosas de un modo extravagante, y si él llevara tiempo allí de seguro se hubiera infartado con tanto desorden. Una de las cosas que ha caracterizado al abuelo, a ese viejo de sesenta años, es el orden estricto de las cosas, es procurar mantener un ambiente sano y saludable.<br />Da un paso hacia mí. La araña ya no la veo por ningún lado, quizá fue imaginación mía, pues odio a estos bichos aunque me les enfrento cuando veo alguna cerquita de mi humanidad.<br />Yo me arrellano en la cama, sin perderlo de vista, pues puede, pienso mejor, ser una fiera disfrazada del abuelo y quiere saltar sobre mí. ¡Por estos días suceden tantas cosas extrañas en el planeta¡ A veces no sabe uno qué es realidad y qué es ficción. El profesor de humanidades, don Alfredo Mesa, el profesor más bacano que jamás he tenido, nos cuenta con frecuencia historias acontecidas en países antiguos que le ponen a uno los pelos de punta. Hace poco nos contó que en un país, no sé si europeo o asiático, un hombre tenía pedazos de carne humana en la nevera. Y lo peor es que esos pedazos pertenecían a niños desaparecidos de una zona urbana aledaña.<br />No temas, insiste con esa voz que ahora recuerdo mejor. Se frota las manos como si se preparara para su próximo truco de magia. Arruga de nuevo la frente. Soy yo, tu abuelo, tu abuelo Eliseo, el que te enseñó el truco con la moneda cuando tenías siete años. ¿Recuerdas? Entonces de uno de sus bolsillos saca una moneda, hace tres pases mágicos (la clave está en hacer tres pases, no dos ni cuatro ni cinco), y luego la moneda desaparece de sus manos. Me las enseña por ambos lados. Gira sobre sí. Luego se agacha un poco y la moneda está sobre su sombrero. Ese es el trucho. Igualito a como me lo enseñó.<br />Y por si te queda alguna duda, insiste, se baja el pantalón y me muestra la cicatriz que tiene en la nalga derecha. Una cicatriz particular, en forma de cruz, que se hizo él mismo por amor a mi abuela, en una de sus locuras para demostrarle amor eterno.<br />Ahora veo la araña pegada a su espalda. Es amarilla y no mayor a una moneda de cien pesos. Creo que desde allí me mira. Creo que desde allí se burla de mí. Creo que ella es la trampa o esa es la trampa. En todo pienso. Pero no hay necesidad de más pruebas: el abuelo que acaba de salir del guardarropa es mi abuelo, no sé decirlo de otro modo. Es mi abuelo desaparecido. Es el mago que volvió donde su aprendiz.<br />No sé cómo no grito. No sé cómo no salgo corriendo o cómo no tiró el control remoto. Es él después de todo. Es el abuelo que ha vuelto de su viaje o de donde quiera que haya estado. Me tiembla el cuerpo como aquella vez que me enteré sobre su desaparición.<br />¿Eres tú, abuelo?, pregunto, tartamudeando, como si aún no creyera en su aparición, como si de repente se hubiera abierto la ventana para dar paso a un viento demasiado helado.<br />El dice que sí, que es el mismo que canta y baila milonga y bolero, y el mismo que puede comerse una cebolla cabezona enterita, sin agua ni sal. Y hace el amague de bailar, con ese giro de medio lado que sólo a él he visto hacer.</span></div><br /><div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;">Acto 2<br /><br /><br />Ahora tengo dieciséis años. Y lo primero que recuerdo, al menos hasta que cumplí los once, fue que el abuelo era un gran mago, pero no de esos que se paran en un teatro a deslumbrar a un público ávido de sueños e ilusiones; no, el abuelo sabía magia por algo natural, así lo entendí siempre, que sólo ejercía cuando tenía reunida a su familia, y sobre todo a sus nietos, sobre todo a mí, que soy el mayor.<br />Convertir un pañuelo en una tira larga de colores, fue una de las cosas que aprendí con él, a los ocho. Entonces no existía Harry Potter ni El señor de los anillos. O eso creía yo en medio de mi infancia, de mis juegos, de mi grupo de amigos de esa época.<br />Podía jurar entonces que el abuelo caminaba sobre el agua. Muchas veces me metí en problemas por defender esa creencia mía, ese don que le atribuía con la más inocente de mis emociones y entusiasmos. Mi abuelo es un mago de verdad, gritaba a cuatro vientos. Un día de estos lo traeré para que los desaparezca de la faz de la tierra, les decía a esos amigos que ahora no recuerdo o no he vuelto a ver. También fue la manera de aprende a vivir sin él estos últimos años. Pensando que todo era uno más de sus trucos, una falla en mitad de la ilusión.<br />Por lógica, el abuelo era (digo era porque ya lo creía muerto, o mejor, porque hasta ahora aparece de nuevo) el hombre más grande del mundo, el mejor de todos: tanto que mi papá llegaba a sentir celos del amor que advertía que yo sentía por él.<br />Si el abuelo no iba al paseo o al zoológico, yo no iba. Prefería quedarme con él hablándole de mis nuevas experiencias en la escuela, de la tarea inconclusa, de la niña que me gustaba, del truco que me estaba enseñando. Prefería escucharlo a él, vivir sus historias que narraba con una emoción digna de ser proyectadas sobre un telón. Nunca supe si esas historias eran ciertas o falsas; pero yo me inclino aún por creer que eran tan ciertas como las cosas que nos rodeaba. Era tanta la fuerza de las cosas que decía, que cada vez que veía vestidos rojos colgados en los patios vecinos imaginaba que allí vivía Caperucita Roja o que al menos se había alojado la noche anterior o que intentaba despistar al Lobo Feroz dejando pistas falsas en un lado y otro. Hasta llegué a creer que yo era primo lejano de Caperucita.<br />El abuelo se llama Eliseo. Es alto y casi no tiene canas. Tiene unas manos grandes. Tiene unos ojos que parecen como cerezas maduras, eso es, pues sufre de una enfermedad que no sé cómo se llama pero que se extiende por cada ojo. Creo que es catarata. No sé bien. Y es roja roja como las cerezas o la capa de Caperucita. Aun así ve lo que yo no veo, lo que yo no puedo aún presentir. Y ni se diga su buen humor. Nunca lo he visto con la cara arrugada por efecto del coraje o aburrimiento (lo de su arruga en la frente es un gesto de nacimiento). Y otra cosa: se la pasa silbando. Silba y silba como si con ello quisiera espantar algún demonio, como me dijo una vez que le pregunté por ese modo desmesurado de silbar. Desde ese día me di cuenta que le tiene miedo al infierno. Otra cosa que no deja por nada del mundo: la medallita del Divino Niño. En eso no me le parezco. Pues mi medalla es el afiche del Deportivo Pereira que poseo como una de las joyas más queridas. El afiche y las cartas de la baraja.<br />Alguna vez me habló de un tal Judini o Houdini, no sé cómo se escribe, pero creo que es con la “H”. Me dijo que había sido uno de los grandes magos o ilusionistas. Un escapista, para ser exacto; que no había cerradura o tumba que no pudiera abrir. Y si mal no recuerdo, también me habló de un código secreto, relacionado con la muerte del escapista, pero cuando lo hizo sentí cierta nostalgia en su semblante o en su voz. También me habló de un tal Jo-güin, un mago venido de otro mundo, así lo dijo, de extraordinarios poderes, similares a los que le adjudican al mago Merlín. Pero sobre este mago no quiso decir nada más.<br />El abuelo fue, hasta ese día que desapareció, mi héroe, mi mejor amigo, mi gran aliado. Dejaba lo que fuera por venir a mi encuentro, por arrodillarse a limpiarme la herida, por cargarme en sus hombros, por ayudarme con la tarea, por dejarme ser yo. Nunca levantó la voz para reprocharme o quejarse de mis rabietas.<br />Sí, era un alcahuete de tiempo completo, lo digo sin pena, pues, aunque yo muchas veces abusaba de su amor o paciencia, entendía como ninguno a un niño que sólo pensaba en jugar y ser feliz. ¿Quién me daba los bombones en mitad de la mañana? ¿Quién me sacaba la ropa mojada que yo dejaba en el baño o me tendía la cama? ¡Por Júpiter que no consentía un regaño o una amenaza de correa! Se enojaba con papá o mamá y amenazaba con irse para siempre de la casa. Y creo que por eso ellos sienten una culpa eterna y profunda, pues días antes de su desaparición se presentó una situación que tensionó el ambiente familiar como raras veces sucedía, o al menos en esas proporciones.<br />Estaba yo mirando hacia la calle. Estaba yo en la habitación de mis padres. Estaba yo mirando no sé qué cosa, cuando un rayo salido de una nube oscura atravesó como por la esquina y dio justo en un transformador de energía. El estruendo fue tan alto, que del susto tropecé con la lámpara de la mesa de noche y fuimos a parar juntos al suelo. El destrozo fue total. No sólo se destruyó el transformador sino la lámpara de mamá, traída de México por un primo suyo hacía como cincuenta años. La continuación de la historia trajo bastante malestar.<br />Fue la primera vez que, por defenderme, escuché al abuelo decir una palabra vulgar, pero no sé a quién iba dirigida o si la dijo para maldecir las marcas de la correa que yo tenía impresas en el cuerpo. Mamá lloró esa noche más de lo común por la pérdida de la lámpara y por la intromisión del abuelo. Cuando el abuelo se esfumó, ya no tenía lágrimas para llorar su ausencia. Aunque desde ese día lamentó ser tan apegada a lo material y tan brusca para resolver algunas cosas sin medir las consecuencias.<br />Por eso, ver al abuelo ahora ahí, saliendo de mi guardarropa como si imitara al mago escapista del que me habló, me produce entre alegría, entre espanto, entre dolor. Es una sensación tan extraña que hasta me hace pensar que la cama tiene pensamientos propios, voluntarios.<br /><br />Acto 3<br /><br /><br />¿Qué hace el abuelo saliendo de mi guardarropa? ¿Qué hace el abuelo escondiéndose en mi guardarropa? Vuelvo a preguntarme con la incredulidad de lo que veo. Pero pienso de inmediato: ¡pues qué más va a ser, Federico, si tu abuelo es un mago y seguro en medio de uno de sus trucos de desaparición extravió el camino, algo le debió salir mal, pobrecito, y tú juzgándolo por el tiempo perdido, por dejarte solo con tus padres, que por mucho amor que te prodiguen no alcanzan a mitigar la pena de andar solitario sin tu maestro de magia y de vida!<br />Me digo esto porque nunca he creído que la desaparición del abuelo obedezca a una retaliación por lo sucedido aquella tarde: por más que él lo expresara, creo que era una manera de pedir que se me tratara como al niño que era entonces.<br />Por error obturo el volumen del control remoto del Xbox y simultáneamente nuestras miradas se fijan en la pantalla del televisor. En esos segundos siguen surgiendo tantas imágenes que mi reacción es acalorada, confusa, y sin perder tiempo apago el monitor.<br />De la calle llegan con más nitidez los ruidos de la tarde, del trajín monótono de gentes y vehículos circulando para ir o volver o perderse, quizá, como bien hizo el abuelo.<br />Ahora nuestras miradas vuelven a encontrarse. Si sus ojos no fueran rojos sino amarillos, diría que se parecen a los ojos del Alcaraván. Pero sus ojos no producen miedo sino una cierta tranquilidad. Me pone una mano en el hombro.<br />Ven conmigo, por favor, dice con esa voz que parece no exaltarse nunca, que parece saliendo de algún equipo de sonido moderno, no encuentro otra manera de decirlo, pues no soy bueno para las imágenes, para comparar una cosa con otra, y menos cuando están comprometidos mis sentimientos propios.<br />Es importante que vengas, Federico, repite con esa sonoridad paterna y acogedora. No entiendo por qué sigo pasmado. No entiendo por qué no me arrojo a sus brazos y le digo cuánto lo he extrañado. No entiendo por qué me duele verlo allí, como si hubiera estado escondido en ese cajón, o prisionero, que es peor, y yo fuera el culpable. Por algo que no preciso comprender, se enciende el dolor que sentí cuando lo perdí aquella navidad, después de la feria, después de prometerme, como ahora, enseñarme un nuevo truco de magia.<br />Cuánto reproche entonces en casa pasar esa navidad sin el abuelo. Todo por culpa tuya, le repetí a mamá más de una vez. No fue fácil calmarme. No fue fácil entregarme a las tareas cotidianas de la época decembrina, de las comidas en familia, de los regalos compartidos. En todo creía ver la imagen o huella del abuelo. A los once años yo ya conocía la derrota, el infierno, la falta de tolerancia. Eso era lo que pensaba. No tenía mundo para asumirlo de otro modo. El abuelo no estaba conmigo, y los días pasaban y pasaban y no lo veía aparecer por ningún lado.<br />No niego que mis padres han tratado todo este tiempo de suplir esa ausencia. Pero ellos son mis padres y mi abuelo es mi abuelo. No hay de otra. Ellos no quieren nada malo para mí, y por eso me cierran las puertas del mundo, impidiéndome así que yo conozca sus horrores, dizque para librarme de todos sus males. Y el abuelo, que tampoco quería nada malo para mí, me enseñaba, dentro de ese mundo de horror, lo que me sucedería si me dejaba contagiar o minar, sí, minar es la palabra que utilizaba, y traía ejemplos de hombres buenos y malos, pero nunca nunca me prohibía de la manera que hacían mis padres.<br />Ese es el error de los padres modernos, creo, pues lo digo con la experiencia que me dan estos dieciséis años: PROHIBIR. Sí. Prohíben de todo como si uno viviera encerrado en una jaula o en la torre más alta de un edifico o castillo. Federico, te prohíbo que salgas después de las diez de la noche porque… Federico, te prohíbo que te juntes más con… Federico, te prohíbo que te comas… Federico, te prohíbo que sigas jugando hasta tan tarde con ese videojuego… así se la pasa mamá. Papá pocas veces molesta. ¡Pero si voy bien en el colegio, mamá!, digo con desencanto. Pero ella hace como que no oye mis razones y repite con más ganas la prohibición del día.<br />Lo prohibido es lo más apetecido, escucho decir por los lugares donde transito, en el colegio, a las amigas de mamá, en la televisión, en medio de las escenas de amor que ahora vivo con Mariana.<br />¿Y quién diablos es Mariana? Mariana es un amor prohibido. Tiene novio y yo estoy en el medio. Soy el lunar negro. Soy una piedra en el zapato. Pues, además, su novio es vecino mío, aunque no propiamente mi amigo. ¡Pero es que Mariana es tan linda!… Reconozco que no es nada bueno esto que hago. Una traición es una traición desde donde se mire o desde donde se viva. Pero que se me parta la cara si uno no termina enamorándose de la compañerita de clase que se hace justo al lado, que va a tu casa a preparar las tareas, que te invita a montar bicicleta o te dice que eres muy lindo. En pocas palabras, Mariana es Mariana, con novio o sin novio, conmigo o sin mí. Y creo que de no ser por el novio, yo la amaría menos, es decir, él hace que la vea más perfecta pese a la traición que comete con él. Así es la vida. Y tal vez algún día me lo reprocharé. Pero por ahora deseo suprimir la palabra prohibir de mi vocabulario.<br /><br />Acto 4<br /><br />El abuelo me está abrazando. El abuelo ahora me está diciendo que lo siente mucho, que lo perdone, que nunca me ha olvidado. El abuelo dice que no fue su intención irse de mi lado, no de ese modo ni bajo esas circunstancias.<br />El abuelo llora como nunca lo vi en su vida. Y yo también lloro. Y yo también lo abrazo y yo también le hablo de la falta que me ha hecho y de lo mucho que lo he necesitado.<br />Su abrazo es como mojado. Es decir, por lo que me hace sentir después de tanto tiempo sin percibir ese apretón. No conozco el mar, pero imagino que debe ser como cuando una ola llega a la playa y la refresca con su fuerza natural. Es lo que quiero decir. Eso es lo que siento. La cama parece que se mueve cuando el abuelo se hace a mi lado. Y su respiración tiene el mismo olor de una vida tomando café oscuro y dulce. Lo transpira. No sé cuál de los dos corazones late con más fuerza. Aunque el de él debe pesar más en el pecho por lo grande, por los años que tiene.<br />Ahí está otra vez la araña. Da vueltas sobre el hombro derecho del abuelo. Hace movimientos giratorios como un perro que desea morderse la cola. Hay algo raro en ese bicho, pero igual, no me espanta. Creo que lleva tiempo viviendo entre la ropa del abuelo. Él advierte que yo miro al animal y me tranquiliza un poco más dándome un palmadita de afecto en la cara. Soy feliz, inmensamente feliz de tenerlo ahí, sonriendo, haciendo esos gestos de siempre, demostrándome el cariño que me hizo crecer a vuelo de pájaro.<br />¿Quieres un café o un poco de agua? Es lo primero que se me ocurre preguntarle. Pero él responde que no, que hay prisa, que tenemos que irnos de inmediato. Sólo vine por ti, termina por decir. Yo trato de explicarle que mis padres no están y que se alegrarían mucho de verlo. Yo trato de contarle sobre los sucesos ocurridos en los últimos años. Yo trato de decirle que cómo va a tener afán si acaba de llegar.<br />Con una sonrisa llena de bondad, me dice que nunca ha dejado de saber sobre cada cosa que me rodea y rodea a la familia. Soy un mago, no lo olvides. Y vuelve y me abraza. Aunque no lo creas, nunca te he abandonado, murmura cerca a mi oreja, cada día, lo primero que hago, es saber de ti, de Rogelio, de tu mamá. Sé de la muerte de Dante, que murió por una mala atención en la veterinaria. Sé de los trucos que has aprendido sin mi orientación, y lo has hecho muy bien, muchacho. Sé también que tienes novia pero que por ahora es un secreto (guiñó un ojo cuando dijo esto). Sé cada palabra de lo que se escriben. Sé que escondes un cuaderno con poemas que escribes cuando te sientes triste. Sé muchas cosas, mi pequeño Federico, aunque ya no eres tan pequeño como puedes ver.<br />En el fondo de mis ojos crece una pregunta que no sé si él podría responder. ¿Y si sabía todo eso, por qué me dejó tan solo cuando más lo necesitaba?<br />El abuelo se queda callado. Nunca ha sabido mentir. O al menos nunca ha caído en las versiones que da. Es una historia bien larga, dice como adivinando mi pensamiento. Pero antes debes seguirme, si deseas saber esto y mucho más. Cuando digo que no tenemos tiempo, es porque no tenemos tiempo. Debemos cumplir una cita antes de que el sol se ponga en Altazor. ¿Confías en mí aún? ¿Quieres, como te prometí, aprender el mejor truco de magia de tu vida?<br />Si vi al abuelo salir de mi guardarropa, después de estar desaparecido por cinco años, ¿qué otros trucos podía enseñarme? El camino es tentador, pues se trata del abuelo y a su lado nada me pasará. Pese a ello miro alrededor con titubeos. ¿De qué truco de magia me habla? ¿Qué o dónde es Altazor? ¿Por qué tiene tanto afán, qué misión tenemos qué cumplir? Porque lo dijo en plural, con la firmeza otorgada por sus años.<br />El abuelo se acomoda el sombrero con cierta galantería, antes de decirme no te preocupes por los compromisos de mañana (¿vuelve a leerme el pensamiento sobre el trabajo que debo presentar para química?). La respuesta salta como una liebre. Cuando volvamos sabrás todo sobre química y un poco más. Sonríe el abuelo. Sonríe y me hace sonreír. Me mide su sombrero, el mismo que lleva usando como medio siglo. Ya casi te queda. Entonces serás el mago perfecto.<br />Yo siento que sus palabras me devuelven la vida, o al menos, la fe de un futuro mejor. Yo, Federico, o Feudini el mago, para gloria del abuelo y la familia.<br />Vamos, vamos. Hoy es 31 de octubre, y antes de la medianoche vence el plazo, dice como si yo ya supiera de qué se trata todo esto. Acto seguido me señala el guardarropa. Recordé aquel truco donde el mago hace que ingrese su ayudante y en un santiamén éste o ésta desaparecen. Lo sigo sin preguntar nada. No sé qué podemos hacer dentro del guardarropa, pero si es un juego, deseo jugarlo.<br />El abuelo cierra el guardarropa y quedamos en total oscuridad. Cierra los ojos, hijo, dice y me pone una de sus manazas encima del hombro. Yo te digo cuándo los puedes abrir.<br />Le hago caso. Además de oscuridad, todo es silencio. Todo es nada.<br />O eso pienso yo.</span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;"><br />Acto 5<br /><br />No puedo dar crédito a lo que veo. Después de abrir los ojos por indicación del abuelo, me encuentro frente a la araña. El bicho da un brinco y cae al suelo pero no con violencia sino como si tuviera un paracaídas. Pienso que ya va a alejarse, que se meterá en algún hueco, que irá a cazar insectos o levantar nido en un extremo distante. Pero no. Sucede todo lo contario. Mejor, sucede que se transforma en una persona, en un humano de baja estatura que, por no decirlo de otro modo, es un duende o gnomo. Me aferro al abuelo, ante la mirada imprecisa de la araña que ahora es otra cosa.<br />Su voz me pide que no tenga miedo, que es el señor Jo-güin, el buen mago Jo-güin, el maestro Jo-güin. Lo malo es que no sé quién es el que habla, creo que los dos a la vez, o como si uno fuera la voz del otro pero que de algún modo yo no puedo decir quién hace la voz de quien.<br />Mis ojos están que se salen de sus orbitas. Tengo en las rodillas una sensación de debilidad, que si no es por el abuelo me derrumbo ante lo que creo imposible. Pero si el mago Jo-güin me deja sin habla, con el corazón en la garganta, lo que advierto al instante (la sorpresa de Jo-güin no me había permitido ver todo el panorama) es que estamos en medio de una torre de piedra, en medio de un cerco de animales similares a las ardillas, totalmente blancas, totalmente atentas a lo que dicen o decimos, y luego me doy cuenta de la luz que llega, no como del sol, amarilla, sino una luz rosácea o violeta pero que de ningún modo afecta la claridad de la visión. Por último, entiendo que no estamos en un lugar conocido ni lo que he considerado real.<br />El abuelo me dice ahora, como si siempre tuviera la respuesta, que ese lugar ha sido su hogar durante los años de extravío, que no debo sentir temor alguno, que pronto retornaré a casa. Lo curioso de lo que me dice es que no veo que mueva los labios o abra la boca. No hace ningún gesto que indique que está hablando o que acaba de hablar. Sonríe. Entonces comprendo que el abuelo nunca ha hablado, que lo que pienso es su voz que me llega a través de la mente. Estás en lo cierto, comenta. Aquí nos comunicamos por medio de ella. Telepatía, pura telepatía. Es maravilloso lo que uno aprende fuera de casa. Vuelve a sonreírme. Por eso es que no reconocí la voz hace instantes. Me tranquilizo. Los animalitos siguen ahí, atentos, inmóviles, como esperando algo o leyéndonos también el pensamiento. Ahora la luz ha cambiado de color, pero no sabría decirlo o describirlo. Parece que se filtra a través de un prisma.<br />Me alegra que lo estés entendiendo, escucho ahora al mago Jo-güin. Sé que es él porque su pensamiento me llega como con un eco dentro de la cabeza. Ahora los animales saltan, se agitan. El abuelo me revuelca los cabellos y dice que ellos se comunican con él, que por eso están así al advertir que yo estaba de mejor semblante.<br />Todo se pone más confuso. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Verás, cuando yo llegué aquí me sucedió exactamente lo mismo. Y así ha sido con todos los que habitamos este bello lugar. El abuelo vuelve a meterse en mi cabeza. Debes saber que después de discutir con tu mamá aquella navidad, no me fui de la casa como todos han pensado por voluntad propia, ni fui secuestrado ni llevado a una cárcel ultra secreta, aunque esto último se parece más, pues esa noche me encerré en el garaje, allí donde siempre practicamos nuestros trucos, pero me encerré, aunque no niego que airado por lo sucedido, porque estaba rediseñando uno de los trucos de desaparición, y fue cuando apareció el maestro Jo-güin, justo dentro de la caja que armaba, así como yo hice en tu guardarropa, y al escucharlo, entendí que era inevitable acompañarlo a este mundo. Y ya te preguntarás que cómo así que el maestro Jo-güin se me apareció y sin pensarlo casi acepté estar de este lado y no del tuyo. Pero recordarás que yo ya te había hablado de él, estabas más chico, y contarte los pormenores de cómo y por qué lo conozco es más largo de lo que creo. Lo cierto, o mejor el punto, es que Altazor, como se llama este mundo, es el paraíso de los magos, aquí es donde vienen a parar cuando mueren, y si digo vienen, es porque ni tu ni yo estamos muertos aún, sólo estamos en cumplimiento de una misión, aunque la mía ya está terminando y la tuya comienza.<br />El abuelo no deja de llenarme la cabeza con sus pensamientos. El mago Jo-güin está sentado ahora, pero como en una nube o en el aire o levita, o como si tuviera una silla invisible debajo de su humanidad. Las ardillas (que no eran ardillas sino una forma física de ciertos animales mágicos que allí habitan), forman un enorme círculo como si estuvieran presentes en el estreno de una película. Y por extraño que parezca, ahora, con cada mensaje del abuelo yo veo el hecho como sobre una pantalla, con lo que comprendo mejor el rumbo y a dónde quiere llevar su conversación. Entonces dice algo sobre Houdini que me termina de exaltar.<br />Sí, hijo, el código Houdini, aquí lo hallamos, pues Houdini, por alguna extraña razón (aún para los magos hay cosas indescifrables) no podía moverse ni hablar por voluntad. Llegó a Altazor como una figura de cera o plastilina, y desde entonces son muchos los magos que se han encargado de su cuidado. Pero ahí está el problema: no todos lo que lo han cuidado lo hicieron por beneplácito, o admiración o amistad, no, qué más quisiera uno; buscaban adueñarse de ese código, pues creían que estaba tatuado en su cuerpo o que de alguna manera lo harían hablar. No fue así. Y las torturas recibidas por estos malvados magos deterioraban día a día lo que quedaba de él. Sólo tuvo descanso cuando el maestro Jo-güin lo acogió después de imponer su autoridad.<br />Déjame a mi continuar, escuché la voz del mago Jo-güin, o sus palabras mentales, te preguntas por qué tu abuelo no te dijo nada esa noche, pero la culpa es mía, no se lo permití, pues no estarías preparado para este momento. Es cierto todo lo que te dice, Houdini, después de muerto, no pudo escapar a la prisión que le impuso su propio cuerpo. Él lo sabía, y por eso creó el famoso código de diez palabras; no fue un truco suyo para hacer alarde de un misterio histórico. Ese código encierra un gran poder, y es el que algunos magos de Altazor desean apropiarse para llevar a cabo la conquista de mundos paralelos. Houdini sólo lo creó con la intención de regresar o comunicarse con su esposa. Yo sólo deseo, como la mayoría de magos, que Houdini salga de la cárcel en que ahora se encuentra, que pueda caminar por estos parajes como uno más, disfrutando eternamente de su gloria. Con el código podremos devolverle, digámoslo así, la vida que ahora no tiene en Altazor. No es producente contarte en este cuarto todo lo que debes saber antes de cumplir con tu parte, porque por eso te trajimos. Lo claro está en que hoy es 31 de octubre para el mundo terrenal, y antes de que culmine debemos, o debes tú, Federico, rezar el código ante Houdini. Has sido elegido el médium para gloria nuestra y de la magia.<br /><br />Acto 6<br /><br />Cada vez estoy más asombrado de lo que me acontece. Yo, Federico Pineda, ¿médium o enlace con el gran mago Houdini? ¿Y el código, dónde está? ¿Y sobre todo, qué tengo yo de especial para cumplir con lo que me piden? Las ideas me traen de los cabellos mientras los sigo escaleras abajo, por esa enorme torre como de un castillo de la época antigua.<br />Detrás de mí vienen las ardillas, que vuelan mejor que las aves. Por los gestos del abuelo y del mago Jo-güin, sé que se comunican entre ellos, pero yo no puedo escuchar nada. Eso me indica que pueden bloquear los pensamientos entre unos y otros.<br />Ahora recuerdo que Houdini falleció un 31 de octubre. Todo empieza a relacionarse. Muerto de peritonitis, según el dictamen médico, pero para nadie fue un secreto que días antes, por aceptar un desafío de unos estudiantes que pusieron en duda su resistencia física, recibió varios y fuertes golpes en el abdomen, lo que afectó seriamente su apéndice.<br />Siento hambre. Pues mientras estuve en mi habitación no comí como suelo hacer a menudo. Sin embargo, apenas me ataca la sensación de hambre, en mi mano aparece una fruta similar a la manzana. El abuelo gira para guiñarme un ojo. Esto es lo menos que me esperaba, pienso. Deseo que así sea en mi mundo, que con un clic o con solo desearlo, la comida aparezca de inmediato. Creo que me como cuatro frutas, pues aquella situación me ha despertado la ansiedad de comer desmesuradamente.<br />Llegamos a un gran salón. Todo sigue siendo blanco. No hay televisores ni juegos de video, pero sí muchos libros, y cortinas, y ventanas que dejan percibir un paisaje lleno de vida. La luz, me parece, tiene un color naranja, un olor de incienso.<br />De un lado, si es que no apareció de la nada, surge una mujer delgada, de mediana estatura, de tez morena, que me sonríe con una placidez desconcertante. Sus dientes son bonitos.<br />Ella es Bess, la esposa de Houdini, dice el abuelo. Hace poco tiempo logramos traerla hasta aquí. Y él es Houdini, señala hacia un recodo del salón al tiempo que Bess corre una cortina.<br />Allí encuentro al mayor de los magos terrenales, por así decirlo. Está acostado, y si no fuera por el brillo que advierto en sus ojos, juraría que está sin vida. Las ardillas se instalan alrededor de Houdini, como si asistieran a una marcha marcial (tiempo después me entero que su presencia obedece a que crean un círculo mágico de protección, que ningún mago puede romper).<br />Sin saberlo, o sin considerarlo de ese tamaño, yo estoy a punto de realizar el mayor truco de magia de mi vida. Estoy destinado a salvar a Houdini, y por ende, a la paz y tranquilidad final de Altazor.<br /><br />Acto 7<br /><br />El código Houdini no ha sido una treta del mago. Es tan cierta como sus grandes trucos de escapismo, pero mejor, más perfecto, que nadie pudo descifrar. El mago Jo-güin retoma la historia. Bess está a mi lado, tomándome de un brazo como si yo fuera muy cercano.<br />Ya estás grande, Federico, continúa. Y has llevado una vida moderada y justa para tu edad. Has aprendido de magia con una disciplina acertada, sin dejar de lado otros aspectos propios de tu vida. Y llevas la sangre de Eliseo, que dejó lo que más amaba, a ti, por venir a aportar sus conocimientos en una lucha que no le correspondía aún. Cuando elegí a Eliseo para que aprendiera un poco de mí, tenía tu misma edad. Y sigue aprendiendo como ninguno. ¡Si vieras cómo dejó de comer y dormir mientras buscábamos entre el mundo de Houdini las claves de su código! Y no me equivoqué cuando lo elegí. Ni siquiera yo, con los años que tengo, vislumbré el punto de encuentro, el punto medio que llevaría a la clave y, por supuesto, a que nos encontremos hoy aquí, a que le devolvamos a Houdini la vida que merece vivir junto a Bess en Altazor. Así, tampoco, ya nadie intentará apoderarse de su código, que sólo a él pertenece. En verdad que tu abuelo es un héroe, por su desprendimiento y por no perder nunca la fe. Una fe que tú motivas en su interior, pues en estos años, como ya sabes, no ha dejado de estar pendiente de ti. ¿Recuerdas aquella vez que cayó un poste de energía cerca de ti? No fue cosa del destino que así fuera. El poste iba a caer sobre tu cabeza, sólo que la permanente presencia de tu abuelo lo impidió. Desvió el golpe, aunque esto le trajo consecuencias graves en Altazor porque no está permitido actuar sobre el mundo terrenal.<br />El abuelo carraspea para decir que él no ha hecho otra cosa distinta que servir a su maestro y a protegerme con el derecho que le da la naturaleza de llevar la misma sangre.<br />El mago Jo-güin retoma la palabra. Está ansioso por terminar su relato y empezar con la lectura del código, es decir, de las diez palabras mágicas, que aún no veo por ningún lado.<br />Sea como sea, eres un gran hombre, Eliseo, tienes tu sitio asegurado en Altazor. Y en cuanto a ti, has de saber, porque te lo estás preguntando, que después de mucho investigar (son cientos de libros los que tu abuelo consultó), de recorrer una región y otra, de reconstruir el pasado de la mano de Bess, tu abuelo halló el código de la manera más proverbial que jamás, por lo menos yo, haya imaginado. El código de Houdini no estaba en ningún punto de su cuerpo ni de sus libros ni en los libros escritos por Connan Doyle. Simplemente bastaba un fenómeno de observación, que sólo se pudo lograr al viajar en el tiempo, justo a cada acto que Houdini realizó en vivo.<br />Siento que Bess me aprieta con fuerza el brazo. Está tan emocionada como yo. Sabe que dentro de poco se reunirá con su amado esposo, que volverá a caminar de la mano con el mago que enamoró su corazón. Recuerdo a Mariana cuando me abraza. Pero cuando vuelva le diré que se decida por uno de los dos. No es justo para ninguno. No es una conducta correcta para mi vida, por más que la crea una buena mujer. En todo caso mi corazón también late con fuerza.<br />Es magistral la manera en que Houdini esbozó cada palabra, señala el abuelo que no puede ya callar. En cada acto, durante el momento más espectacular, el más mágico, cuando la gente atiende el punto álgido, al fondo, sobre el aire, aparece una palabra. Tuvimos que asistir a cada evento para recopilarlas. La emoción de hallarlas fue tan maravillosa como la aventura de asistir en vivo a sus actos. Pero algo ocurrió: sólo hallamos nueve palabras. O al menos, tras asistir una y otra vez, y otra, a cada evento, por poco y nos damos por vencidos. Encontrarla, lo he confesado, lo debo a un deseo de Bess: ella pidió presenciar el último momento en vida de Houdini. Allí acudimos. Lo vimos postrado en la cama del hospital, con la derrota marcada en la cara. Y tras ese suspiro que supone el desprendimiento del espíritu, se formó, muy tenuemente, la palabra sobre su cabeza. Increíble pero cierto. Así, hijo, armamos el rompecabezas. Desciframos lo que una vez creí indescifrable, pues no todo el tiempo me acompañó la fuerza de la fe, como dice el maestro Jo-güin. Mis derrotas propias también se nutren de un modo insospechado.<br />Lo digo con franqueza: si esto que vivo es cierto, o si sólo es un sueño, no deseo que por nada del mundo termine antes de resolverlo. Es justo lo que esperaba para mi vida. Revivir mis esperanzas de hallar al abuelo sano y salvo, así sea en este mundo mágico que es Altazor.<br />Y ahora es tu turno, mi pequeño Federico, dice el abuelo. Tu turno de abrirle la puerta a Houdini a este mundo, como piensas. Después, te aseguro, volvemos a casa, porque vida es lo único que tengo para vivir a tu lado, ya verás.<br />Veo al mago Jo-güin levantando las manos. Está ubicado sobre la cabecera de Houdini. Tiene los ojos cerrados. Su cuerpo emana una luz que produce paz como ninguna otra. Estoy nervioso porque no sé qué es lo que tengo que hacer, si sólo leer, o existe un orden para que la magia funcione. El abuelo me alienta para que lea con la fuerza de siempre, con la misma que he deseado ser un buen mago. Bess llora, emocionada. Ahora la luz es de un color marrón.<br />Veo aparecer una a una las palabras que contienen el código de Houdini. No pudo creer lo que mis ojos ven sobre esa pizarra imaginaria. Escucho en mi cabeza que es el momento de leer. Entonces leo como si con ello diera mi último respiro. Al terminar, algo me recorre el cuerpo. Todo queda en blanco, blanquísimo, y dejo de ver lo que pasa alrededor.<br /><br />Acto 8<br /><br />Lo primero que hace Houdini al despertar, al moverse, es abrazar al abuelo. Eso no me lo esperaba. Bess solo se queda quieta para mirar, impávida como yo. Se sumen en un abrazo estremecedor, largo, con llanto incluido. Después se acerca a mí, y también me abraza mientras me dice que se siente orgulloso de mí, que no esperaba otra cosa. Me inquieta lo que me dice, como si ya me conociera. Pero en el mundo de los magos todo puede pasar, pienso. Luego abraza y besa a Bess. El mago Jo-güin los rodea.<br />Houdini no es tan alto como imaginaba. Al lado de Bess se percibe más su baja estatura. Es gracioso como ninguno. No suelta la mano de Bess, como si de hacerlo volviera a sumirse en ese mundo de vegetal. Afuera hay alboroto por lo acontecido. La noticia se sabe en todos los rincones de Altazor. Houdini se prepara para dar un discurso, muy a su estilo. Ríe al considerar que se demoró mucho para salir de esa cárcel, pero que al fin pudo lograrlo. Su código no ha fallado, vuelve a decir. Y me mira. Me mira con una intensidad en los ojos que no sé precisar. Y todos ríen de nuevo, hasta yo que ahora me hago la pregunta del millón: si descifrado el código, sólo bastaba leerse, ¿por qué me involucraron a mí? ¿Qué me hace especial? Esto sólo lo descubrí tiempo después, al lado del abuelo, cuando volvimos a mi cuarto.<br />Es hora de volver, dice el abuelo. Ya hicimos lo que debíamos hacer. El mago Jo-güin asiente. Houdini también da su aprobación, como si ésta fuera necesaria. Hay nostalgia en sus ojos. Yo insisto en que aquí hay gato encerrado, y mucho más cuando nadie me aclara lo que pienso.<br />Antes de abrirse la puerta del salón para dar paso a los otros magos que esperan ansiosos encontrarse con Houdini, el mago Jo-güin dice al abuelo que él ya sabe lo que debe hacer. Por su parte, Houdini se acerca y le dice algo pero vuelven a bloquear mi mente. Entonces ya no me doy cuenta de nada más, solo de sus gestos, solo de que hay un dolor demasiado antiguo en esa despedida. Cuando Houdini me abraza para despedirse, dice que pronto nos volveremos a ver, pero no aclara si aquí en Altazor o allá en la tierra. Me entrega un libro que extrae de la inmensa biblioteca. El mago Jo-güin me dice que cuando llegue a casa, podré obtener comida con tan solo desearlo. Que me otorga ese don. Que espera que yo tenga la prudencia para manejarlo. Los gritos, la algarabía de la gente coreando el nombre de Houdini, es lo último que escucho antes de encontrarme de nuevo dentro del guardarropa. El abuelo abre la puerta. Y sin tanta sorpresa ya, descubro que no ha pasado más de una hora desde que dejé la intimidad del cuarto. Lo que me da a entender que aún no han llegado mis padres. Tengo la casa para mí solo. Y por supuesto, para el abuelo, que me guía para que nos sentemos en la cama.<br />Quieres oír la respuesta que buscas con mis propias palabras, o te vas a leer el libro que te obsequió Houdini. Dice como si le estuviera creciendo un nudo en el pecho. Percibo temor en lo que dice, pero no engaño o dolor. Es mejor que tú me lo digas, confieso, pues por más vueltas que le doy a la idea, aún no entiendo por qué fui el elegido para leer ese código, cuando son muchos los que darían la vida por hacerlo. Se crea un silencio entre los dos tan expectante que me dan ganas de comerme las uñas como hace el novio de Mariana. Tienes razón, Federico. Y debes saberlo todo ahora que serás un gran mago. Con ese libro podrás llegar muy lejos… bueno no distorsiono más lo que deseas saber...<br />Allí está de nuevo el abuelo, con esa actitud de misterio que adopta cuando quiere contar algo que tiene un significado especial para él o para un ser querido. Houdini es tu bisabuelo, dice de una, sin más preámbulos: Houdini es mi papá.<br />Me agarro el estómago porque creo que es una broma para aliviar las tensiones. Hago uso de mi nuevo don y aparece un pedazo de pizza en mi mano. Pero el abuelo no parece estar bromeando. La expresión de su rostro me indica la seriedad de su respuesta. Así es, ya no tengo por qué ocultarlo, y te has ganado el derecho a saber la verdad. El abuelo mira para el fondo del guardarropa como si añorara algo. Sólo un descendiente directo de Houdini podía leer el código. Si no su magia no funcionaría. Serían palabras muertas, polvo entre polvo. Has de saber que soy el único hijo de Houdini. Pero no soy hijo de Bess, ellos no tuvieron hijos. Vine a este país bajo otra identidad, pues la familia no quería que yo sufriera las consecuencias de los medios persiguiéndome para saber más sobre mi padre.<br />Se dice que él le comunicó a Bess el código secreto. Y es cierto. Pero como ella nunca practicó la magia, al ingresar a Altazor, por algo que para nosotros es un misterio, olvidó todo lo relacionado con éste. Algo sucedió para que esto pasara del modo que te hemos contado: ella sin el código y Houdini sin poder moverse o hablar. Pienso que allí hubo manos inescrupulosas que alteraron sus vidas. Por eso la incesante búsqueda en el pasado de mi padre. Otra cosa que debes saber: Rogelio tampoco conoce su pasado. Cree que soy un aprendiz de mago, un fanático de toda la vida, un fracasado que sólo vive de sueños y de glorias ajenas. Rogelio cree que lo más que puede encontrar de sus antepasados es una historia nada acogedora, y por eso nunca ha indagado o hecho una pregunta que trascienda el patio de su casa. Tu padre, el abuelo se aclara la garganta (y en la voz que le sale hay algo de nostalgia y de decepción), no podía cumplir con lo que tú hiciste, porque dejó de ser niño mucho antes de que el tiempo lo definiera, porque dejó de soñar, y su imaginación y su alegría se tornó de otro color. A Rogelio nunca le ha interesado la magia, la desdeña, para él es más importante el estiércol de vaca que una buena ilusión. Así de sencillo. Rogelio jamás comprendería una cosa como esta. ¿Ves lo que te deseo decir? En cambio tú eres un autentico Houdini. Y serás el mejor mago del mundo. El mejor.<br />Escucho cada palabra como si en ellas hubiese un truco de magia. El abuelo sabe que yo no puedo acusarlo de nada. Ocultarme el pasado de la familia fue por una buena causa. Yo debía aprender a ganarme las cosas por voluntad propia, por fuerza y fe. Así lo entiendo. Pronto llegarán mis padres, y debo estar preparado para darles la noticia que el abuelo está de regreso. Que yo estoy orgulloso de ellos y de ser lo que soy.<br /><br /><em>Adrián Pino Varón, Escritor Colombiano.<br /></em></span></div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-40936625684843012122009-10-08T07:18:00.000-07:002009-10-08T07:23:13.491-07:00Un cuento de Pedro Mairal<a href="http://3.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/Ss31QMVbOTI/AAAAAAAAAHI/Vppz0dzk0j8/s1600-h/6.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5390233987570153778" style="WIDTH: 200px; CURSOR: hand; HEIGHT: 188px" alt="" src="http://3.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/Ss31QMVbOTI/AAAAAAAAAHI/Vppz0dzk0j8/s200/6.jpg" border="0" /></a><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">Estuvimos cuatro años de novios con Teresa hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo. Teresa era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, minijardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes en la noche hasta el domingo en la tarde.<br />Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Teresa bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque tirábamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado.<br />Teresa fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo. Porque ella me pedía más, me pedía que aguantara. Dame así, me decía al oído, dame así. A veces poníamos nuestros zapatos bajo las patas de la cama porque la madera rechinaba horriblemente contra el piso de baldosas. Nos pasábamos casi todos los viernes y los sábados en la noche, chocando el uno contra el otro, estrellándonos. Porque eso era lo que hacíamos, nos estrellábamos. Yo era adicto a sus orgasmos, los necesitaba. Pero a ella le costaba alcanzarlos. Me hacía trabajar muchísimo. Ella misma me compraba condones texturados y hasta unos que venían con tachas para provocar más fricción. Todos esos condones que se iban por el inodoro, usados y prolijamente anudados¿ al final de la noche.<br />A ella le gustaba estar encima de mí, me cabalgaba con esa insistencia pélvica femenina de moverse, no tanto de arriba abajo sino de adelante a atrás, un movimiento que se iba perfeccionando a medida que crecía nuestra transpiración jabonosa porque su culo patinaba sobre mis muslos y mi pija le entraba más hondo. A veces yo me incorporaba un poco en la cama, quedaba sentado, y ella me rodeaba la cintura con las piernas, todavía arriba mío, abrazándome, y yo le sentía con mi mejilla el pelo mojado pegado al cuello, y con las manos el canal de la espalda también mojado y tenso.<br />Creo que nuestro secreto era el sudor. yo hasta entonces me había acostado con putas o con noviecitas discretas que no soltaban el tigre. Las putas no sudan en la cama, no pueden desvivirse furiosamente por cada cliente, no les daría el físico para estar así todo el día, o toda la noche. Apenas con unos gemiditos profesionales les basta para alentar y abreviar el forcejeo del macho triste. Las noviecitas discretas tampoco sudan, seguramente porque no es uno quien les despierta la fiebre necesaria sino algún otro novio o amante venidero. De manera que Teresa fue la primera con quien me entregué al zarandeo olímpico. A veces me imaginaba que su viejo entraba de golpe prendiendo la luz y decía "¿Qué están haciendo?" y yo le contestaba "¡Estamos rompiendo todos los récords, suegro!". Pero eso no pasó exactamente.<br />Nos partíamos el alma hasta que cantaba el primer pajarito del día (desde el último perro hasta el primer pajarito). Y creo que nos excitaba el sudor porque el condón era como una barrera seca entre los dos, casi como sexo virtual. En cambio el empape del sudor era real y animal. Era nuestro gran secreto, el estado casi acuático de nuestro abrazo. Un logro mutuo. Teresa me agarraba de la nuca, le gustaba sentirme la nuca mojada. Yo le mordía las tetas, le pasaba la lengua por su esternón salado, le subía la mano por la espalda, le juntaba el pelo largo en una coleta abundante y húmeda. Hay algo que sucede cuando se suda tirando (o se tira sudando), y es que todo se vuelve más fluido, las caricias ya no son sectorizadas, eso de te agarro el culo y luego las tetas y luego te acaricio los muslos, sino que el contacto se vuelve todo un continuo, una sola superficie de placer, las partes del cuerpo se difuminan, se estiran casi, se vuelven un todo escurridizo, sin límites ni nombres diferenciados, la piel se vuelve toda beso mojado, mordisco resbaloso, y se tira entre mechones empapados, gotas que caen por el torso en hilos y hay que despejarse la frente y seguir, seguir.<br />Teresa era incansable, guerrera. Me gusta esa palabra, guerrera, porque realmente la peleábamos juntos en la cama, cuerpo a cuerpo, en un combate oscuro y extenuante que nos aceleraba el corazón en un galope elástico, tierno, con susurros de violentas amenazas de amor dichas al oído, hasta que ella empezaba a desarmarse encima de mí, como a caerse pero abrazándome fuerte y yo me dejaba ir, me dejaba morir, matándola, matándola. Como una yegua sudada ella entraba en el orgasmo. Un animal jadeante después de una carrera. Con la crin pegada sobre la cara, sobre los ojos. Y así nos sosegábamos riéndonos en nuestro gran secreto, recuperando el aire, buscando oxígeno en bocanadas asmáticas. Y en un momento ella, invariablemente, hacía algo delicado y rico: me soplaba suavecito el pecho y me hacía sentir el sudor fresco aliviándome del calor, y yo se lo hacía a ella, le soplaba entre las tetas y hacia abajo hasta el ombligo. Nos alternábamos una vez cada uno y así nos quedábamos un rato desmayados. Después Teresa se volvía furtiva hasta su cuarto.<br />Pero no podía durar tanta felicidad clandestina. Un sábado en la mañana vimos a mi suegro en el jardín con un tipo de overol azul. Miramos por la ventana de la cocina. El jardín estaba inundado y sobre el pasto se veían cositas de colores. Teresa se tapó la boca. Mirá, me dijo. Era el pozo séptico de la casa, que se había desbordado y habían salido a la superficie todos nuestros condones, los polvos de cuatro años decoraban el jardín. El tipo de overol sonreía, el padre de Teresa no. Y lo peor de todo fue que nunca nos dijo nada. Nosotros nos escapamos como si tuviéramos algún programa imperdible y no supimos quién recogió nuestro inventario profiláctico. Pero esa tarde¿ dando vueltas por el barrio sin atrevernos a volver¿ ella me dijo que quizá podíamos empezar a buscar un lugar donde irnos a vivir juntos. Tenía razón. Era el fin de los buenos tiempos y había que empezar a ganarse el pan con el sudor de la frente.</span></div><br /><div align="justify"></div><br /><div align="justify"><strong><em>Pedro Mairal, escritor argentino</em></strong></div><div align="justify"><strong><em>William Cardona, pintor colombiano</em></strong></div>ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-53968602266812519552009-08-13T15:35:00.000-07:002020-05-28T09:04:16.615-07:00El efecto Aura<a href="http://4.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/SoSWpZYkjfI/AAAAAAAAAGQ/Xgle1siej_o/s1600-h/AURA+2.jpg"><img alt="" border="0" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5369582293665222130" src="https://4.bp.blogspot.com/_pkQUCM3-aV0/SoSWpZYkjfI/AAAAAAAAAGQ/Xgle1siej_o/s200/AURA+2.jpg" style="cursor: hand; float: left; height: 200px; margin: 0px 10px 10px 0px; width: 102px;" /></a><br />
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<em><span style="font-size: 85%;">Es Aura una amante a la que le cae bien el adjetivo de exquisita, una mujer de iniciativas apenas soñadas, la afortunada criatura de la montaña y el mar que alcanzó en mí al hombre que la contagia, la secunda, y la hace ir del sexo al amor –o del amor al sexo- en un único movimiento.</span></em></div>
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<span style="font-size: 130%;"><strong>I</strong><br />Mentir o fingir la realidad es mi oficio, pero corresponde esta vez abordarla sin maquillajes.<br /><br />Es de semblante tranquilo, de mediana estatura, amable de trato. Nadie imaginaría al verla los maremotos que auspicia. Otra cosa distinta es tenerla en los brazos, besarla, morirse con ella en la cama, sufrir el arte de su lengua, disfrutar el placer de sus sexos. Ahora bien, más allá de su rotundo sentido sexual, es una muchacha aventajada, de insustituible compañía, con una fuerza de atracción de la que carecen mujeres de mejores físicos. No bien la deja uno en casa cuando ya se desea pasar a buscarla. Tampoco es fácil sacársela de la cabeza luego de haberla tenido. Allí puede quedarse horas, días enteros. De momento no hay barrera que ataje su influencia.<br /><br />II<br /><br />Es una influencia más fuerte que mis ironías de inmune. Me cierra la cabeza. Apareció, creció y no me deja. ¿Le temí? Al final de varias semanas fue imposible eludir semejante compromiso. ¿Tenías miedo, amor?, me pregunta a veces, la mirada puesta en nuestras primeras citas, a principio de un diciembre pleno de brisas en una Santa Marta metida en luces navideñas.<br /><br /><strong>III</strong><br />Tampoco a ella, más racional, le resulta cómodo sustraerse del influjo. “Me mueves toda. No puedo parar” ¿Alguna razón en una historia frágil de razones? ¿Es consciente, igual que yo, de haber encontrado la veta de una pasión que en la cama, contra las paredes, sobre los mesones de cocina, en las escaleras ha atendido algunas de sus más íntimas fantasías? ¿Agradecido? Padezco algo que llamaré el efecto aura: una fuerza que me descentra.<br /><br /><strong>IV</strong><br /><br />Sin exageraciones admito que ninguna mujer me había pedido con unas ganas tan robustas que la tomara analmente. “Anda, cógeme duro. Es todo tuyo”. Ninguna me exige que le muerda la espalda, las caderas y las nalgas con el arrojo de una ternura que es la primera en extrañar. “¿Por qué contigo sí?” No tiene la gran cola, ni las piernas perfectas, pero sí el culito más rico que me hayan servido. El milagro reside tal vez en su abierta disposición a disfrutar un amor que encuentra en el goce físico el complemento irremplazable. “¿Qué me haces, qué hago de distinto?” son inquietudes que ofrezco con más perplejidad que certezas. Quizá solo importe ahora testimoniar los beneficios de un sexo de traspatios higiénico – otro rasgo excepcional-, profundo, continuo y arrasador. A nadie, en fin, he mordido con la más encendida devoción. Asimismo, a ninguna le he permitido libertades que le arrugarían el ceño al más bravo macho de esquinas. Cuentan, entonces, los hechos, las batallas de las sábanas, más que las medias razones de la imaginación literaria.<br /><br /><strong>V</strong><br /><br />Es inherente a la escritura extralimitar fronteras. Función semejante pudiera indicarse del amor. ¿Exagero? “Eres grande, amor”, me dice, “Nunca he sido más feliz”. Niego que el origen de tales impresiones quede condenado a un notorio asunto de tamaño, que importa a la larga. Hemos discutido el punto. Hemos efectuado las mediciones de rigor. Ella las ha hecho con dedos, cinta métrica o con la pura lengua. “Es distinto”, enfatiza “Es inexplicable”. ¿Exagera Aura? ¿Miente? ¿Son sus declaraciones los balbuceos que sirven de colofón a un buen polvo? Presiento, en esos intentos de razonar, la presencia de una mujer al tanto de haber arribado a una zona de plenitud insospechada, donde placer y amor marchan, donde deseo y temor alternan aguas. ¿Me sucede algo distinto? Huí al principio. Ella intenta hacerlo ahora. El amor o la pasión huyen del amor y la pasión. Es la única noción que me queda en limpio. Ahora bien: algo va de formular a padecer esta paradoja que muta el amor y la pasión en enemigos de la libertad, las aspiraciones y los compromisos.<br /><br /><strong>VI</strong><br />Huí de ella casi desde el primer día que la vi en el salón donde dictaba una charla sobre discapacidad. Tal vez porque en el momento en que cruzamos miradas supe, oscuramente, que me haría perder el rumbo de las horas o me acotaría el espacio si no tomaba las debidas distancias. Todo inútil. Me impactó primero. Me cautivo después. Algo similar experimentó ella, que temió menos y asumió una experiencia que no tenía en su horizonte mental, metida de lleno entonces en sus tareas profesionales.<br /><br /><strong>VII</strong><br />Aura es una fuerza irresistible. Es una sonrisa que cautiva sobre todo cuando Aura es Aura sin reservas y, dueña de las aceras, va bien peinada, elegante y mejor puesta al trabajo o cuando marcha a un encuentro conmigo de muchas cervezas, en el que no faltan fotos y tomas atrevidas.<br /><br /><strong>VIII</strong><br /><br />Cógela suave. Cálmate. Traigo estas expresiones a las que Aura recurre cuando me salgo de ruta. ¿Por qué? ¿Es su manera de salvaguardar una relación que amenaza con devorarse a sí misma? ¿Es posible controlar lo incontrolable? Transito un laberinto de laberintos que, a falta de una fórmula imaginativa, denomino el efecto-aura.<br /><br /><strong>IX</strong><br /><br />Digámoslo. Soy adicto al amor-aura, al efecto-aura, al influjo aura, una fuerza que tira hacia abajo mientras yo tiro hacia arriba, o al revés. He ahí el encanto del que deriva su poder. ¿Mañana? Mañana estaremos muertos, según la devaluada expresión de J. M. Keynes. Mañana el influjo podría asumir un perfil de medalla, adoptar el tono de una jugosa anécdota o, en el afán de surtir la materia de un libro más, transformarse en la brava moneda que de cuenta del forzoso mercado de las pasiones.<br /><br />Resta indagarla sobre el efecto que ella padece. ¿Algún nombre? “No sé, marica, tú me jodes. Me mueves toda… pero tiene que parar. No aguanta…”.<br /><br />Tocará aguantar –digo acá- hasta que algo reviente.<br /><br /><br /><em><span style="font-size: 85%;">Clinton Ramírez C.</span></em></span></div>
ADRIÁN PINO VARÓNhttp://www.blogger.com/profile/09347283884668325843noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-21236974626300588062008-04-22T08:44:00.000-07:002008-04-22T08:57:22.957-07:00Antonio Ungar. Narrativa.<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgw5MiDA66-mftk-pl5GGGCQgz-B1XDl6CuJKxWCeDVwyKtwgFNjykQhn7IYvSZDGpCEKr62FW7Zyc2AsKkIO18NE60mYg3QVy72ZvVZR0ZUlvCyOm8pbPAd7ZwxIvC3dIefBbghadGAxWG/s1600-h/radios%252Bdel%252Bsol.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5192097663173114322" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgw5MiDA66-mftk-pl5GGGCQgz-B1XDl6CuJKxWCeDVwyKtwgFNjykQhn7IYvSZDGpCEKr62FW7Zyc2AsKkIO18NE60mYg3QVy72ZvVZR0ZUlvCyOm8pbPAd7ZwxIvC3dIefBbghadGAxWG/s200/radios%252Bdel%252Bsol.jpg" border="0" /></a><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">HIPOTÉTICAMENTE</span></div><br /><div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;">I</span></div><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;">Son las cuatro de la mañana. Mi amigo Pierre está sentado frente a su escritorio, mirando el andén húmedo que brilla al otro lado de la ventana sucia. Sobre un libro hay una taza de café frío. Pierre ha dejado de escribir el borrador de un artículo mediocre sobre cine, se aburre.<br />El cuarto en donde está, en el segundo piso de una casa igual a todas las demás, en ese barrio miserable, húmedo y oscuro, tiene piso de fórmica vieja, muros manchados que fueron grises, una resistencia destartalada, la cama destendida en un rincón, un bombillo que cuelga de un cable sobre el escritorio.<br />Del otro lado de la ventana, debajo del invierno helado de la ciudad, hay una calle en donde se acumula la basura y vomitan los borrachos, en donde cagan los perros de pelea y todo se congela pronto. Del otro lado, la ciudad es Londres: ciudad de hombres miserables en dónde nunca deja de lloviznar hielo; de viejitas locas que caminan todo el tiempo, sin detenerse; ciudad partida por un inmenso río negro y lento.<br />Pierre tiene veinticinco años, el cuerpo muy flaco, la espalda jorobada y el pelo largo, una cara blanca de pequeños ojos verdes. Ahora juega con el cenicero, se distrae pensando en cómo va a usar las libras de su sueldo mensual de redactor de artículos de cine para una revista mediocre; imagina el invierno que viene, los días que le quedan antes de la primavera.<br />De repente oye los gritos de un hombre.<br />Aguza el oído como el perro pobre que es: más gritos, golpes. Se pone de pie, se acerca a la ventana. Es en la casa de al lado.<br />Es una pelea de los Barnes, de los hermanos Barnes, de sus vecinos.<br />El menor, Fredy, pesa cien kilos de músculo y es el orgullo del barrio porque fue campeón juvenil de rugby de los nacionales en algún año, y se puede tomar diecisiete pintas de cerveza seguidas, y además es capaz de volcar un carro con sus propios brazos, él solo, y cada vez que lo hace, que voltea algún carro mal parqueado en su calle, todo el barrio aplaude y vitorea como sólo saben aplaudir y vitorear los ingleses, que es mirando con la cabeza muy inclinada hacia delante, secretando un poco más de saliva que no se tragan cuando sus ojos de ingleses sonríen sutilmente, emitiendo con sus bocas un sonido borroso. El hermano de Fredy, Tedy, está considerablemente más alcoholizado; es una vaca de más de ciento veinte kilos, inválido por una doble fractura de la cadera en un accidente de tránsito debido a su borrachera perpetua, accidente que además le dejó un ojo inservible, lentitud de movimientos y de habla, un babeo constante que su hermano Fredy limpia diligentemente.<br />Pierre oye cómo Fredy Barnes grita blasfemias que retumban en los muros, cómo Tedy gime.<br />Están en el cuarto de sofás rotos y fotos de mujeres desnudas que él ha visto desde la calle. Oye cómo Fredy destroza contra la pared un asiento, cómo se quiebra algo que suena como un plato. Escucha al pobre Tedy, con su voz de estar masticando pasto hace mil años, perdido en otro tiempo más mojado, menos nítido, que se defiende como puede repitiendo palabras sin sentido en una letanía infinita.<br />Los gritos y los golpes contra las paredes son pocos; los silencios se alargan tensando el aire, antes de cada explosión.<br />Después de media hora de batalla violenta y silenciosa, Pierre entiende: una frase completa que sale de la boca húmeda de Fredy Barnes se lo explica: Fredy quiere desbaratar cada mueble de la casa, y gritar todo lo que le dan sus malditos pulmones y si es necesario matar de una vez por todas a esa masa de carne inútil que es Tedy Barnes porque ha desaparecido un fajo de billetes que llevaba mucho tiempo haciéndose más grueso en una caja de galletas con tapa, cerrada sobre la nevera blanca. Pierre oye cómo Tedy gime, cómo se arrastra perseguido por los improperios de Fredy; cómo lloriquea, antes de caerse con todo su peso, tal vez sobre el sofá amarillo. Ahora sigue hablando, pero más fuerte; ahora arma retahílas más largas, frases sin sentido que se han quedado hundidas en su cerebro grande y mojado como el de una vaca, desde el tiempo en que su mamá estaba viva. Y desde allá dice cosas como No no no no debes tomar tanto en esta noche, Fredy, vuelve a Dorham que tu padre lo haría Fredy no debes tomar tanto.<br />Y así al infinito.<br />Pierre mi amigo, del otro lado del muro, lo está oyendo, paralizado por su curiosidad de perro pobre, por ese miedo morboso que lo hace sonreír. De pronto se acuerda de su aparatico nuevo, del prodigio de la tecnología que desde hace una semana descansa en un cajón de su pieza. Saca un micrófono minúsculo, que procede a colgar de una puntilla incrustada justo al lado de la ventana de los Barnes; cinco metros de cable van del micrófono a un reproductor de CD, en donde un raton láser quemará un disquito y grabará nítidamente cada uno de los gritos y los golpes y el desgarramiento de las bestias en la casa de al lado. Dos parlantes minúsculos permitirán oírlo todo mejor. Pierre mira el conjunto con una sonrisa, presiona el botón necesario y se vuelve a instalar junto a la ventana.<br />Fredy está muy borracho. Los veinte billetes que se perdieron eran dos mil libras, todo el capital de la familia para comprar una nevera nueva y una maldita moto, para vivir el resto el mes, y ahora sólo hay una caja de lata vacía que huele a naranja sobre la nevera. Fredy sabe que si Tedy no sacó el dinero, en todo caso vio al que lo sacó. Afirma saber muy bien que su hermano se está guardando algo, que si desde el principio de toda la historia no responde nada y gime y se balancea y mira al piso como un niño, como un demente, es porque sabe algo. Y si no es Tedy, alguien más en el barrio tiene ahora los malditos billetes, y Fredy Barnes va a saber quién es, así tenga que vapulear a Tedy y arrastrar su cuerpo por cada uno de los cuartos de la maldita casa.<br />Cada cierto tiempo, como salida de la cajita negra que graba, se oye la voz de Fredy que sube de tono y arremete contra algo y grita palabrotas, muy borracho (debe tener una botella en la mano, debe rondar a Tedy mirándolo a los ojos, gritándole muy cerca de la cara, casi escupiéndole). Después hay lapsos largos de silencios; tal vez Fredy se sienta a descansar en un rincón, a mirar las paredes rojas y el cuerpo de su hermano. Y los días del mes igual que tendrá que aguantar sin una sola libra.<br />Pierre, sentado en su rincón, asustado, frío, casi sonriente, imagina que Fredy se enteró temprano de lo de la caja de lata; que estuvo buscando por toda la casa y no encontró nada. Que le preguntó a Tedy hasta que empezó a gritarle, que Tedy no abrió su boca y se metió en su cajón de autista. Imagina que entonces Fredy se fue al pub, se sentó solo en la barra, gruñendo, y pidió toda la ginebra que se pudo beber antes de las doce, sin poder creer todavía lo de sus ahorros.<br />Que por eso ahora parece una bestia, que por eso ahora va a encontrar todo su dinero o a matar de una vez por todas a su hermano Tedy Barnes.<br />Las palabras como cuchilladas desesperadas de Fredy Barnes gritan ahora el pasado: el accidente que dejó lisiado a Tedy. Dios. La maldita manía de beber. El dinero. El maldito dinero que tiene que aparecer antes de que amanezca por la buena salud de Cristo.<br />Habla, solo, así, casi sollozando, durante más de media hora. Hasta que parece que el cansancio empieza a vencerlo. Por los parlantes minúsculos se oye exhausto, impotente, al borde de las lágrimas. Parece que se fuera a caer dormido como un muerto borracho, en su alfombra, de una vez por todas. Pierre imagina a los dos hermanos amaneciendo al otro día: más cansados, igual de abandonados y de pobres y de gordos y de animales. Hambrientos, solos, pero más cansados.<br />Parece ser que ya todo se está acabando.<br />Pierre imagina a Fredy sentado en un rincón, totalmente ebrio, llorando como no ha llorado nunca jamás en su vida, derrotado por esa vida de mierda, por esa casa de mierda, por ese hermano que ahora se hace el idiota y brama palabras para sí mismo, palabras que no son suyas sino de una mamá que está muerta y enterrada en un cementerio entre dos autopistas bajo la niebla, y que no van a hacer aparecer veinte billetes de cien libras en una caja de galletas que huele a naranja.<br />Lo que no se espera Pierre es que Fredy se levante súbitamente del silencio, que atraviese el piso de madera del salón con pasos largos, que tumbe una mesa con platos a su paso. Que sin ningún preámbulo, sin decir nada, alce con sus brazos de campeón de rugby el televisor que es una mole de principios de los ochenta, y que con esa caja de piedra sobre la cabeza atraviese la habitación, concentrado, serio como un borracho, y la tire a través de la ventana, y que esa caja de piedra se convierta de nuevo en un televisor en el instante en que se revienta contra el suelo y se le salen, destrozados todos sus vidriecitos, circuitos, cablecitos, pepitas rojas y verdes, contactos cristales fusibles.<br />Y entonces hay otra vez silencio. Mi amigo Pierre está ahora más asustado; a través de su ventana pudo ver los vidrios de la casa de al lado reventándose; ahora está mirando los trozos de televisor que hay frente a su puerta, mojándose en el andén. Hay un minuto de silencio. Pierre imagina a Tedy entendiendo, despacio, muy despacio, que no habrá más televisión, que la televisión se ha ido. Hay un llanto continuo, largo, bajo.<br />Y de repente hay un grito desesperado como de un oso atravesado por una lanza, como de un perro cuando lo coge un carro, como de ese monstruo que ha perdido la cabeza que es Tedy Barnes, que es casi una ballena cuando se levanta sobre sus dos piernas pequeñas que hace diez años no lo aguantan de pie y dando tumbos atraviesa el cuarto y se lanza a bajar las escaleras.<br />Y entonces Fredy empieza a gritar Maldito perro irlandés Ted Barnes ni se te ocurra huir rata cobarde porque te vuelo esos sesos grandísimo hijo de las mil putas maldito idiota, ya bastantes daños me has causado. Y sigue con su letanía mientras baja por la escalera, detrás del ruido que ha dejado su hermano, muy despacio, apenas teniéndose en pie de la borrachera. Pierre conoce la casa de al lado, es igual a la suya, y entonces sabe que Tedy va hacia la cocina.<br />A través de la ventanita del baño, parado sobre el water, Pierre puede ver a Tedy Barnes que está abriendo todos los estantes, desesperado, rompiéndolo todo, tumbándolo todo antes de que acabe de bajar su hermano, que viene antecedido por todos los insultos que le quedan antes de caer exhausto. Pierre ve cómo Tedy logra abrir un cajón y cómo sus manos temblorosas sacan algo negro que pesa entre sus dedos, cómo se devuelve por donde entró, en dirección al corredor.<br />Hay un instante de silencio.<br />Después se oye un grito de batalla de Fredy Barnes que se riega por el jardín y suena en los parlantes negros. Se oye un asiento destrozándose.<br />Y entonces, de repente, una detonación.<br />Inmensa, pesada, retumbando por todo el barrio, en el silencio congelado de las cuatro de la mañana. Pierre siente que las rodillas se le endurecen del miedo, pone una mano en el borde del lavamanos. Hay más de cinco segundos de un silencio afilado, tenso.<br /><br />Otra detonación inmensa, que lo hace apretar más los dedos, se extiende perdiéndose por las calles vacías, vuelve a dejar todo en silencio total.<br />Pierre se queda quieto, perdido. Después, lentamente, con los ojos turbios y el equilibrio turbado como un borracho, logra volver a su habitación. Por el camino imagina, sin saber por qué, las calles vacías de la ciudad, los semáforos titilando en amarillo bajo la llovizna.<br />El humo que sale de una chimenea.<br />Abajo, en la puerta de los Barnes, la cerradura gira. Pierre se separa lentamente del escritorio, se acerca al vidrio. Un hombre inmenso abre la puerta; Pierre puede ver su cabeza rubia, redonda, medio calva. El hombre gime, se tambalea. Da pasos torpes hacia la calle. Parece que su cuerpo se fuera a ir de bruces; tiene puesta una camiseta blanca y sucia que le forra el vientre inmenso; tiene un revólver en la mano.<br />Es el menor de los Barnes. Desde arriba su cuerpo se ve más grande, más gordo, más calvo, más blanco. Tiembla, se tambalea. Llega hasta el borde del andén y se deja caer sobre su culo, con los pies en la calle. Tiene el arma cogida con las dos manos, entre las piernas; se balancea hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, con el arma apretada entre las manos, entre las piernas dobladas. Sólo mira al frente y se balancea, de espaldas a la mirada de Pierre.<br />Mira los carteles, la basura, el muro del colegio: no entiende nada.<br />Nadie ha salido a mirar lo que sucede, nadie quiere saber. La policía tardará en llegar más de una hora. Pierre, desde su ventana, se queda mirando a ese hombre que se balancea y gime en voz alta, que se moja y llora debajo de la lluvia, perdido ya de todo. Pierre se sienta sobre el escritorio, mira, y no es capaz de hacer nada. No piensa, no puede pensar en nada.<br />Después empieza a pensar en ese hombre, en la policía que llegará; en él mismo, sentado en esa casa, en ese maldito barrio, en esa ciudad que no es la suya, mirando ese espectáculo, oyendo los gemidos de un asesino que espera su suerte, a través de unos parlantes. </span></div><br /><div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;"><strong>II</strong> </span></div><br /><div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;">Hace media hora que Tedy Barnes está sentado en el andén bajo la llovizna, observando por Pierre desde su ventana cerrada. Algún vecino se ha asomado; tal vez alguno ha llamado a la policía. Pero debe andar muy ocupada esta noche, la policía, porque Tedy sigue meciéndose sobre su cintura, de adelante a atrás, bajo la llovizna. Y Pierre lo sigue mirando.<br />Pierre ha tenido tiempo de pensar muchas cosas. Ha pensado, sin darse cuenta, mirando a ese hombre en el andén, en sí mismo, en la ventana. Se ha dado cuenta de que está solo en el mundo, sentado ahí.<br />Y también se ha dado de cuenta de que es libre, que siempre lo ha sido. Y que puede hacer lo que quiera. Puede largarse de esa puta ciudad, y convertirse en alguien vivo, real, si quisiera. Alguien real. Piensa ahora que se va a levantar de ese escritorio, de una vez por todas.<br />Que va a empacar un morral con toda su ropa, que va a sacar la plata del banco, que va a salir caminando, va a pasar al lado de ese cuerpo bilioso que todavía se estremece en el andén. Que va a caminar hasta la estación del tren para largarse y dedicarse de una vez por todas a lo que siempre ha querido hacer.<br />Vivirá de robar, dormirá en los parques. Y tal vez lo mejor sea comprarse él también un revólver. Usarlo en el momento justo para atracar una tienda, para ir sobreviviendo.<br />O irse a Australia, en donde cada metro de tierra que pise será tierra desconocida. Y dedicarse a robar. Y a andar. Hasta que lo maten.<br />Tal vez hará también el amor con una mujer larga y morena en una caseta abandonada en un desierto. Se emborrachará con camioneros en una gasolinera.<br />Apostará todo su dinero a las cartas y dormirá alguna noche en una cárcel australiana con un aborigen.<br />O se irá, ahora mismo, a donde esa compañera de oficina de ojos azules y tetas grandes que no se debe haber despertado todavía. No sería difícil: entrar despacio a su casa por el balcón del jardín, abrir la puertica de vidrio, caminar hasta su habitación. Silenciarla de un golpe, ponerle un esparadrapo en la boca. Salir con ella en su carro por la mañana, atravesar el canal.<br />Ir hasta España, pasar a África. Recorrer cada kilómetro de carretera, hasta la última muerte, con esa esclava amarrada en el carro.<br />De repente oye ruido de sirenas afuera.<br />El hombre, inmenso, perdido, se mece ahora más lentamente, mojado por llovizna perpetua. Con el cuello rígido, con la pistola entre las piernas, bien apretada por sus dedos. Sigue llorando.<br />Un policía se detiene a diez metros del asesino, sabe que hay treinta fusiles apuntando a la cabeza del tipo. Abre las piernas y grita Tire el arma y ponga las manos en el cuello.<br />Cuando está a un metro pega el cañón de la pistola a la sien de Tedy, lo mira muy fijamente, se empieza a arrodillar a su lado, mete la mano libre debajo de las piernas dobladas del gigante. Aprieta el arma entre sus dedos. El gigante no la suelta. El policía logra separar los dedos gruesos del arma homicida. La echa a rodar por el pavimento, lejos del cuerpo.<br />Tedy Barnes lo mira a los ojos, lentamente, sin saber ya nada más. Quién es él mismo. Qué es. Qué hace ahí.<br />Y vuelve a mirar al frente.<br />Una furgoneta se acerca haciendo ruido por la calle, detrás trotan diez agentes armados. Pierre ve cómo izan a Tedy, que es un peso muerto, cómo le doblan el cuello, cómo lo sientan en la parte de atrás del carro. Dos policías se meten con él. </span></div><br /><div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;"><strong>III</strong> </span></div><br /><div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;">Ahora, un mes después Pierre está sentado en el comedor de la casa de un amigo común, frente a un plato de pescado y una copa alta de vino blanco. Sonríe. Tiene en su mano derecha la mano de su novia, que no es bonita. Él la mira un instante a los ojos; después se levanta, carraspeando y pidiendo la atención de todos para contarnos la gran noticia de la noche.<br />La gran noticia es que la semana anterior le han dado dos años más de trabajo en la revista académica para la que trabaja; seguirán pagándole el mismo sueldo por los mismos comentarios de cine. Él y su novia van a alquilar un apartamento en Mainstream, muy cerca de la casa en donde está su cuarto de soltero. Mi amigo piensa pedir la nacionalidad inglesa.<br />Cuando termina nos mira a todos, radiante. Propone un brindis. Por su amiga. Por nosotros.<br />Todos nos levantamos. Miro su boca que sonríe, un brillo de saliva en su labio inferior, sus ojos pequeños, dulces y alegres. De perro barato. Cuando se sienta, sus manitas se separan de la copa y de la piel de su novia para volver a coger los cubiertos y trincar otro pedazo de pescado. Se lleva el bocado a los labios y pasa una mirada horizontal, rasante, por la mesa, sin parpadear, sin dejar de sonreír. Se detiene en mí. Me mira, como preguntando algo.<br />Yo sólo puedo inclinar la cabeza y levantar mi copa. Felicitarlo, con la copa arriba y ensayando mi mejor sonrisa.<br /><br /><br /></span><span style="font-size:130%;"><strong>Un muerto es un muerto<br /></strong><br />Está sentado al volante de ese carro negro, ciego en la tarde caliente y densa del trópico, medio dormido por la borrachera. Lleva así todo el día. Algo brilla atrás, en el espejo retrovisor.<br />Se voltea y ve los asientos vacíos; vuelve la cabeza al frente. Recuerda otra vez. A su papá; manejando, hace más de treinta años; ese mismo carro. Un hombre joven, con la barba sin afeitar y la frente grande, que huele a tabaco, que tiene puesta una camisa de rayas azules. Un niño que fue él mismo, sentado en el asiento amplio de atrás, jugando con dos hermanas pecosas, iguales. Una canción dulzona que sonó en el radio.<br />El aire húmedo de la tierra caliente se mete por la ventana. En el recuerdo y ahora. El olor de los plátanos, de la niebla, la luz densa de las cinco. La voz del papá que habló de los plátanos, de la luz, de la música.<br />El hombre que ahora maneja está solo. No va hacia ninguna parte. Está borracho. Tiene cuarenta años y dolor de estómago.<br />No tiene con quien llorar las tristezas: del papá ahora muerto, de las hermanas que no veía desde que eran casi unas niñas y tuvo que ver hace poco, en el entierro. Del país al que acaba de volver, acabada por fin la guerra que supo evitar durante más de veinte años.<br />Se topa con un pueblo al borde de la carretera. Entra despacio por las calles de casas bajas, de zaguanes y aleros grandes, hasta la plaza cubierta de ceibas gigantes. Es un pueblo igual a otro pueblo de la infancia. No lo recuerda, pero sí recuerda los olores mezclados, calientes, de avena y río sucio, de helechos, de carne cruda, de gasolina derramada, que lo hacen bajarse y caminar por los andenes vacíos.Deja que se le agüen los ojos.<br />Decide sentarse en la primera cantina que ve.<br />Para enlazar la última borrachera, en otro pueblo igual, con esta borrachera nueva, la misma. Lleva más de diez días así, perdido en el dolor, metido en los recuerdos, a la deriva. Recorriendo un país que no reconoce, un país muerto, sin gente. Un país de cementerios.<br />Se le va toda la tarde bebiendo cerveza, despacio, mirando la plaza. Mirando atrás, antes. Otras carreteras, otras mesas, otras personas. A las cinco pasa un campesino, descalzo, con un burro atado a una cuerda. Después la calle está oscura y no camina más gente; él sale dando tumbos, a buscar mujeres en otra cantina, a buscar un motel para acabar con la noche.<br />El amanecer le llega en la forma de un bombillo amarillo, de un cuartucho rosado; de una puta gorda, todavía borracha, abrazada a su cuello. Hay un espejo turbio en la pared, un lavamanos que gotea. A través de la ventana rota mira una fila de camiones quietos sobre la carretera de tierra. El gran río, al fondo del cañón cubierto de niebla. Los primeros buitres.<br />Tiene ganas de llorar. Se sienta en la cama. Se pone los pantalones, los zapatos. Sale a la calle.<br />Se desayuna dos cervezas.<br />Recuerda un ataúd negro. Hace una semana. Recuerda que tuvo la certeza, mientras la tierra caía sobre la madera hueca del ataúd, de que ya no le hubiera sido posible saber cómo era la cara de ese muerto, de su papá. Recuerda también a una de sus dos hermanas, en el entierro, con las manos en el vientre, doblada por el dolor.<br />Recuerda a su mamá, rígida, en silencio, sin una lágrima, sola en un rincón. Sabe que trató de imaginarse cómo habrían sido las mil tardes iguales del viejo, de su papá solo en la biblioteca. Sin hijos, sin mujer. Refugiado en su barrio ya para entonces cercado por la miseria y la destrucción de la guerra. Recuerda que lo imaginó arrugado, desconocido, muerto. Llevando a cabo los mismos rituales inútiles de siempre; la tienda del pan, la hora del periódico, las conversaciones con la empleada del servicio, las cartas diarias a las rotativas corrigiendo erratas de artículos sobre la guerra.<br />Recuerda que hace una semana, en el entierro, pensó que tal vez su padre había tenido también recuerdos de antes de la guerra. De cuando estaban todos juntos. De los pueblos tranquilos de tierra caliente. Recuerdos como los suyos: una carretera, música en un radio, el olor de los plátanos, la niebla sobre el río.<br />A las once el hombre ya está otra vez borracho. Como ayer. Se ha tomado una botella de aguardiente con dos empanadas viejas.<br />Está a punto de perder la conciencia. Remotamente sabe que ya no le quedan más pueblos de este lado del río para dejarse llevar, para seguir muriéndose despacio. Que al otro lado del río está solo la sabana interminable, el sol, las carreteras bombardeadas.Nada.Pide otra botella de aguardiente. Después de cinco tragos se le paraliza la cara. El dolor de estómago le llega hasta la espalda. Ya no puede pensar nada más. Levanta los ojos del piso, siente la lengua hinchada.<br />En la misma mesa, en un banquito de madera como el suyo, está sentado su papá, el muerto.<br />El hombre lo mira, temblando. El muerto también mira, dócilmente, casi con dulzura. Después el hombre oye cómo le habla, despacio, en voz muy baja. De los primeros días de la guerra.<br />Del comienzo de un final atroz, sin reglas, sin orden.<br />Sus frases son lentas, opacas.<br />El hombre escucha, con los ojos secos, sin poder mover la lengua, procurando mantener la cabeza firme. Escucha cómo fueron los primeros bombardeos sobre los barrios más pobres de la ciudad. La semana en la que los soldados con cascos azules se tomaron las calles. Cómo patrullaron durante diez días y diez noches y al final firmaron un acuerdo con alguna de las partes, y se llevaron a cinco presos importantes, y se largaron por fin para no volver.<br />El hombre tiene que oír. Eso y más.<br />Todo lo que nunca quiso leer en los periódicos durante veinte años de exilio; lo que le hizo apagar los televisores, botar los recortes de revistas que llegaban con las cartas de los pocos amigos, saltarse párrafos de los periódicos.<br />Sirvió la siguiente ronda de trago con mano temblorosa, apoyando el tronco en el borde de la mesa.<br />El muerto le hablaba ya de las llamadas de mamá, cuando todavía había teléfonos.Diciéndole desde París que se fuera. Que dejara la casa, que huyera en los aviones militares. Le habló también de un fajo de billetes de diez dólares en un sobre con estampillas de Francia, que él botó por la ventana para que lo recogieran los últimos niños de la calle. Porque él no quería dólares, ni vivir en París, sino que lo dejaran en su barrio tranquilo, seguir existiendo en paz entre sus libros, ejecutando con puntualidad hasta el día de la muerte sus rituales mezquinos.<br />Y habla de cómo ese dinero le hubiera podido salvar la vida, después, en los días más duros, cuando los soldados desaparecieron una noche y tuvo que defender la casa de la turba, la última casa del barrio ya destrozado. Habla del disparo de revólver que le había alcanzado un hombro. La herida inofensiva que lo mataría lentamente después de varios meses de agonía. Acompañado por una empleada del servicio que tampoco tenía ya a dónde ir.<br />Encerrados los dos en la casa. Solos.<br />El borracho escucha todo eso, temblando, con la botella todavía agarrada por el cuello. Callado. Mirando a su papá, que está muerto.<br />Eso es lo que cree el borracho. Porque el borracho se escucha solo a sí mismo.<br />Porque los muertos no hablan.<br />Porque los muertos están muertos, y no se ven.<br />Solo está él. Caído de la borrachera en su mesa vacía.<br />Le ofrece un trago al muerto. Pero el muerto no quiere beber más. El muerto mira el abismo del río con los ojos entrecerrados y no vuelve a abrir la boca.<br />Y el borracho, él, se levanta impulsado por algo que sale de su estómago y le tensa la lengua, por un grito que se le queda atragantado. Da tres pasos tambaleándose, se cae.<br />Se despierta mucho más tarde ahí, recostado contra una columna del alero, en el andén sucio. Mira el cañón profundo del río, los buitres planeando bajo el sol.<br />Siente que se puede parar; lo hace; adolorido, con la piel mojada de sudor. Le entrega al hombre del mostrador un billete sucio.<br />Camina muy despacio hacia su carro. Se demora en prenderlo.<br />Sale del pueblo por la única carretera, llega hasta el puente medio destrozado y logra atravesarlo; desde el pueblo se ve, rodando muy despacio. Al otro lado del río está la sabana interminable, el sol, ruinas de pueblos.<br />Carreteras bombardeadas durante la guerra.<br />Al otro lado del río no hay nada.<br /><br /><em><span style="font-size:78%;">Antonio Ungar. Escritor colombiano autor de los libros Zanahorias voladoras (2004, Alfaguara), Las orejas del lobo (2006, Ediciones B), De ciertos animales tristes (2000, Norma) y Trece circos comunes (1999, Norma).</span></em><br /></span></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-6769635807344108682008-02-27T14:02:00.000-08:002008-02-27T14:08:23.648-08:00En el esplendor del Caimán Cienaguero<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiY51fTiLQiMOLshpzBx9XGPm0XtRKzaRzJTgCVZhZWCLsDH0p1SA9UBvBPDZvEH7DrhtzbiQSOG32ffIfSigxnprgTg9DeKEAP3wyeTIeGTkhDZJrk2iYVTajzV41Pt-sSYubtgqU64-mJ/s1600-h/Chalchiuhtlicue.jpg"><span style="font-size:130%;"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5171784373863619602" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiY51fTiLQiMOLshpzBx9XGPm0XtRKzaRzJTgCVZhZWCLsDH0p1SA9UBvBPDZvEH7DrhtzbiQSOG32ffIfSigxnprgTg9DeKEAP3wyeTIeGTkhDZJrk2iYVTajzV41Pt-sSYubtgqU64-mJ/s200/Chalchiuhtlicue.jpg" border="0" /></span></a><span style="font-size:130%;"><br /></span><div align="justify"><span style="font-size:130%;"><strong>XII Encuentro de Escritores del Caribe Colombiano</strong> </span></div><div align="justify"><span style="font-size:130%;"></span></div><div align="justify"><span style="font-size:130%;"></span></div><div align="justify"><span style="font-size:130%;"><em><span style="font-size:85%;">Por Adrián Pino Varón</span></em><br /><br />El Festival Nacional del Caimán Cienaguero 2008, dejó uno de mis mayores asombros: Descubrir en uno de los pueblos costeros más representativos de la Costa Caribe, la unión de toda una comarca en torno a un mito: la historia del caimán y Tomasita.<br /><br />Sin embargo, durante el pasado 16 y 17 de enero de 2008, por invitación del señor Alcalde Luis Gastelbondo a través de su organizador, el escritor Clinton Ramírez, esa misma comarca se reunió al son de las palabras del XII Encuentro de Escritores del Caribe Colombiano, de la poesía, del cuento.<br /><br />Hubo otros asombros: una bella muchacha de nombre Kristal; el Temple del Parque Centenario contrastando con un cielo despejado; mi encuentro, después de algunos años, con mi buen amigo Winston Morales, el hijo de Schuaima; y descubrir que Evanis Rafael Potes, uno de los poetas invitados, para muchos desapercibido –incluso para mí-, presentaba en la revista No. 12 de Mesosaurus, cuatro textos de honda plenitud, de gran vuelo y belleza.<br /><br />No pretendo ahora hacer una exhaustiva introducción de lo que fue el evento, de si fue bueno o malo o a alguno de los invitados no le llevaron el agua a tiempo para calmar el ardor de la fuerte temperatura. Quiero destacar que lo hecho por la administración municipal de unir estos dos eventos (Festival del Caimán y Encuentro de escritores) fue una buena iniciativa de llevar a sus gentes folklor y palabra. La costa colombiana se ha caracterizado por su incansable clamor de fiesta, baile, danza, ruido, cerveza; de pre carnavales, carnavales y pos carnavales; de los ambientes donde poco o nada importa la cultura, la historia, o se aprovecha cualquier motivo para extender la rumba hasta los bellos amaneceres. Por eso mismo, es tradición que una fiesta sea una fiesta; sólo que esta vez, con las mejores intenciones, la administración municipal decidió rescatar el encuentro de escritores y aprovechó la Fiestas del Caimán Cienaguero para llevar a cabo el XII evento cultural.<br /><br />La velada nocturna al lado de la playa, con danzas y recital a bordo, con una exquisita cena y el concurso de todos los invitados, fueron momentos de un realismo mágico pocas veces presentados, o a los cuales muchas veces no tiene un escritor la oportunidad de participar: atrás quedaron aulas, salones o auditorios, y por el contrario, brilló la noche con antorchas y el ruido del mar al fondo, y con pocos invitados dispuestos a saborear el breve instante de un poema o un cuento.<br /><br />Más que agradecer lo vivido en esos dos días en el municipio de Ciénaga, es invitar a los gobernantes para que permitan que esta clase de eventos literarios se propaguen -dejando a un lado el folklorismo-, para bien de la memoria de los pueblos, de su cultura, de interactuar con los escritores a viva voz y dejar un mensaje de cofradía que ayude a reconciliar al mundo con aquellos principios ancestrales.<br /><br />Por último, deseo terminar esta semblanza con un poema de Evanis Rafael Potes, a quien le extiendo mi saludo por su sencillez y la factura de sus palabras:<br /><br /><strong>Manos</strong><br /><br /></span><em>Estas manos que se agitan en la negra noche<br />Las del pan, la flor y la hierbabuena.<br />Manos que se trepan al árbol y se desvanecen como frases secretas.<br />Las mismas que leyeron en la huella digital del río<br />Un alfabeto de lomos azules y grises<br />Las que se derraman elementales en su oficio de manos.<br /><br />Míralas, para ella no hay otro tiempo. Llueven hacia dentro<br />Como aves en el alar cuando la oscuridad arrecia.<br />Las manos de todos los hombres como un único día<br />No hay viento que las defina en su carrera hacia lo esencial,<br />Hacia ti,<br />Hacia la nada…</em></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-25672014706986405872008-02-18T07:04:00.000-08:002008-02-18T07:11:51.731-08:00Una salvaje necesidad*<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiwPFVnj7sAB1PxF1rhysj1jAS0DHX8lWxYtkg1uDNty3tPM-9XL5iHiyNKJpYvwQROgrYAeSQC2aLmyUIT5EE9tx1bkmDceZIWElsb4mmylFraYASvAg0o-PgRU8BvBGoK8h2ons2LcaZK/s1600-h/am-heh.gif"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5168337997616028674" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiwPFVnj7sAB1PxF1rhysj1jAS0DHX8lWxYtkg1uDNty3tPM-9XL5iHiyNKJpYvwQROgrYAeSQC2aLmyUIT5EE9tx1bkmDceZIWElsb4mmylFraYASvAg0o-PgRU8BvBGoK8h2ons2LcaZK/s200/am-heh.gif" border="0" /></a><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;"><em><span style="font-size:85%;">por Ricardo Solis<br />Exclusivo para La Jornada de Jalisco</span></em><br /><br />Acercarse a Efraim Medina Reyes (Cartagena, Colombia, 1967), descrito como “el más brillante, peligroso y sagaz escritor de la actual narrativa colombiana” es, por lo menos, delicado. Pero la dinámica se establece como en el “fogonazo y apagón” de la tradición alcoholizante. A un tiro responde otro. De un intento de reportero a un ex boxeador aficionado que no ha conocido la victoria…<br /><br />–¿Cómo describiría su trabajo literario?<br /><br />–Escribir para mí es el resultado de una búsqueda que tiene muy poco que ver con la literatura; es algo en el tejido nervioso, una salvaje necesidad de expresar lo absurdo e inapropiado que me siento en cada circunstancia. Creo ser una persona intuitiva y emocional, al mismo tiempo me divierte experimentar con diversas formas y niveles de lenguaje. Nunca me propuse ni pensé ser escritor; detesto a los escritores, me parecen fofos y aburridos. Escribir me permite reflexionar sobre las cosas que me obsesionan como el aislamiento a que nos somete el tipo de sociedad esquizofrénica que hemos construido o la forma como hemos convertido el sexo en mecánica funcional y el amor en una lánguida y perversa costumbre. Me gustaría empezar todo de nuevo, partir otra vez desde el génesis en compañía de Paulina Rubio.<br />–¿A qué atribuye que gran número de sus lectores sean jóvenes?<br /><br />–Mi lenguaje franco y directo tiende a romper esquemas; más que jóvenes por edad me lee gente vital y de mente abierta. No escribo, como el pendejo de Dan Brown, para satisfacer el gusto mediano. Dejo la piel y el alma en lo que escribo y pretendo convulsionar e incidir en la vida de quien me lee, confrontar sus certezas y dilemas. Crecí influenciado por el rock y el cine underground e imagino que en mis libros hay códigos que unen e identifican a varias generaciones.<br /><br />–En alguna entrevista aseveró que su lugar preferido para vivir es Bogotá, ¿qué la hace especial?<br /><br />–Es una urbe plena de contradicciones, una ciudad inmensa, sin embargo, plena de humanidad. También feroz y despiadada, pero divertida. Hay miles y miles de sitios para ir a bailar, millones de bellas mujeres que saben amar y odiar en el mejor de los modos. El transporte, el ron y las putas son más baratos que en cualquier otra parte. La gente es muy educada, hasta los asaltantes suelen tener buenos modales. Si no fuera por el excesivo número de poetas por metro cuadrado sería una ciudad perfecta.<br /><br />–¿Qué opinión le merece la literatura que se produce hoy día?<br /><br />–La mayor parte de la literatura actual es física mierda; hay pocos escritores y demasiados “funcionarios de la literatura”. Me aburre leer a mis contemporáneos, no hay emoción ni intensidad en lo que escriben, no hay fuerza ni inteligencia. Escriben para mantenerse en el “mercado” y porque según ellos es su oficio. ¿Cómo puede ser el oficio de alguien ser escritor? Uno está en el mundo, tiene ira y desenfreno, ha tenido noches inolvidables y resacas terribles. Uno está jodido y entonces golpea la pared, suena el bajo, corre entre los automóviles o escribe... Pero para los pendejos que desde el comienzo tenían como objetivo ser escritores y estudiaron literatura o cosas afines y han sido o todavía son profesores de semiótica y tonterías por el estilo, para ellos escribir es un oficio y por eso no paran de producir caca de ratón enfermo.<br /><br />–¿Cómo mira o piensa la tradición literaria de Colombia?<br /><br />–Negar el valor literario de García Márquez sería una necedad, pero detrás de esa inmensa momia sagrada hay excelentes escritores y poetas, como Luis Carlos López, Fernando González, Alvaro Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo, Raúl Gómez Jattin, Andrés Caicedo.<br /><br />–¿Hay algún escritor que admire o deteste de manera especial?<br /><br />–Le tengo afecto y admiración a Juan Manuel Roca, es un poeta extraordinario y un ser humano honesto y vital. No creo detestar a nadie, pero la gente que se toma demasiado en serio me parece peligrosa.<br /><br />–¿Cómo diría que influye la situación sociopolítica de su país en lo que se escribe?<br /><br />–Muchos “funcionarios de la literatura” viven en Colombia de envasar las desgracias en formato novela. Hay algunos libros donde existe la preocupación por interpretar y explicar esa terrible realidad que nos abate, pero en la mayoría se trata sólo de vender el muerto antes que se enfríe, justo como hacen los periódicos sensacionalistas.<br /><br />–¿Es la primera vez que viene a México?<br /><br />–Como diría Roca, “regreso a México por primera vez”. No estuve antes, pero es un país que está en mí. Crecí viendo cine mexicano y escuchando a mi madre cantar rancheras y boleros de Javier Solís. Después llegaron los arduos parajes de Rulfo. Me encanta la comida mexicana y creo ser uno de los más fuertes bebedores de tequila que hay en el mundo. Y lo mejor de todo, hace años tuve una novia de Tijuana con la que atravesé muchas fronteras en una pequeña y pobre habitación de hotel en Bogotá.<br /><br /></span><span style="font-size:85%;"><em>*Entrevista aparecida en la Jornada de Jalisco (México) con motivo de la Feria Internacional de Libro de Guadalajara</em></span></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-34416110094297222602008-02-03T11:50:00.000-08:002008-02-03T12:02:43.178-08:00JR. Cormorán. Narrativa.<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhKZ7FMQl6NAYgOH95KPiNBqCv6uthkHBSl7_jxV5YF3iKN9K5MG8AwEFMC7_umVZtlRdDfoEzWeWvoguBFCirIg5fSoYfZ4zYOonylXCit0YcG76V7tASW4VwfLnFMTQEdg-OIgbbFKFHE/s1600-h/nehet.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5162844817187344962" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhKZ7FMQl6NAYgOH95KPiNBqCv6uthkHBSl7_jxV5YF3iKN9K5MG8AwEFMC7_umVZtlRdDfoEzWeWvoguBFCirIg5fSoYfZ4zYOonylXCit0YcG76V7tASW4VwfLnFMTQEdg-OIgbbFKFHE/s200/nehet.jpg" border="0" /></a><br /><div align="justify"><span style="font-size:130%;"><strong>Mañana siempre puede ser el día</strong></span><br /><span style="font-size:130%;"><br /><em><span style="font-size:78%;">A la memoria de J. J. Lapeira<br /></span></em><br />Elude en las esquinas los vientos contrarios de la ciudad. El gato de un salto escapa al techo al presentirla en el pasillo. El perro finge dormir escondido entre sus orejas lanudas. Nadie los obliga a ser fieles. Incluso a ellos la vida les señala los límites de la amistad. No es a ellos tampoco a quienes ella viene a visitar sino a alguien que ya no cuenta, así se empeñe en prolongar el aliento aferrado a la lectura de un libro inacabable.<br />Ella lo encuentra leyendo recostado en la cabecera de la cama. Aprovecha la luz de la mesita de noche. Se fija apenas en la lámpara de capucha azul. El hombre la siente deslizarse en la habitación. Espera el momento hace meses, desde que no está en condiciones de valerse del todo por sí mismo, aquejado de un reumatismo pernicioso. Asomado al borde del libro que sostiene a la altura de la cara, la ve despojarse de sus ropas de trabajo, tomar una toalla del perchero, seguir al baño para darse una ducha caliente, en una sucesión que tiene la calidez de una rutina cotidiana, la consagración entrañable de un ser cuyos movimientos uno conoce de memoria, sin necesidad de abrir los ojos.<br />Piensa tener derecho a una frase que ella ni verá mal ni tampoco contestará camino del baño:<br />—Llegas algo tarde. ¿Mucho trabajo?<br />Ha podido ceder frente al espejo del baño a una frase predecible:<br />— ¡Estoy horrible! Este año sí me voy a tomar unas vacaciones.<br />Regresa sin esfuerzo a la concentración de la lectura. Es su deseo olvidar los movimientos que le llegan del baño a través de la puerta entreabierta. También él necesita unas vacaciones que siempre postergó pensando que todavía el tiempo seguía siendo su mejor aliado. Ahora el tiempo está agotado. Ella en cambio es joven, y, aunque se sienta algo agotada, podrá tomarse un descanso en el momento que lo quiera. La siente regresar envuelta en una toalla de playa.<br />No sabe que él puede verla. A lo mejor finge ignorar no saber que él sabe que puede verla. Frente al tocador se aplica en la cara una de sus cremas de manos, que riega alrededor de los ojos, de los pómulos altos, a lado y lado del mentón, concentrada en devolverle firmeza a la expresión de la mirada. Es imposible ignorarla y favorecer la atención que demanda la lectura. Ahora se masajea con fuerza la cabeza húmeda, hundiendo las yemas de los dedos en el cuero cabelludo. Envuelta aún en la toalla pasa por encima de él para tomar un lugar en la cama. Cede a la tontería de pensar que nada hay más adorable que una mujer hermosa recién bañada.<br />Ella repara en el hombre, en el pijama de colores que lleva puesto, en el curioso título del libro, escrito en la parte superior de la carátula: una lectura imposible. ¿Qué querrá decir aquello de lectura imposible? ¿Imposible significa imposible? Ha aprendido en una carrera nunca vieja que los escritores —las más raras de las plagas raras—, en posesión de miles y miles de recursos, son hombres intratables, capaces de hacer decir a las palabras lo que no significan, como una verdad que siempre aletea —jamás del todo revelada, sino apenas sugerida— frente a los ojos de quienes sientan mejor su pálpito. Asimismo conoce de algunos que hacen avanzar sus historias retrocediendo, que prefieren contar una parte a toda la historia, que en vez de atenerse al conjunto se empeñan en exaltar los detalles. Ella no se andaría con tantas vueltas. Es amiga de la lógica lineal. Medita en el asunto que la ocupa, sabiendo que ejecuta un plan que otros diseñaron. Actúa en una operación de la que solo es un instrumento, hermoso si alguien desea admitirlo. No goza de la libertad de efectuar una toma veloz, si a eso va, sin ninguna cautela, que prive al hombre que lee, o finge leer, de la oportunidad de verla a los ojos. Nada de tomar ninguna iniciativa. Las instrucciones recibidas —en un mundo dominado por el protocolo, rutinario en la argucia del procedimiento— son inequívocas al ordenarle actuar solo una vez el hombre concluya la lectura y en la humedad del patio vecino cante el primer gallo. Tiene que acogerse a su papel, así no entienda por qué allá —adonde pertenece, donde casi nunca está— se toman demasiadas consideraciones con el vejete que lee concentrado un voluminoso libro de cuya lectura no va a sacar ningún provecho práctico. A la mañana siguiente, una vez el sol esté en lo más alto del mediodía, él al fin estará muerto.<br />Sabe que el servicio que debe suministrar le exigió someterse a una dirigida sesión de instrucciones, una secuencia de disposiciones que encontró artificiosas, pero sobre todo un tanto insultante de su condición, de sus años en el oficio. Ve en el exceso de atención no solo un derroche injusto de tiempo, si se tienen en cuenta a los miles de hombres y mujeres necesitados de una visita de emergencia. Las decisiones de su mundo, sin embargo, han sido siempre incomprensibles, inescrutables, cuando no paradójicas. No de otra manera habrá que calificar que se prologue el aliento de quien ya ha vivido bastante, pero se corte de un tajo limpio la vida de un hermoso conquistador en la plenitud de su vida. Ha sucedido muchas veces. Sucedió con Alejandro — muerto demasiado pronto —, solo para poder prolongar la brillante vejez de alguien tan chocante como el engreído señor Goethe. Quizá este exceso que favorece al hombre concentrado en la lectura tenga una explicación. Acaso sea el reverso de una ejecución sumaria que de momento no se aventura a identificar en un apretado mapa de la historia. Es un acto, sin lugar a dudas, absurdo el que ejecuta, una pérdida que la obligará en las próximas horas a trabajar de manera simultánea para mantener el promedio de muertes fijado, que este pareciera ser cada mes la única realidad que interesa a los invisibles directivos de la sección a la que está adscrita, en un universo en donde el ascenso a los niveles más altos de la jerarquía solo favorece a aquellos que cumplen órdenes sin jamás indagar en razones. ¿Cómo olvidarlo? En un mundo hecho antes de ella nacer es quizá la única verdad sabida, estructurada en derredor de un principio en el que el instructor le insistió durante el tiempo de su aprendizaje:<br />— Usted es entrenada para ejecutar operaciones precisas. Su función es operativa. Yo solo coordino planes. Llegará el tiempo en que usted me reemplace para iniciar su ascenso, una carrera que solo pocos sortean. Así que, aunque sea legítimo ilusionarse, prepárese más bien para tener los pies bien puestos sobre la tierra.<br />La siente dormir exhausta pero sin sobresaltos a su lado. Ha tenido seguro una noche constante, yendo de aquí para allá, de los cerros a la playa, de un hueco a otro de una ciudad que crece sin orden, que vive cada vez más de prisa, que no cierra nunca todas sus ventanas, acudiendo a la agonía de un baleado, cerrando los ojos a una viejita inconsciente, asistiendo el feroz envenenamiento de un enfermo de amor, que todavía en esta época existen a pesar de los vientos que corren, de descreimiento, de indiferencia. Quizá prestaba un último auxilio infeliz al entrar la llamada a su ordenador de muñeca:<br />— Adelante. Su cita ha sido autorizada. El que sabemos espera.<br />Inútil eufemismo. El que sabemos es él. Sobra imaginación que comprenda que allá, en una frontera imprecisa, aunque siempre delante de los ojos, el mundo se deba igualmente a un rigor sin el que nada sería nada. Formas. Es todo lo que cuenta. Formas, procedimiento, exactitud, silencios, órdenes que cumplir, cifras que más tarde el encargado de su sección expone en una pared luminosa al lado de los reportes matriciales de las otras secciones en que está dividido el oficio: números, fríos, en colores, que nunca aluden a ninguna pasión como a ninguna miseria humana, que solo permiten constatar, en las reuniones trimestrales de fines de año la exactitud matemática con que los altos directivos definieron unos objetivos tan incomunicables como ellos mismos.<br />Quizá él, poseído de un acto inusual, deba ayudarla, librarla de la misión un tanto humillante que le ha sido asignada. Tal vez esta sea la obra perfecta que no se atrevió a escribir pero con la que en todo momento soñó. Sabe que nada más falaz que la creencia que proclama como obra maestra aquella que carece de imperfecciones. Aunque solo sirva de consuelo —o sea la simple frase célebre de un moribundo— esta noche está dispuesto a gritar, si fuese preciso, que no existe obra maestra que no sea imperfecta, inacabada, única forma de ser una posibilidad abierta a otros. Es todavía su método creativo, incluso ahora que escribe nada: hacer todo bien sin acabarlo jamás, sin entregarlo a nadie. Sí, a él no le interesó jamás disputarle a ninguno el domino de la eficacia pública.<br />Metida en las sábanas, el cuerpo doblado sobre un costado, la muchacha se protege de la luz de la lámpara con los brazos. El suyo es un oficio difícil de cumplir, cada vez más sometido a un complejo ordenamiento burocrático. No ve tampoco el día de solicitar un cambio de aire, o, por lo menos, el envío de una asistente a la que ir enseñando una ciudad que la tiene fastidiada, si bien está emplazada en un marco natural envidiable frente al mar, si bien al crecer genera una enorme demanda de servicios, muchos de estos en circunstancias violentas, que la obliga a una máxima concentración a fin de estar presente en el deseo del homicida de turno, en la mano involuntaria que dispara un tiro que termina en la cabeza de la mujer que ha retirado dinero de alguna entidad bancaria.<br />Repara sin pudor en su cuerpo desnudo, delineado debajo de la sábana, que le ofrece inútilmente un perfil de firmes como de bellas formas, sin duda jamás acariciadas por una paciente mano humana. ¿No habrá sentido alguna vez, una sola siquiera, el deseo de ser amada? Quizá su manera de amar, letal, veloz, suceda justo al tiempo de prestar sus servicios. Es una especulación que leyó una vez, insuficiente sin remedio, que no se detiene a pensar si ella es siempre ella o si también es él. Supone que siempre será el y ella. Ella en la atención de los hombres y él en la atención de las mujeres. Solo así tendrá sentido, piensa, la idea que supone que solo en el momento de cumplir con un oficio que la define, ella, nunca él según un orden impuesto, puede ser amada. Se niega sin embargo a semejante refinamiento. La lógica llama a la imaginación a las filas del juicio. Ella es ella, y nunca conocerá el amor. Ni siquiera ahora que podría tomarla si quisiera. Un acto insólito, del cual la muchacha sería la primera en sorprenderse, de consecuencias que renuncia a imaginar.<br />Lamenta que el oficio carezca de humanidad, que le resulte igual una edad de la historia que otra, que jamás discrimine intimidades ni se niegue los más desalentadores límites. La enseñaron no a pensar, sino a prestar un servicio rápido, si se puede, y, en lo posible, limpio de molestias. El asunto de esta noche, sin embargo, violenta todas las normas de celeridad y economía tan proclamadas en los congresos, una auténtica hipocresía según ve, que más tarde que temprano redundará en la pérdida de reputación del oficio. Acepta resignada que la muerte también se desprestigia. La perspectiva la aterra. Ella es un objeto del pasado. Ya es una curiosidad que alguna tarde será exhibida en la vitrina de un gélido museo.<br />El deseo de un retiro cercano, que jamás es fácil calcularlo, le sale al paso como una realidad inmediata. Es al menos una molestia menor comparada con la actual carga de trabajo y las proyecciones estimadas para los siguientes años. La gente va más de prisa y muere sin saber que vive, que ha vivido. La jubilación, sin ser plena, la seduce, aunque tal vez sea más tolerable entrenar a nuevos aspirantes —auténticas legiones en ciertos periodos— que asumir alguna coordinación de escritorio en el inmenso engranaje de un universo que no termina de conocer, el que solo cree entender en su función general.<br />Duerme sin remedio. A él le enternece velar su sueño indefenso. Es una pena, bien puede pensar ella —soñarlo—, que de donde viene aún no inventen, sin olvidar los años invertidos en investigación, la muerte para la muerte, un esfuerzo idéntico al de inventar la vida para la vida. Pero, ¿por qué es sensible al sueño de una presencia temida? Quizá en ella vea demasiada humanidad frustrada, igual habitada de desesperanza, de hastío, de vanidad, de la necesidad de olvidarlo todo. Nada la diferencia de ninguna mujer que viva de este lado y no del otro lado. ¿Este lado, aquel lado? Es una mujer del otro lado que vive de este lado, donde pasa la mayor parte de su tiempo, donde pulula la materia de su oficio, como ahora, que está ahí, al alcance de sus manos, plena en las palabras que él piensa por ella, única, irrepetible, solo para él, incapaz de hacer algo por ella, que solo añora su liberación y dibuja entre sus cejas la figura de su liberador.<br />Vuelve a la lectura convencido, él más que nadie, que un exceso de imaginación arrastra un exceso de lúcida amargura. Ninguna duda tiene de la generosa ignorancia del bruto que solo vive para satisfacer los compromisos inmediatos de comer, dormir, ir al baño, tumbar a una mujer en cualquier rincón. Queda el mérito de rogar a un esquivo Dios. Igual nada pierde con poner en un par de oraciones el íntimo deseo de la visitante. También ella —y tal vez más que nadie— tiene derecho a ser escuchada. En la facultad de teología enseñan todavía la naturaleza de los milagros. La fe es, aunque rara, una aliada impredecible. Nadie quita después de todo que una de estas noches sea su noche, una vez concluya la lectura de un libro que cierra páginas con la muerte de su alucinado personaje, un anciano caballero que murió cuerdo y vivió loco, según le encantó decir a su autor.<br />El perro ladra en el patio. El salto del gato al pasillo de piso ajedrezado termina de despertarlo. El voluminoso libro está tumbado cerca de la almohada donde ella colocara su cabeza húmeda. Mañana será otra vez la noche. Mañana, piensa sin aprehensión, siempre puede ser el día. El hoy de ahora habrá algunos, hombres entre los que no se cuenta, que lo vivirán con pasión. Hay que ir de momento al baño, que el cuerpo también es un amigo puntual como la brisa que fecunda los árboles en la acera vecina.<br />Recordó su despedida al salir:<br />—Duerme. Hay mucho trabajo, pero esta noche prometo venir más temprano.<br /><br /><strong>Una conmemoración sin palabras</strong><br /><br /><span style="font-size:78%;">Todos los 31 de octubre el joven teólogo agustino visita Wittenberg. Las aguas del Elba lo traen directo a la puerta de la iglesia de Todos los Santos. La mirada es la de un hombre que piensa y siente la vida de manera distinta. En el antiguo palacio del príncipe elector, este año que agoniza, será el muchacho encargado de recoger las limosnas.<br /></span><br /><br />Visité Wittenberg en 1932. Estoy cierto de ello porque, aunque tengo una poderosa memoria, he consultado mis diarios y apuntes. Una combinación de trenes me condujo, saliendo de París, a una ciudad de viejos castillos y de muchas iglesias que empezaba a vivir el ajetreo de un puerto industrial y de un intenso comercio.<br />Cuesta admitir que una ciudad cambie y que lo haga sin nosotros. Es igual que sea la nuestra o que sea otra de la que hemos sabido en las descripciones e imágenes que otros nos regalaron.<br />Los muelles y bares que encontré modificaron mi prefigurada idea de la ciudad, adquirida en mis lecturas de Lutero, aquel robusto monje que un 31 de octubre, a plena luz, clavó en la iglesia de Todos los Santos sus 95 Tesis, proposiciones en las que cuestionó, muy especialmente, la concesión de indulgencias, esa institución papal que a cambio de dinero vuelve al pecador amigo de Dios y al señor más señor. Es de admirar la resolución con la que proclamó la libertad de leer la palabra de Dios, una herejía sin duda orientada a minar la autoridad de los teólogos y dejar sin piso la hermenéutica beoda de obispos, frailes, clérigos y monjes.<br />Las tesis que clavó en las altas puertas, sobre dura madera, las escribió en los respiros de una temprana, fatigante y fallida traducción de los Evangelios. No imaginó que el reto público a los mundanos doctores de la Iglesia degeneraría en la excomunión, en el rechazo del Emperador, en la reclusión de Wartburg y en un nuevo partido, conformado por la chusma amotinada, una masa de artesanos y campesinos en cuyo favor no hubiera escrito una sola línea. Planteó una modificación en el rito, que concibió conveniente a la fe y benéfica —para la nobleza, harta y celosa de los privilegios de Roma—, pero que terminó en una revolución, una irreconciliable fractura que no concluye.<br />Indiscutida suerte la de Lutero. La exposición de nuevas ideas le exigió sentar doctrina —otra tarea imprevista—, asistir a juicios, cabalgar caminos, presenciar levantamientos, reconocer saqueos y admitir feroces aplastamientos, pero, sobre todo, soportar largos periodos de silencio… El cuerpo se le volvió flácido. Alguna mañana, al estirar los brazos, debió descubrir que la lucidez empezaba a abandonarlo, que un ejército de ángeles, en una sola noche, le cambió los edificios, las calles y la gente a Wittenberg.<br />Una ventana —el Elba corre indiferente—sería desde entonces el único punto de contacto con un mundo que tomó la decisión de olvidarlo.<br />Solo, entregado a la lectura, los labios cerrados, los enemigos, los que fracasaron en la refutación de la condena que hizo de los lujos del papado, le inventarán un suicidio. Él, alguna noche de inusitada franqueza, sin que le haga falta una pulida superficie en donde aún reconocerse, decide no defraudarlos, no empañar una invención, sino ratificarla. Está convenido que una mentira se anula con otra mentira. Ellos les mienten a todos, pudo pensar, él les mentirá a ellos.<br />Revisé mi memoria y confirmé que coincidía de alguna manera con mis mapas de la ciudad. En la iglesia del Castillo destacan dos tumbas: una es la de Lutero y segunda, la de otro reformador alemán: Philip Melanchthon. Evité algunos pasillos y ciertas galerías. Frente a una vitrina, fingí admiración al descubrir una publicación. Me veo, incluso ahora que escribo esta tardía crónica, adquiriendo copia de Lugares comunes de la teología, una famosa disertación de Melanchthon en favor de la reforma protestante, una pieza que a nadie interesa ya y que los entendidos citan sin leer.<br />Recorrí una y otra vez la casa de Lutero, convertida en museo. Una edificación amplia, sobria, de firmes paredes, dispuesta a informar de un tiempo que se niega a salir del tiempo. Alguien me condujo a las casas de Melanchthon y de Lucas Cranach, un artista este último cuyo arte nada me dijo ni me dice. Me emocionó conocer, en cambio, la iglesia en la que Lutero predicó. No es arquitectónicamente una obra digna de recordar. Sería impensado compararla con otras iglesias. Es una edificación cuya importancia le sigue viniendo de Lutero. Una guía, una atenta y ligera renana de hermosos cabellos rojos, me sacó de un sitio para meterme en otros. De dónde salió y a qué hora empezó a ser mi guía, no quiero ni siquiera proponerlo como una inquietud. Sucedió. Estaba allí y no podía hacer otra cosa que escucharla y seguirla. Me hizo gracia y, a mi edad, ni joven ni viejo, ni inocente ni demasiado malo, casi a la mitad de mi vida, la dejé hacer. El francés que le propuse le bastó para responder las muchas consultas que sin razón aparente me descubrí haciéndole. Recordó, en algún momento, detenida al pie de una pesada escalera de toscas piedras, que era 31 de octubre, por lo que propuso ir ante el edificio de la universidad de Halle, claustro este que absorbió, según creyó conveniente señalar, a la vieja Universidad de Wittenberg, la misma donde Lutero estudió Teología y fue profesor de Teología Bíblica.<br />“Octubre”, me dije. Mes también importante para los alemanes porque igual en un octubre, aunque separado por varios siglos de la conflictiva época de Lutero, nació Nietzsche en el pueblo de Rocken, en el seno de una respetable y rancia familia protestante de provincia. ¿Qué más de particular tendría octubre? Entre nosotros, admití, en el trópico, al otro lado del océano, es un mes lluvioso, una explosión de sucesivas tormentas con vientos que echan abajo fincas y lanzan casas por los aires. Un par de años antes había estado en Rocken, de visita en la casa —firmes paredes y severo tejado a dos aguas— donde naciera el precoz y solitario Fritz, como lo llamaron siempre sus amigos de estudios y juegos. La casa me impresionó. Tenía casi las mismas medidas, la misma disposición rectangular, las mismas tres ventanas laterales y el mismo techo a dos aguas de la casa de finca de mis padres en Bureche, en Santa Marta. Asimismo me impresionaron las claraboyas triangulares ordenadas a lado y lado del tejado, que a la distancia semejan ojos avizores. ¿Repararía en ellas el niño Fritz durante los paseos en el jardín? Un mezquino gozo intelectual vino en mi auxilio oyendo a mi locuaz guía. “¡Oh, gozoso mes de octubre! ¡Bienaventurado seas!”. Sentimentales palabras estas que el padre de Nietzsche, un respetuoso pastor cristiano, pronunció el día del bautizo de su hijo. Solícita, ajena a mis narcisistas perplejidades e ironías, pisando terreno firme, la encantadora chica me condujo sin esfuerzos al pie de un viejo roble. No me dejó informarme sobre la especie a la que pertenecía el árbol ni sobre la altura promedio que alcanzaba. Empleando un tono de voz más familiar, menos ejecutivo, pronunció unas palabras que aún deploro por irremediables:<br />— Aquí quemó Lutero la bula papal que condenaba sus doctrinas.<br />Se refirió, por supuesto, a bula condenatoria del Papa Julio X.<br />Le concedí abundar en explicaciones inoficiosas sobre la protección del Príncipe de Sajonia, sobre la reclusión de Lutero en el castillo de Wartburg, que le permitió traducir el Nuevo Testamento. Nada me obligó a confesarle que conocía mejor que ella la involuntaria, astuta y afortunada obra de Lutero. Me sentí incapaz de tratar con ella, una simple guía, el verdadero sentido de la reforma protestante, en una época de cambios rotundos, con una Iglesia insufrible para los finos zapatos de la nobleza europea. Inútil explicarle que, unos años antes, había abandonado mis estudios de Teología en París. Ella estaba allí para explicar y conducir y no para oír explicaciones y ser conducida a ninguna parte. Adopté un aire de sincero silencio ajeno, una urbanidad feliz si se trata de camuflar descontentos y de hacer ver que el universo y sus criaturas son un cielo todo de ángeles. Dócil, buena gente, concluido el recorrido oficial, propuse ir a una taberna. Allí, mi acompañante demostró tener buen apetito y saber tanto de cervezas como de música barroca. Al anochecer, aceptó, escondiendo la mirada y escasa ya de palabras, regresar a un muelle del puerto a beber una botella de vino. Abrazados, siguiendo el movimiento de las ondas en la oscuridad, me recitó un fragmento de la Canción de la noche, de Zaratustra. Sorprendente la calidez y la energía sin patetismos que puso al recitar, en ásperas palabras, el dolor y la soledad del hombre Dios que concibiera la insólita cabeza de un Fritz harto de ser parte del estrecho mundo protestante alemán. Sentí que en mis manos aparecía la punta de una nueva madeja, que volvía a salir a claridad de la noche y el mar, libre de remordimientos, ajeno a la sangre de mis ropas, entregado a un cielo que bien pudo haberse propuesto las inquietudes y las especulaciones que quiso sobre la criatura que fui en esos momentos. ¿Por qué el poema de Nietzsche, y no algún otro, menos colosal, más simple, más propicio a la intimidad? ¿Qué impulsó a mi rojiza y pequeña Sherezade a recitar a Nietzsche, que no es el mejor poeta alemán ni precisamente el más recomendable? Ni se lo pregunté ni quise encontrar en mí una razón. Otras dudas me ganaron, mientras la oí recitar, sin atreverme a imaginar con quién en realidad me tropezaba, yo, que andariego y bohemio en las noches y los bares de París estaba familiarizado a darme de narices con los más inauditos personajes. La abracé, estrujándola contra mi costado, sin arma que oponer a la noche, a la complicidad de las aguas, al cielo solitario y a las sombras de las embarcaciones fondeadas en el puerto. Dormimos en una pensión del siglo de Lutero. No le creí —nunca creo lo que me dicen—pero igual acepté ir allí sin protestar. A ella le asistía el derecho de vender bien su mítica ciudad y yo, menos seguro que siempre, frente a la dificultad que encierra el tránsito de toda línea recta, asumí de buena gana la posición de gastar unos dólares extras en cualquier maquillada impostura.<br />Regresé a la mañana siguiente a la iglesia. En la casa museo adquirir una copia de las 95 Tesis. No me resistí y compré Apología, de Melanchthon, obra apasionada y profunda que defiende la Confesión de Augsburgo, propuesta esta en la que joven teólogo, amigo y portavoz de Lutero ante la Dieta de Augsburgo en 1530, promovió un definitivo entendimiento entre protestantes y católicos, una muy sutil treta alemana de repartir el pan y el vino.<br />Me despedí de Wittenberg un mediodía. En la estación del ferrocarril, al partir el tren, la fogosa e inteligente renanita de rojos cabellos y pecoso rostro, me puso en el bolsillo de la chaqueta una postal de un desnudo de Cranach, otro motivo que me impulsó a tomarla de la cara y a mirarla por última vez a los ojos.<br />La dejé a orilla de la carrilera mientras el tren salió traqueteante de la estación, echando resoplidos de bestia recién liberada.<br />El río apareció a la izquierda, amplio, apacible, indiferente a los afanes en los muelles y a las miradas de las ventanillas del tren, de uno de los muchos que salían y entraban por entonces a Wittenberg.<br />Saltó en mí una suerte de relámpago, un ventear de ola en la ribera fangosa, un fondo de cielo que puse en palabras que nunca dirán todo lo que un hombre es capaz de sentir, cree pensar y ve en un único momento.<br />Mi última imagen de Wittenberg es la de un viejo barco en la dársena, fijo en el encanto y el ingenio de la mano segura mano infantil que lo trazara. ¿Iría el niño en mi mismo tren? Me bastó saberlo de cortos, cuaderno y lápiz en las manos, mirar el río desde la ventanilla de algún vagón de primera. Igual que en una realidad que se fuga, bajo sus trazos los muelles del puerto hierven y los mástiles y los cables compiten con las aves el favor del cielo.<br />Nadie se acordará de Lutero, pensé, aunque todos ahora, a muchos años de sus esfuerzos, piensen y actúen según él indicó en unas sucias hojas. Volví a mirar el desnudo de Cranach. Me olvidé del niño dibujante. Haber salido a encontrarlo en su vagón habría sido un exceso que la imaginación no perdona a la vida. Una ocurrencia en cuyo costo me niego a pensar. Tardé semanas en cambio en olvidar el olor y el aliento de mi bella renana. Todavía puedo sentirla, a tantos años de mi cuerpo, curiosear sin afán, vivir la metódica ceremonia del amor de una sola noche.<br /><br /></span><span style="font-size:130%;"><em><span style="font-size:78%;">Publicado en El Informador, Agosto 13 de 1975. Cormorán dedica el escrito a su amigo el historiador J. J. Lapeira, muerto diez años atrás, con quien acostumbró a tertuliar en el café-bar Tulita. El texto aparece en el Cuaderno XII con un subtítulo: Vida infeliz de la muerte.</span></em> </span></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-80185256787323293472008-01-05T08:30:00.000-08:002008-01-05T08:42:15.658-08:00Clinton Ramírez C. La paradoja de Jefferson<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhaKXOdnEzndIi7_U1UYG3H969oxcOpte1EL3jFXLAkPssjQUsY8BOe0SsKzjtjxuqB0BGtG-hN2OAfXLJGcv_DECGrVCAykGyxpzr8OcPccP2uNNBTgQUel-cg3tTsniir6I1xQLfpc7ed/s1600-h/shu.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5152032914592194354" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhaKXOdnEzndIi7_U1UYG3H969oxcOpte1EL3jFXLAkPssjQUsY8BOe0SsKzjtjxuqB0BGtG-hN2OAfXLJGcv_DECGrVCAykGyxpzr8OcPccP2uNNBTgQUel-cg3tTsniir6I1xQLfpc7ed/s200/shu.jpg" border="0" /></a><span style="font-size:78%;"><em> </em><em>Para Cárul Ramírez C</em></span><span style="font-size:130%;"><br /><br /></span><span style="font-size:130%;"><strong>El tulipero<br /></strong><br />Tomas Jefferson fue el tercer presidente de la Unión Americana. En 1819 tal vez, retirado en Virginia, concretó un aplazado proyecto. Quería sembrar en el jardín de su casa un tulipero, árbol que hizo traer de un apartado bosque del estado.<br />Los vecinos le advirtieron de la inutilidad de la empresa al antiguo granjero. Desconocían en el venerado dirigente al hombre a quien habían elegido dos veces presidente, al que secundaron en la idea de crear un partido, al que le dieron dinero para fundar la universidad del estado en Charlotesville. Un acto insensato. El árbol tardaría años en crece. Sus ramas se tomarían otros muchos antes de alcanzar el cielo de Monticello. La severa moral americana, intrincada ya en la joven nación, exigía beneficios más tangibles, más inmediatos.<br />— Cuando el tulipanero sea un árbol de veinte metros, usted y yo no estaremos para disfrutar de su sombra—, le confesó alguna tarde un viejo amigo.<br />Una hoja verdiazulada cayó cerca de la pareja de ancianos. El tronco del árbol no medía aún un metro de diámetro. Un golpe de vista bastaba para identificar su rama más alta. El cielo seguía muy arriba, indeterminado, indiferente a las acciones humanas.<br />Jefferson estaba sentado en un mecedor de balancines. Un antiguo colaborador suyo se lo había hecho traer de un bazar holandés. En su segunda presidencia el mecedor lo había salvado de tomar más de una decisión acalorada. Al concluir el mandato lo único que llevó consigo a Monticello fue el mecedor de las penas, las iras y las pequeñas venganzas. Las circunstancias en juego exigían una respuesta de una contundencia simple. El dinero invertido, el tiempo que el árbol tomaría en crecer, el escaso beneficio que recibiría en vida. Su dialéctica empezó a trabajar de manera lenta. Enfocó el horizonte inmediato. El sol en su retirada cubría de momentáneas islas rosadas el cielo. En la tarde calurosa una mesita blanca —entre los hombres— sostenía una jarra con limonada y dos vasos. El tulipanero se había convertido en una auténtica espiga en el ojo. Comunicar una decisión de Estado habría sido más fácil, menos envolvente. Observador, disimulado, buscó en el piso una escupidera inexistente. Toda la vida había practicado juegos verbales íntimos, ceremonias incomunicables que apenas satisfacían su vanidad intelectual, sus gustos aristocráticos. En los alrededores, al otro lado del profuso jardín, los chicos del vecindario jugaban con un madero sin pulir a darle a una pelota. El emocionante desarrollo del juego concentró su atención. El vecino no tardó en seguirlo. Uno y otro examinaron la mecánica de un entretenimiento infantil que contagiaba a los mayores. En un campo de la universidad estatal alguien —un tal Brown— había propuesto, no hacía mucho, la organización del juego del bate y la bola como un deporte formal. “Esta es una nación de oportunidades”, anotó el ex presidente. “Una nación absurda”, puntualizó el vecino. El conservadurismo del amigo lo irritaba, aunque igual le servía para espigar en terreno sólido sus ideas. Buen hombre de Estado había procurado tener a lado y lado de su sillón a hombres que pensaran distinto para tener con quienes sopesar y confrontar, así no lo hiciera de manera pública. Nunca dejaría de preferir a sus adversarios de ideas. A los partidarios en cambio, a los áulicos, a los simpatizantes de entendimientos alegres, los había mantenido a distancia sin ofenderlos, entregados a la rutina, a la técnica de la administración. La política tampoco jamás lo abandonaría, lo perseguiría adonde quiera que fuese. Muy a su pesar tendría que tomar decisiones que afectaban o servían a otros. Quien anotó que en el mundo había un exceso de políticos precisaba examinar mejor la realidad. Los hechos siempre serían de una materia firme aunque esquiva al entendimiento inicial. Había más bien una escasez de políticos. A la gente le interesaba poco —muy poco— tomar decisiones directamente. El hombre común prefería que otros las tomaran, quizá para evitar responsabilidades innecesarias, pero también para tener en quién expiar la propia falta de valor. Hubiera preferido ser un granjero común, solo que los hechos o una energía superior a su voluntad, a sus preferencias, lo había obligado a ser un hombre de acción. Un mimado del poder. Muchos le habían formulado esta acusación. En su defensa, medio en broma, medio en serio, argumentaba que él más bien era un esclavo de las ideas, un fanático del progreso humano. Alguna vez, acorralado en una entrevista que escrutaba su sed de poder, había tenido una salida magnifica. “Algo de Alejandro o Napoleón debió haber en la sangre de mis padres. Quizá la energía de esos hombres no haya aún abandonado el universo”. Risas. Aplausos. Muerto de miedo agradeció con íntima satisfacción que la indagación hubiera derivado a temas menos metafísicos. Se sentía acorralado. No encontró al alcance una escupidera —imaginaria, por supuesto— en la que desahogar el miedo a equivocarse. Haberse atrevido a sembrar un árbol que tardaría años en derramar su sombra sobre los pabellones de Monticello no encerraba ningún sin sentido. Más bien el dilema estaba en la forma de actuar del vecindario, que en verdad no parecía preparado para pensar en el futuro, en el destino de anónimas generaciones. La inversión que hiciera en el trasteo y la siembra del tulipanero no se diferenciaba en nada de la inversión efectuada en la fundación de la universidad estatal. Los verdaderos beneficios se verían al término de muchos años. Quizá nadie, ni siquiera él, los podría identificar todos.<br />Hubo dos cambios de turno al bate. Al principio del tercer cambio de turno, el ex presidente volvió el rostro a su vecino de mecedor. Ninguna empresa le había sido esquiva y la que tenía frente a él lo sería menos, pero no deseaba ofender el buen sentido del amigo. A uno y otro la vejez los convocaba. Muchas tardes quedaban por compartir en una sucesión con cortes precisos, tal vez anticipados en una invisible tela. Una modesta lucidez le ensombreció la mirada. Su discurso fogoso cedió lugar a un ejercicio de amistosa prudencia.<br />— Es verdad —comenzó diciendo—, usted y yo no contamos, pero si mira a alrededor suyo va a entender. El tiempo invertido en la siembra de nuestro árbol no será un tiempo muerto —reparó en el tronco, en las ramas en expansión. Su interlocutor hizo otro tanto—. Nadie impedirá que otros disfruten los beneficios de su sombra. Ahí tiene usted al fin mi definición del poder. Esta es la riqueza de la que ningún economista dice nada.<br />El argumento sonó convincente. Un chico saltó en el jardín. Jefferson sirvió una nueva tanda de limonada. El chico, un pelirrubio fortachón, recogió la pelota cerca de la raíz del joven tulipero. El árbol no medía más de cuatro o cinco metros. El vecino volvió a reparar en el tronco, en las delgadas ramas del árbol. Él mismo, al igual que medio Monticello, había acompañado el recibimiento del tulipero unos meses antes. Un salto regresó al chico a los límites del improvisado campo de juego. Los hombres lo vieron balancear el cuerpo, lanzar la bola por encima del hombro, en un movimiento poderoso, lleno de vigor, de dura competencia. Movimientos como el del chico, pensó Jefferson, habían hecho de la Unión una nación sobresaliente. Una sonrisa de tácita aprobación leyó en los ojos de su interlocutor de jardín y amigo de limonadas.<br />— Mírelos. Ellos son la verdadera riqueza. Los árboles que esta nación precisa cultivar.<br />En el corto plazo nadie equivoca un argumento. En el largo plazo nadie recuerda con agrado las viejas ideas. El sentido común terminó acaso concediendo razón al amigo de Jefferson. Razón en una dirección elemental. El tulipanero creció. En algún momento, impreciso, indeterminado, sobre el que apenas es posible imaginar un registro solitario, comenzó a ofrecer los beneficios de una sombra cada vez más espesa. El carismático ex presidente de la Unión había pasado a ser solo un nombre ilustre al principio de una lista populosa. Los chicos del vecindario crecieron, estrenaron bigotes, corrieron al frente tras las glorias y las miserias que la guerra reparte generosa. Muchos de ellos marcharon a Nueva York: la socorrida ciudad de todos. Algunos, menos esperanzados, imbuidos de la silenciosa tenacidad de Jefferson, movidos por extrañas corrientes invisibles, tomaron el áspero camino de los nuevos estados del oeste. No pocos jugaron en las ligas pioneras de un deporte que se transformó en la industria más popular de los Estados Unidos. En un tiempo que marcha a saltos, Lincoln muere a manos del actor aficionado Booth, el sur arde, el Bambino se cansa de batear, los japoneses atacan posiciones americanas en el pacífico, Marilyn Monroe se esfuma y J. F. K. cae atravesado en Dallas.<br />Miles de hombres envidian, envidiarán, el exclusivo tiempo del tulipanero. Se conserva la mecedora de Jefferson. Una parte de su jardín de Monticello sobrevive o imagino que lo hace. Otras manadas de chicos —todos ellos de recio color— juegan frente a la casa del ilustre ex presidente. Las tardes del tulipanero parecieran tocar el infinito con sus ramas. Observo la bonga que detuvo alguna tarde la mirada moribunda de Bolívar en su viaje a San Pedro Alejandrino. Pienso en el árbol de Jefferson. Ninguna duda cabe. Una tarde hermética lo resguarda de la furia del norte que azota las calles descubiertas de Santa Marta. Estará próximo a coronar la altura que su naturaleza le permite.<br /><br /><br /><strong>Esperanza de Goethe:<br /><br />El bosque de hayas<br /></strong><br />Al otro lado del Atlántico, Goethe, que aprendió a amarlo todo con serena intensidad, tuvo una suerte distinta a la de Jefferson. No sé si lo favoreció o lo condenó el simple hecho de ser escritor.<br />A los 35 ó 36 años, Goethe, que urdía la primera parte del Fausto, emprendió la tarea de plantar en Weimar, no muy lejos de la casa de la familia, árboles de robles, de hayas y abedules. Los sembró sin ayuda de nadie.<br />Los árboles transformaron el sitio en un bosque muy visitado. Su fama creció en la medida en que lo hizo el prestigio de Goethe. El amor lo condujo al sur de Europa, la escritura lo mantuvo confinado a la mesa de trabajo, los halagos públicos lo obligaron a ser frívolo. Sin faltar a una hermética fe, en los días de más calor, Goethe escapaba al bosque. Marchaba solo o en la compañía de F. von Schiller, huyendo siempre del asedio de la horda de románticos versificadores que se habían apoderado de Weimar. Al morir Schiller —una muerte prematura que lloró a solas, en silencio—, el bosque lo veía llegar acompañado de muchachas ansiosas de su saber, pero más aficionadas sin duda a sus deslices líricos, que no fueron pocos.<br />No se conoce un caso de fidelidad semejante. Al regreso de un primer viaje a Italia corrió al bosque, que comenzó a llamar “el bosque de hayas”. Carlota von Stein, la otra Carlota, no sólo le enseñó el valor del amor adúltero. Ella misma le regaló —en medio de una avenida de robles jóvenes— dos observaciones exactas: atemperar el estilo y la conveniencia de introducir otros temas en su obra. Cerca de allí, en la pieza de una antigua hostería, finalizaron la relación de común acuerdo. En las calles vecinas el invierno invitaba a la melancolía, de ninguna manera al amor físico. En un extremo del bosque planearon un encuentro final. Al pie de un frondoso roble la pareja se detuvo. El invierno cedía sus medidas a una tarde agradable. Nunca del todo bien puesto frente al misterioso proceder de la amante, admitió caminar en el borde mismo de una pérdida admitida. Quería agradecer en ella el amor adorable, cantar las delicias de la conversación, alabar el arte de los años. Nada en lo que pensó parecía estar a la altura y riqueza de estilo de la amiga. Un comentario trivial acudió a sus labios. Todo lo que está adentro // está afuera. Carlota cerró los ojos y él la besó algo trémulo.<br />En el bosque de hayas, el genio adoptivo de Weimar, el ex servidor del duque Carl Augusto, hizo lo que quiso, lo quería y lo que pudo. Al amparo de sus árboles había confirmado que la mano que el sábado empuña la escoba es la que mejores caricias prodiga el domingo. Su arte más acabado corre parejo con la popularidad del bosque. Allí concibió poemas, adelantó la teoría de los colores, discutió con la sombra de Schiller el futuro de Weimar.<br />Le robó espacio a la muerte y le restó tiempo a la redacción de la segunda parte del Fausto —una escritura que lo mató en más de un sentido— para compartirlos con los árboles que sembró medio siglo atrás, cuando en el corazón conservaba restos de la tragedia del pálido Werther. Arribaba a su paraíso al principio del crepúsculo. Salía de allí entrada la noche en los cielos plomizos de Weimar. En silencio, metódico, elegante al caminar, fingía no ver las parejas de amantes entrelazadas, cuchicheantes, camino de las sombras más espesas.<br />Quiso creer en la inmortalidad de su bosque de hayas. Entiendo que esta fue una refinada manera de anticiparse a la destrucción de una forma amada. “Esta es la obra por la que recordarán al querido Werther”. La frase, salpicada de coquetería, es, por supuesto, de Carlota Stein, pero pudo haberla inspirado Carlota Buff, la mujer que lo despreció a los trágicos veinte. No estaba nada mal admitir la mentira que dictaba el momento. Ella lo había engañado antes y él la engañaba para siempre. Yo hubiera procedido igual al sentir escapar sus manos de mis manos. En un encuentro imaginario me habría detenido a escudriñar el oleaje de la despedida en sus ojos de belladona. Se acomodó la bufanda antes de tomar el camino de regreso. Una sonrisa infantil iluminó su boca sin dientes.<br />Nada tenía pero lo tenía todo. Atrás los impulsos irrefrenables, la profunda y dolorosa felicidad, la fuerza de volátiles odios, el poder —vano a la larga— del amor. Una adorada isla seguía en él. Había vivido una vida omnívora. Saberlo lo hacía insensiblemente feliz. Recordó un versículo que Schiller le enseñó. Suyos serían el dominio del día y el dominio de la noche. El lucero grande y el lucero pequeño. La poesía era su única verdad, un arte iluminador, una ciencia extraña que unía lo efímero y lo eterno.<br />Alguna vez había cantado lo efímero del amor, de la belleza y los árboles. Una justicia de formas acudió esa tarde a la claridad de su ventana. El poema lo inspiraba otro de Safo, la privilegiada de Lesbos, que gozaba como goza hoy de absoluta eternidad. Agotó el sendero. No aspiraba a entenderse. Nunca intentaría cruzar el vano tras el que se exhibía sentado en un sillón un Goethe irónico, profundo, enigmático. Entender una vida, hacer de ella una fórmula, un absoluto, la disminuía. Un hálito de buen humor lo despidió a la entrada de su casa. Reparó, un instante apenas, en la forma familiar de la alta puerta. Su preparación para la muerte estaba cumplida.<br />Lo efímero tarda en concretarse. Tumultuosas generaciones de hombres no miden sus términos. El nazismo transformó el bosque en un campo de concentración. Ningún árbol sobrevivió. Su destino eran la madera, la ceniza, el humo. El progreso —que encarnó Fausto como una metáfora de la destrucción— exige estos pequeños sacrificios de la materia. Marx — otro lúcido y demoníaco alemán, que a la sazón sobrevivía a la adolescencia— lo expresó mejor. Todos los sólidos se desvanecen en el aire.<br /><br /><br /><strong>Sueño de Bolívar:<br /><br />La bonga<br /></strong><br /><br />Pide al anfitrión detener el coche. Atrás quedan las mezquinas calles coloniales, empedradas, irregulares. Las manos de tres siglos han alcanzado el escrupuloso propósito de encerrar la ciudad en el interior de unas casonas de muros herméticos. Le resulta incomprensible el empecinamiento que cada quien pone en vivir enclaustrado. Miles de miradas continúan adheridas a las celosías. Nadie se ha resistido, muy a pesar de los remilgos, de las prevenciones, al cuchicheante deseo, tan poderoso como el rumor del mar, de verlo tomar el camino de San Pedro Alejandrino. La escolta a caballo detiene la lenta marcha.<br />Hace una tarde fresca. El mar, oculto tras una línea de ásperas montañas, sopla con fuerza en los vecinos bosques de cardones. Una hora antes el fragor de los trapiches de caña ha cesado.<br />Aunque lo intentó le fue imposible retirar la enfebrecida mirada del árbol. Ahora lo tiene a menos de una legua, alto, imponente, bamboleando las ramas al furor de un norte implacable.<br />El médico Reverand prescribió la reclusión en la hacienda. Él confía, según explicó ceremonioso, en una mejoría que la ciencia no está en condiciones de ofrecer. Unos días atrás, presidido por el Marqués, salió a recibir en la propia cubierta del bergantín Manuel a su Excelencia. En una silla de mano el cuerpo mareado, bilioso, ardiendo en fiebre, fue conducido a la casa que el anfitrión dispuso. Le llamó la atención, al rompe, lo flaco que estaba, el color pálido de las manos, las inconfundibles excoriaciones de los mustios labios. La noticia de la afección pulmonar movió el ánimo conciliador del Marqués de Mier. Muy susceptible a las veladas advertencias del Obispo logró que el médico le hiciera un profundo y detallado cuadro de la enfermedad que aquejaba al Libertador. Una comisión de principales —de la ciudad más renuente a la causa libertadora— solicitó, por conducto del Obispo, la conveniencia de trasladar a su Excelencia a la hacienda. “Allí el aire es más benigno, le permitirá una recuperación más expedita”. El Obispo, en la sala de la casa episcopal, creyó un deber esmerar la dicción, no fuese algún defecto suyo en la conversación a contrariar al Marqués de Mier, quizá el más solicito benefactor de la catedral. La disculpa del anfitrión resultó menos forzada:<br />—La hacienda es magnífica, Libertador. Hay árboles, jardines, mucha actividad en los trapiches, y el río la atraviesa. He preparado una biblioteca a su gusto. Monte Cùculi, Plutarco, Cervantes, Rousseau, Emerson, Jefferson, su amigo Lancaster. Me he cuidado de agregar unos ejemplares de Le Globe. En Francia siguen muy atentos a su gobierno.<br />No respondió. A quién podía interesarle la salud del gobierno de un tísico en un país de insufrible pobreza. Recordó que en Marsella, un puerto de conspiradores, agotó unas semanas el general Santander en su destierro europeo. Él, en cambio, quiere volver muy en secreto a Venecia. En un palacio cerca de San Marco conoció el burdel más espléndido de Europa. Ningunos como aquellos días. Ninguna mujer como una innombrable que entre sedas, vapores de vinos, le prodigó a sus inexpertos años una educación sin límites. La ventana principal de la habitación le ofrecía una vista limpia del atrio, de las escalinatas, de la alta puerta de la catedral. Releyó sin esfuerzo la inscripción en latín que preside el frontis del edificio. La noche anterior, al amparo de la brisa, el Obispo en persona atravesó sigiloso el atrio. Vino, según dijo, a hacerle algo de compañía. Inútiles resultaron las advertencias del Marqués de Mier. No estuvo en él evitar cierta repulsión al estrechar la mano del adusto moscón. Hizo gala de su mejor humor de cortesano. “Aún no pierdo mi partida. Soy indiscutible en el tresillo”. El Obispo, a la derecha del anfitrión, cortó el naipe. “Todavía conservo mi bastón de comandante”. El obispo, mientras repartía, observó la pieza, un ejemplar de carey en cuya empuñadura destacaba un busto de Napoleón. El Libertador bromeó a sus anchas, confirmando el encanto, el respeto que aún inspiraba. “Sí, el general Santander sabe coger el trompo. Ya lo conoce. Una vez me dijo: — Baile el trompo que quiera que yo, el más leal soldado de la patria, procuraré mantenerlo en la mano”. Hubo risas. “Ignoro aún a qué trompo se refirió”. El Obispo creyó una obligación celebrar el buen estado de salud de su Excelencia. “Espero que el general Santander ande por Marsella. Pienso reunirme con él”. El Marqués de Mier oscureció el ceño y miró a Palacio, insoslayable, siempre al lado de Bolívar, observando el desarrollo del juego. El esfuerzo de disimulo fue superior a las agotadas fuerzas del Libertador. La vanidad o el orgullo mueven montañas. Lejos de él que el astuto prelado notara en su rostro un cansancio final, definitivo, propio de quien perdido el temor a la muerte sufre el rigor de una inmortalidad penosa. El Obispo alabó la mesura de genio, la capacidad metafórica de Santander. “Así es”, confirmó. “Es un hombre de una inteligencia helada, antigua”. Santander, que cumplía pena de exilio en Ginebra, como anotó sin énfasis el Obispo, jamás había hablado de trompos, ni de cartas. En su prosodia legal solo cabían los tratados, los parágrafos, las cifras fiscales, la milimétrica distribución de cargos. Divertirse un rato a costa del Obispo no estaría mal, porque, después de todo, el ladino visitante, y mejor jugador de tresillo, se daba sus mañas principescas antes de entrar en el verdadero tema a tratar. El Libertador pensó si no sería una exageración invitar al Obispo a bailar minuet. Con la punta del bastón imperial marcó un par de compases de una pieza famosa que en sus años mozos bailó en una sala de Madrid. El Obispo fingió una nueva derrota al tresillo. Palacio pretextó un invisible llamado de Mariano Montilla. El Marqués de Mier salió poco después, según dijo, a hablar con el doctor Reverand. La entrevista no consumió más de diez minutos. Una frase de un hermetismo crónico puso fin a la misma “A usted encomiendo mi corazón, cuídelo de la fe de los buitres”. El Obispo salió. Una pequeña escolta al mando de Montilla lo acompañó hasta la entrada de la casa episcopal. Palacio entró con una cobija. El Libertador temblaba de frío. El médico ordenó conducirlo de inmediato a la pieza de la segunda planta. Allí, a la vista de sus hombres, le desnudó el magro pecho para aplicarle un emplasto. No había dormido bien. Sin retirar la mirada de la puerta de la catedral fingía escuchar las explicaciones del Marqués de Mier. El anfitrión volvió a enumerar, prolijo, diestro en su juego particular, los títulos de la improvisada biblioteca que hubiera dispuesto en la casa de San Pedro Alejandrino. “No será la de Alejandría pero le va a encantar. He incluido una joya: el primer ejemplar de El Quijote introducido en estas tierras”. Tampoco esta vez ganó la atención de Bolívar. Empleó, como último recurso, la estratagema de traducir de memoria el contenido de un artículo reciente de Le Globe. Pensó en la expresión del Obispo al despedirlo, la manera en que le tomó las manos. “Me ha despedido de un modo total”. “Ya estoy muerto. Él se ha tomado la molestia de abrirme la puerta de Dios”. Cambió de postura. Palacio le estiró un faldón de la levita. Posee para consumo exclusivo una imagen irónica de Cervantes. Es un hombre afilado y rengo, en puros huesos, que en las destruidas calles de una Cartagena sitiada y hambrienta recibe en una mano inexistente limosnas en lugar de los impuestos de su Rey. “Bendito el anónimo funcionario que le negó la plaza de recolector de impuesto en América”. Un espejo del alto de un hombre le devolvió la imagen de un Bolívar que aún se parecía al hombre orgulloso, lleno de ideas y de sueños que quedaban en su mente sin realizarse. Sonrió. No. No podía pagar con una respuesta de inútil descortesía el esmero que el Marqués de Mier pone en su ingrata embajada de aislarlo. Ninguna importancia tiene que los libros hayan perdido para él el interés de otros tiempos. Ningún elogioso artículo de prensa hará el milagro de arrancarle de la mirada apagada la mancha de desolación que le produce la confirmación definitiva de su fracaso. Está muerto. Ni siquiera alcanzará a embarcar, a tomar el camino del mar. La causa, sin embargo, hay que mantenerla en orden, alentar la idea de un pronto regreso. “El fuego quema a los efímeros”, pensó. Incurre deliberadamente en una sentencia de amarga incomprensión. Un nuevo amago de sonrisa le contrae el ensombrecido rostro. “Salimos a la hora quinta”, comunicó el anfitrión. Palacio terminó de abotonarle la levita. Un sirviente anuncia en el salón que el coche espera. Rechazó la silla de mano. Apoyado en el brazo de Palacio inicia el descenso de la escalera.<br />Joaquín de Mier le ofrece la mano. La salud de su huésped empeora con el viaje. Su mirada se cruza con la de Reverand. El hombre que lideró la expulsión de los ejércitos españoles de un continente entero en las condiciones más adversas no da para tenerse en pie. Ni siquiera él, un hombre enterado de los rigores de la intemperie, que conoce de los estragos de la guerra, está en el papel de soportar la lástima, el embarazo que le produce la derrota corporal de su temido invitado. Sintió la mano flácida, caliente, y percibió el aire vidrioso que le domina la mirada.<br />—Allá — lo oye decir. El Marqués mira en la dirección que El Libertador indica más con la voz que con el índice tembloroso —. El árbol.<br />Un árbol alto, robusto y joven alza sus ramas entre la brisa silbante. Lo vio aparecer a la izquierda de la ventanilla una vez el coche tomó el primer recodo y la ciudad entera quedó atrás asomada a las ventanas. Estuvo haciendo cálculos sobre la altura del árbol, la dimensión del tronco, la distancia que lo separa del camino transitado. Da un paso apoyado en el bastón.<br />Una nerviosa alegría domina los ojos de aquel despojo de hombre. El Marqués de Mier vuelve a interrogar al médico. Una disimulada inclinación de cabeza admite la petición del ilustre enfermo. Palacio desciende. Igual él depositó una mirada aquiescente en el médico.<br />No se engañó esta vez, él, que tantas veces lo hizo. El árbol —una especie de bonga, muy común en el área— sobresale en el conjunto por la altura que exhibe, el poder del tronco principal, la frescura de las altas ramas ululantes. Un nuevo intento de sonrisa fracasa en las líneas de unos labios marchitos. Una súbita idea copa su atención. Piensa —abierto de mente, listo de ideas— que no marcha a la muerte, ni al destierro —una forma de la muerte más infame— sino al encuentro del árbol, de un amigo, de un igual que espera por él desde mucho antes de su concepción y de su nacimiento. Es inevitable no acordarse de la hacienda de sus padres. Quizá no vuelva a verla más. Eso es la vida, se dice, una sucesión de pérdidas.<br />Mira a Palacio. Un paso más y siente la ausencia de la vigorosa mano de Joaquín de Mier en su antebrazo izquierdo. Tiene derecho a un último capricho: un acto íntimo, único, de su absoluto control, libre de las miradas fúnebres del cortejo acompañante.<br />Acaso no quiso reconocerlo. Toda las vidas que giraron alrededor suyo encuentran pleno sentido en este momento que el ánimo adverso de una ciudad les permite involuntariamente. Recuerda la descripción que Humboldt hiciera del árbol. Memoró la lámina de Bonpland, el ayudante del Barón, un dibujo esmerado que Celestino Mutis antes de morir colocó en una vitrina de su casona de Bogotá. La certeza lo anonada, no tanto la fiebre, ni los males que el vencido cuerpo resiste. La descripción leída, el dibujo examinado a la luz de un velón, y al que tuvo acceso de manera accidental en el corto tiempo en que anduvo escondido de los conjurados de septiembre, habían sido en verdad un aviso, un extraño anuncio de la Providencia, pero solo ahora en que mereced a la hospitalidad del Marqués de Mier marcha a un encuentro sin retorno, la espera del árbol real coincide con el estudiado, descrito y dibujado por los dos sabios europeos. A diferencia de los hombres que trató, mandó y enfrentó el árbol ratifica de cerca la singularidad anunciada a la distancia. Por una vez en su vida, concluye, la realidad y su apariencia coinciden.<br /><br />Palacio se acercó para ayudarlo a montar. No lo sintió. El hombre al que cuida más allá de los lazos de sangre que los une está en las últimas. En el menudo cuerpo no le queda el menor residuo de la energía sobrenatural que lo empujó a soportar hambre, ignorar el frío, a editar travesías memorables y ganar batallas imposibles. Sintió con pena haber alzado el cuerpo de un niño.<br />Intentó tomar las riendas. Bolívar atacó los flancos de la bestia. Un milagro —el orgullo— lo sostenía en la montura, y la brisa de inicios de diciembre le agitaba los faldones de la levita de granadero. Palacio temió que el empuje del norte lo elevara y luego, sin más, como un pequeño navío presa de las furias de las aguas, lo lanzara fuera de la vista de todos. Apretó instintivamente las piernas para prestarle al Libertador, así fuese con el deseo de la impotencia, el equilibrio de sus poderosas extremidades. Ninguna batalla en las que acompañó a Bolívar le pareció más angustiosa ni menos incierta que esta que el moribundo guerrero emprendía a merced de una brisa empujada por una guardia de ángeles retozones.<br />El caballo, siempre a la izquierda, cubrió el trayecto. Se detuvo a unos metros del imponente árbol. Era un árbol alto, poderoso y joven. Pensó en la juventud. Un don irrecuperable, una etapa misteriosa que él cruzó sin ver, sin sentir, sin pensar, aferrado a una causa condenada que inventó y le metió a otros en la cabeza a fuerza de palabras, de amenazas y sacrificios. Siguió haciendo cálculos. No lo desalentó el dictamen de las cifras. Ni siquiera siete hombres de la altura y complexión de Palacio alcanzarían a cubrir la robusta base del tronco con sus brazos. Siempre sería necesario un hombre más para alcanzar todo el tronco en un solo abrazo. Al pie del árbol, sin descender de la bestia, enfrentaba el resto de la tarde. El tronco le confirmó cada giro de la escritura humboldtiana. Reconoció en la minucia de las ramas el exagerado naturalismo de los trazos del endeble Bonpland. Regresó más animado, venciendo la resistencia de la brisa, y descendió exhibiendo un vigor que no pasó inadvertido. Subió sin ayuda al coche. “Nos fuimos”. Una señal al cochero ratificó la orden de marchar. Atravesaron una sucesión de pequeños valles. No pronunció una sola palabra. La hacienda apareció a la derecha, seguida del río, envuelta en las primeras sombras, exhalando el olor de los hornos recién apagados. Reverand, a su lado, lo abrigó con una gruesa manta de paño. Al atravesar el puente sobre el río una gélida bocanada los envolvió. Cerró los ojos al sentir la helada puñalada de la impetuosa corriente. El anfitrión le tomó una mano. Apretó instintivamente la línea de mandíbula. Le sobrevino un violento acceso de tos. Reverand, advertido de la crisis, le alcanzó una escupidera de madera. Un súbito retorcijón lo dobló sobre el asiento. El fétido olor que salió de sus ropas invadió el interior del coche.<br />Mariano Montilla y José María Carreño salieron a recibirlos en ropas de montar. Un par de horas antes habían hecho el camino con el equipaje de su Excelencia. Carreño había apostado a varios de sus hombres en los sitios menos confiables del trayecto. Montilla, abriendo los brazos, anunció haber dispuesto lo necesario para el alojamiento. Una mirada de Palacio confirmó un piquete de guardia frente a la casa de habitaciones. En una silla de mano entre él y un ayudante lo trasladan a un cuarto de paredes altas. Una mujer oscura y robusta ayuda a asear a su Excelencia. Reverand ordena un baño fuerte para moderarle la fiebre.<br />— Ha sido una locura haber permitido montar a caballo.<br />Arde en fiebre. No prueba el caldo de paloma que le ofrecen ni quiso los medicamentos. Reverand insistió en la aplicación de un emplasto de eucalipto, cuya preparación vigila con aire adusto el general José María Carreño. Apenas mira el mueble de los libros, una veintena de gordos volúmenes de pasta dura. Duerme intranquilo esa noche y las diez siguientes. Palacio lo cubre varias veces con una gruesa manta de guerrero.<br />— ¡Llévame a cubierta, José! ¡Pronto amanecerá!<br />Palacio mira el reloj de pared. Son las cuatro y cuarenta de la mañana. Afuera hace frío. Alcanza a mirar en el pasillo una luz que viene del portal donde hay dos hombres vigilando la noche que ulula en los altos ramajes de las bongas.<br />— ¡Quiero ser el primero en ver tierra! ¡Mira! ¡Allá! ¡El árbol! ¡Es el árbol del paraíso! ¡Vende toda Aroa, alístame un caballo! ¡Vamos, Palacio: no te hagas de rogar!<br />Muere al término de un mediodía infernal. La agonía, el delirio, le ganan el paso a una voluntad firme. Pleno, extrañamente recuperado, le dicta al notario de la ciudad una ratificación de su testamento. Un cura de los alrededores le suministra los santos óleos. “No creo en Dios, pero lo acepto”. A solas escribe un documento breve en el que se despide sin amargura de la patria en la que aró inútil. “Muero a voluntad”. Nadie lo oyó. Palacio, al abrir la puerta, lo encuentra dormido, recto, cubierto con la manta hasta la altura del enflaquecido pecho. En la mesita contigua descubre la pluma de ganso, el tintero, el papel que él mismo le procuró. La esfera del reloj de pared señala la una de la tarde. Reverand, el Marqués de Mier, Montilla, Carreño entran en silencio. Cada quien se adjudica sitio al lado del cadáver. Para muchos de los compañeros de batalla de Bolívar la vida acaba allí. Solo serán recordados en la medida en que no lo olviden a él.<br />Palacio se arrodilla al pie de la cama y le toma una mano enflaquecida, sin calor, incapaz de moverse, de impartir una orden, de prolongar una caricia. Nunca nadie se preocupó tanto por él ni lo quiso como el hombre que hace un momento ha muerto. Lleva la mano libre a la frente del muerto. El tío no lo oye. Llora Palacio a sabiendas de la inutilidad de un gesto que no traerá de vuelta a Bolívar. Nada más podrá hacer por su tío, el único que tuvo, el único al que quiso.<br /><br /><strong>La casa</strong><br /><br /><span style="font-size:78%;"><em>Para Clinton José y Luisa Fernanda</em><br /></span><br />Al universo físico — no al imaginario, tampoco al afectivo— le hace falta una casa de madera de dos macizas plantas, que alguien con disculpable ingenuidad soñó eterna.<br />Al morir — en una pieza de la segunda planta —fue la última imagen que se llevó con él. No conocí al hombre, porque el tiempo estableció entre nosotros una barrera de sucesivos nombres, pero soy el único de sus descendientes que lo retengo en sus esmeros, que creo recordarlo en la fidelidad de sus esfuerzos más felices. Sobra decir que el arco de mi mirada, el porte, la forma de caminar apoyado en la pierna izquierda, me ligan a un mitológico antepasado que introdujo el cultivo del tabaco, por medios nada lícitos, en esta parte del país, una vez la anarquía tomó el lugar de la colonia.<br />La casa fue desmontada, pieza a pieza, en el transcurso de una sola noche, en una jornada de fantasmas que pertenece, sin duda alguna, a la jurisdicción de la infatigable imaginería popular.<br />Nadie salió a indagar el ruido de los golpes, el mundo de sombras que pobló la noche de Riofrío. Todos —al menos las cien almas que entonces hacían de Riofrío un pueblo silencioso, acaso feliz en medio de las plantaciones de tabaco— permanecieron en el más estricto recogimiento que la fe o la ignorancia dictó a sus buenos corazones.<br />Fingieron, acaso, soñar a un hombre, a dos, a muchos, más que el número de todos ellos juntos, que al amparo de la noche, protegidos por su complicidad, desmontaron cada puerta, cada pared, cada balcón, cada escalera de la casa, movidos por el imposible deseo de devolverla intacta, libre de la corrupción de los hombres a la cabeza del muchacho que la ordenó levantar para regalarla a su mujer.<br />Hubo más sol alrededor del vecindario, más cielo que compartir al principio de un verano de plomo. Algunos extrañaron quizá más de lo permitido la ausencia de sombra, la frescura que proyectaba la fachada de balcones a las horas más inclementes, pero, al final, al cabo de unos tantos años, la casa se volvió recuerdo, anécdota, leyenda y, sobre todo, olvido. La vida tenía que seguir y siguió, porque vivir sea quizás la única ley a la que nadie falta, la pena que todos queremos prolongar violentando los límites de una biología humana aún adolescente.<br />—Toma —aún veo a mi madre extendiéndome la amarillenta fotografía —. Esto es lo único que nos pertenece – Luego la vi subir al taxi que la llevó al aeropuerto. Se marchaba de un modo rotundo. No volvería a verla más.<br />En el papel amarillento de la foto, la casa no disimula la alegría de sus dueños. El aire de la arquitectura, la imponencia de las formas, hacen pensar, ingenuamente, en el poder de una época llamada a la eternidad, en la que el hombre confió su destino a una nueva religión: la fe de la razón.<br />Guardé en un bolsillo la fotografía. En la sala, mis abuelos esperaban silenciosos, indiferentes, habituados a las separaciones, a medir las distancias con la muerte.<br />Coloqué detrás de la foto de mis abuelos la que mi madre acababa de entregarme. Mi abuela me cubría con sus brazos gordos y pequeños. A su lado, mi abuelo, amplio, grande, jubiloso, intentaba acariciarme el cabello revuelto. Había en ellos aún una inicial confusión de sentimientos. Mi madre no aparecía en la imagen, pero era evidente, para un observador mediano, que acababa de pasarme, sin ninguna mediación de intereses, de sus manos al pecho directo de mi abuela. Una amalgama de temor, alegría y esperanza rodea la mañana de la fotografía. Me retiré unos metros. A la distancia adecuada, quien intentara marchar al porche de la casa, podría ver, desde siempre, a una pareja madura sosteniendo entre sus brazos a un niño de meses, rollizo, de cabello rubio ensortijado. Satisfecho marché a la cocina a preparar el almuerzo.<br />A cada cual le llega el momento de hacer uso de sus alas. Un día que sé cercano me verá tomar vuelo en un cielo azulado que preludia la noche cerrada sobre el mar. En la sala permanecerá la casa que le hace falta al universo. En la mesita, en la ilusión que prolonga la foto, al cuidado de mis abuelos, en la sala a tientas de otra casa, estará a salvo o expuesta a lo inexorable.<br />Su ausencia no me afectará. En el bolsillo guardo un talismán de alas poderosas. La presencia de mis abuelos me hace el hombre más fuerte, el más dichoso y, quizás, el más seguro de todos. El mundo puede faltar mañana mismo si alguien lo quiere.<br /><br /></span><span style="font-size:78%;"><em>Tomados del volumen de relatos La paradoja de Jefferson. Santa Marta, Septiembre de 2007. Clinton Ramírez C.</em></span><span style="font-size:130%;"> </span></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-27087870771336353882008-01-05T08:19:00.001-08:002008-01-05T08:43:50.955-08:00Teobaldo A. Noriega. Poesía y tecnología: Reflexiones sobre el oficio*<div align="justify"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiOUizHDOc1vF41A1jWAfYM60VQxBNEZWpNrwqqe9m4YmIgCDX9RiMeEUAvoBNzJKC_i3jlb3Wad0KuDAIC4ddB3xCxh6onpKsIYC7aJakdEr4QyDtL6LYh0WEwvTG5jjiOzKil4OGl34P4/s1600-h/nuwa.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5152029689071755042" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiOUizHDOc1vF41A1jWAfYM60VQxBNEZWpNrwqqe9m4YmIgCDX9RiMeEUAvoBNzJKC_i3jlb3Wad0KuDAIC4ddB3xCxh6onpKsIYC7aJakdEr4QyDtL6LYh0WEwvTG5jjiOzKil4OGl34P4/s200/nuwa.jpg" border="0" /></a> <span style="font-size:130%;"><span style="font-size:78%;">*Durante el I Congreso sobre Tecnologías de la Escritura, recientemente celebrado en la Universidad de Western Ontario, London, Canadá, se llevó a cabo una mesa redonda cuyo propósito era considerar las implicaciones de esta pregunta: “¿Debería la poesía servirse de todos los avances de la tecnología disponibles (y en particular, de la tecnología digital) para adaptarse al mundo actual y transformarse junto con él; o debería preservar su identidad tradicionalmente asociada con la tinta, la página de papel, la tertulia y el aula?” A continuación, mi respuesta.<br />_________<br /></span><br />La pregunta invita a una reflexión encaminada en dos direcciones que me parecen determinantes: el acto de creación en sí, y la difusión del texto o discurso producido. Estas observaciones son hechas a partir de mi propia formación y experiencia. Concluyo con una consideración final, tema al cual sin duda volveremos durante la mesa redonda.<br /><br /><strong>CREACIÓN<br /></strong><br />Sin pretender poseer las claves de tan complejo proceso, creo que el acto creativo nace casi siempre de una imagen que puede ser una idea impregnada de sonido, una vivencia, una reflexión momentánea, un recuerdo, etc.; en síntesis, una experiencia específica que verbalizada en determinado momento se convierte en lo que convencionalmente llamamos el poema. Es éste un ejercicio condicionado y controlado por la intuición poética, principio que conduce y sirve de base al esfuerzo creador. Entrenado convencionalmente en un sistema de registro formal llamado escritura, lo que yo hago a partir de aquella primera imagen es acudir al papel y anotar significantes, hilvanar el tejido, atrapar las escurridizas palabras. Ese es el primer paso. El siguiente, sin duda más consciente, es el proceso de ajuste de ese discurso. Con una observación importante: para quien lo escribe, el poema nunca estará totalmente acabado.<br />Queda claro que por muchos mecanismos de tipo técnico que tengamos a nuestra disposición, ninguno de ellos por sí solo puede solucionar el dilema de cada escritor frente a la página en blanco. Lo que sí es cierto es que al trasladarse el texto inicial que escribimos al espacio de la pantalla de un ordenador, por ejemplo, el proceso de ajuste resulta más eficaz. Es posible por lo mismo que quien se empeñe logre formatizar con cierta audacia técnica el cuerpo del poema, utilizando algún “programa” especialmente diseñado para tal fin. Sin olvidar, claro está, que tales audacias no constituyen algo totalmente nuevo, pues las encontramos ya en momentos anteriores al actual estallido tecnológico: desde el Canto a la Botella que Rabelais incluyera en la edición de su Cinquième livre (1565), pasando por los célebres Calligrammes (1918) de Apolllinaire, los “Topoemas” (1968) de Octavio Paz, y los múltiples ejercicios practicados por la llamada “poesía concreta”.</span><br /></div><div align="justify"><span style="font-size:130%;"><strong>DIFUSIÓN</strong><br /><br />Conocidos los inevitables límites que en determinados medios culturales y económicos impone la convencional propagación de la poesía a través del libro impreso (una realidad particularmente impactante en nuestros países hispanoamericanos debido a factores como el costo relativamente excesivo del libro, las dificultades para su venta y su distribución en un mercado editorial dominado por intereses bursátiles y “modas” publicitarias, los hábitos de lectura, el escaso número de bibliotecas públicas, etc.), la tecnología actual nos ofrece sin duda claras alternativas: un vasto espacio cibernético que pone a nuestro alcance un valioso arsenal digitalizado. Se desarrollan así diferentes bibliotecas, colecciones, portales, blogs, etc., a los cuales podemos acceder de forma rápida y gratuita, disponibles en nombre de la difusión de la cultura, de la propagación del conocimiento, o de la simple diversión.<br />El poema como tal es el resultado de una experiencia muy compleja y personal. La pantalla del ordenador, al igual que la cinta magnetofónica, o la tradicional hoja de papel impresa con tinta que huele a tinta, son solo el medio que le permite al texto hacer su viaje de propagación. En este sentido, la “adaptación” y “transformación” de la poesía ante las bondades tecnológicas de las que actualmente disponemos quizá solo sea verdaderamente mensurable en lo que se refiere a la difusión de la obra producida. ¿Debe el escritor aprovechar todos los medios a su alcance para que el poema llegue a los otros? Por supuesto que sí. Escribimos porque necesitamos y queremos decir algo. En la medida en que mejor podamos acercarnos a los otros para que nos lean, para que nos escuchen, para establecer ese humano contacto, todo medio al servicio de esa tarea es de irrenunciable beneficio.<br /><br /><strong>CONSIDERACIÓN FINAL<br /></strong><br />Queda claro que mis anteriores reflexiones parten de una perspectiva que concede a la escritura un estatus privilegiado en la conformación del texto o discurso poético. Lo cual no implica de ninguna manera que el poema sea concebido como un ente estático, pues si algo resalta en tal planteamiento es –como bien señalara Octavio Paz- la idea del texto poético como una constelación de signos en rotación: el verbo en pleno movimiento (“Los signos en rotación”, 1965). Un dinamismo que permite a la poesía explorar y ampliar su dimensión semántica; como ocurrió ya en las primeras décadas del siglo XX al absorber éstas diferentes estrategias aportadas por los movimientos europeos de vanguardia (futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc.), como ha seguido ocurriendo en la controvertida experiencia que representa el desmantelamiento ontológico postmoderno. No es sorprendente, por lo tanto, que ante la bonanza tecnológica actual el poema intente re-inventarse como “objeto”, aprovechando la aplicación de los más recientes recursos. Y esto es fácil constatarlo.<br />El portal de literatura y cultura BLOCOS (</span><a href="http://www.blocosonline.com.br/"><span style="font-size:130%;">www.blocosonline.com.br</span></a><span style="font-size:130%;">), por ejemplo, nos permite entrar en la página “Poesía brasileira contemporânea”, donde un listín de opciones señala diferentes modalidades aplicadas por los autores en la re-presentación o proyección del poema: “Artwork”, “Digital”, “Fotopoema”, “Ilustrada”, “Visual”. Manifestaciones audaces de una especie de fiebre lúdica-digital, estas textualidades proponen nuevas formas de construcción y recepción del discurso poético. Al lado de ellas, sin embargo, aparece también una larga muestra de poesía “Linear”, donde evidentemente la palabra no ha perdido su estatus privilegiado como significante, y el discurso se aferra a una forma de representación que ahora llamaríamos vieja tecnología. Sitios como éste abundan en Internet, y el propósito perseguido es evidente: aprovechar los medios digitales disponibles para hacer del artefacto poético un espectáculo, una experiencia de ejecución.<br />Y ya que hablamos de ejecución/performance, una rápida visita al “Electronic Poetry Center” de SUNY, Buffalo (</span><a href="http://epc.buffalo.edu/"><span style="font-size:130%;">http://epc.buffalo.edu</span></a><span style="font-size:130%;">), por ejemplo, muestra también los resultados del último Festival Internacional de Poesía Digital (París, 2007) donde diferentes ejecutantes presentaron “poesía numérica”, “poesía digital”, “poesía animada interactiva”, “holopoemas”, “videopoemas”, e incluso “poesía degenerativa”; en este último caso, textos con la virtud de autodestruirse al ser vistos por un viajero-lector en la red. Una explosiva celebración tecnológica, que necesariamente nos invita a reflexionar -una vez más- sobre lo que entendemos por poesía y poema, ahora en relación con los nuevos medios. Toda discusión al respecto es, sin duda, culturalmente saludable y necesaria.<br /><br /><em>Teobaldo A. Noriega, Ph. D.Trent University</em></span></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-18832834904747756152007-12-01T08:49:00.000-08:002007-12-04T08:11:27.567-08:00Mar Estela Ortega González- Rubio. Narrativa.<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhYAZeXoaSp5yqx1PrZ6QtgerGI1H4uuHtXRL0Cbhyphenhyphen3n3DUX9wGMCM90owQypPo9wbphyIVc4eU9uNWaP9iTup7ee3v08Vf7pgk8_Cp6ZYYfAis0xTbBNLRswFjvIwG_3agq_iKuP9jtL2p/s1600-h/pachamama.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5140148894770782962" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhYAZeXoaSp5yqx1PrZ6QtgerGI1H4uuHtXRL0Cbhyphenhyphen3n3DUX9wGMCM90owQypPo9wbphyIVc4eU9uNWaP9iTup7ee3v08Vf7pgk8_Cp6ZYYfAis0xTbBNLRswFjvIwG_3agq_iKuP9jtL2p/s200/pachamama.jpg" border="0" /></a><br /><div align="justify"><span style="color:#663300;"><strong>Reggaeton Queer<br /></strong><br /></span><span style="color:#663300;"><em><span style="font-size:85%;">A Daniel Balderston<br /></span></em><br /><em><span style="font-size:85%;">“Recuerdo lo que me dijo una vez un muchachito «activo»:<br />«No me doy vuelta porque tengo miedo que después me guste».<br />El prohibicionismo sexual atiza el miedo a un deseo horroroso”. </span></em></span></div><div align="justify"><span style="color:#663300;"></span> </div><div align="justify"><span style="color:#663300;"><em><span style="font-size:85%;">Nestor Perlongher, El sexo de las locas. </span></em></span></div><div align="justify"><span style="color:#663300;"><br />Oye, soy el Johan Rolando, pero aquí mis compas me dicen que soy igualitico a Tego Calderón, por eso me dicen el Calde. Debe ser por el pelo y la forma de cantar. Salsa le doy con mi comparsa a quien se me atraviese. Los demás partners del barrio “La Chinita” de Barranquilla que ni se vistan de mono cuco con corbata porque no van. Aquí el único que levanta es el Tego. Tengo mi flow antiguo como el vudú, sabroso como el bugalú. Yo soy el duro para las nenas y para las misses. Me gusta bailarlo lento, por eso les digo a las peques que, a pesar del cargamento, no se me acobarden. No se me vayan a desmandar que hay para todas. A veces sólo zipper abajo y ya me lo están mamando antes de que les diga. Mi lírica las cobija. ¿Para qué balas locas como Sam Bigote si yo soy soplapote, el dueño del masacote, el Joselito arrechote.<br /><br />Hoy huelo a sabroso, huelo como a nuevo. Me siento al día en la mía, mami. Ando emperfumado, esperando a mi hembra, porque yo no vine para perder. Voy para donde me lleve esta ricura de cuerpo mío, porque hoy sí que voy a hacer maldades. Yo sé que hoy sí va a venir. La conocí aquí mismo, el sábado de Rey Momo en la diecisiete. Yo iba caminando para la tienda a comprar una paca de Marlboro, y ella llegó en su carro, una nave bien montada como la dueña, resbalosa y bien encerada. Me pitó y la pité de una sola mirada. Es de las que compran la ropa y las carteras en Buena Vista. Yo estaba en chanclas, pero no me importó; el que tiene su swing y su trance no necesita más nada. Me dije: “A esta cangri plástica le pongo un buen reggaeton y el tun tun se convierte en pum pum. A esta gata le gusta mi melaza”. Me arreglé el peinado y me le planté en frente, mostrándole todo el paquete y el tenderete.<br /><br />Cuando estábamos dentro del carro, la agarré por el pelo. Le tiré en la boca mi lengua de acero. Le gustaba que la aplastara con mi cuerpo. Esta bambúa calibra exactico, siempre hace desastres. Se puso en seguida a mambotear. Entre más me pedía, más le daba placer en muchas direcciones. La carita le brillaba como a una princesita repartiendo cariñitos. La blanquita tenía lo suyo. Se pandeaba como si se fuera a desbaratar. Movía la batea como una licuadora. Si yo tuviera un palacio, allí tú serías la reina. ¿Cuándo pensaba yo que esa boquita roja me iba a chupar el bate esa tarde? Tenía que hacerle un mandao a una llave mía, pero en vista de las circunstancias... Mi amigo tampoco hubiera rechazado el entierro, y menos de una rubia natural, porque para decirnos la verdad, hasta el chocho lo tenía dorado como la cerveza rubia. Ay, alegría para mi cuerpo de negro yíguiri, el enemy de los guasabiri, el que nunca tira trilili. Yo, esa tarde, era sandunga para ella, mi blanquis, y sabor de aquí para ti.<br /><br />Después que terminamos, le dije entonces a la querencita: “Mami, esto es chata de ajonjolí. Dale para la esquina donde hay una caseta de una llave mía para ponértela en la China. Vamos a gozárnoslo con la ropa puesta en la pista de baile. Aquí las más putas son las más finas”. Pero, ella tenía otros planes para mí esa tarde que ya estaba oscureciendo y metida en desfile de toritos y congos. Definitivamente, a cada abusador le llega su caderona, su pito a cada marimonda, su tolete a cada trinquete.<br /><br />Se metió por un montón de calles raras que yo no conocía. Se sabía Barranquilla entera, de pe a pa, porque para llegar a mi barrio, sin que te atraquen, hace falta bañarse en todos los chorritos. Subió los vidrios para que no nos molestaran los disfraces pidiendo money y puso el aire acondicionado. ¡Qué bueno, porque tenía la tranca y las bolas sancochadas del calor! Sacó del bolso una moña entera. ¡Para qué! Estaba buena la bareta, aunque yo siempre creí que los ricos no sabían comprar. ¡Que puñetera traba nos metimos los dos! A ella le gustó cómo se me ponía tieso el cáñamo tan rápido, después de tremendo sofoco. Es que yo siempre me concentro en el palo, y ella que se relamía viendo al prieto este su servidor que suelta masucamba. Ya me imaginaba yo el banquetazo que nos íbamos a dar.<br /><br />Estaba como extraña la vaina de que la mona esa me estuviera llevando para el barrio Los Nogales, porque ese era el barrio Los Nogales. Yo lo conocía porque una vez, yendo para la Carretera de los Locos, pasamos por ahí con unos mancitos amigos míos a los que les gustaba moverse por sitios pulidos. Para los que no sepan, la Carretera de los locos se llama así porque las pintas van en sus carros, como locos hablando solos, mientras las collitas vienen lamiéndoles el bejuco todo el trayecto, sin que nadie las vea por las ventanillas. Así que ahí entendí que íbamos para los moteles que están pasando la carretera que te digo. La hembra me preguntó si ya había estado por aquí. Yo le sonreí y le metí una mano en la concha. Quería que se fuera poniendo potrona, como una fiera, como una demonia. Quería que la mini-mini sintiera el feeling y me mostrara el bikini. Estaba hecha una melcocha. Me tocó calmarla, quería que me bailara lento.<br /><br />Cuando entramos, la peque pagó setenta mil pesos por adelantado en el Scape porque con el cuento de los carnavales, las habitaciones estaban escasas por tanta gente metida en el expeluque y la gozadera. Pagamos, digo, pagó ella. El tipo de la recepción le miró la culata a mi rubia descaradamente. Le di un empujón para que no se metiera con la presa que era mía. Al entrar al cuarto, empezó a encenderme. Ella misma metió el acelerador. Se mezcló con mi cuerpo, no me hizo perder el tiempo. Me besaba por todos lados y me tiró perico en las narices. Una ricura de frescura me puso como loco. Prendió el equipo y sonó el Albayalde Tego Calderón. Yo quería bailarle a la hembra pero al natural, como si la conociera de atrás. Le quité la falda y el hilo dental: olía todavía a mi sexo y me alborotaba. Le cantaba “Oye, yo lo que quiero es perrearte y más na, yo lo que quiero es ganarte, mama”.<br /><br />Me encueró toditico. La tranca me ardía. Aguanta, chiquilla, aguanta. Cuando me tiró en la cama, empezó a lamerme el ojete. Era la primera vez para mí. Creí que me iba a morir del gusto y el gozo. Luego sacó de la cartera una bambina de plástico más grande que la mía. Yo creí que era un disfraz pero luego vi que la jugada iba en serio. Se la amarró a la cintura con unas correas y la embadurnó de saliva. Los ojos se me querían salir. En seguida me acomodó y me la fue empaquetando primero suavecito, y después rápido y toda entera. Me azotaba enterito. Los ojos me bailaban y mis caderas se movían como una batidora, mientras ella me cantaba: “No te me ababache, mija. Vamos a darle lija a tu botija que llegó el que las bocinas castiga”.<br /><br />Ahora, tengo una belleza que me viste y me calza, pero ella no me alcanza toda la noche y el día. Me voy con otras de vez en cuando, pero a ella la sigo esperando todos los días en la misma esquina, aunque ya hace dos meses que pasó. Ya no me enfogono tan rapidito, esa es la verdad. Yo no sé por qué no deja la actitud y el revolú. ¿Por qué no vuelves a perrearme otra vez, pillúa fantástica? Se lo digo ahora a todos los que no lo saben: Yo soy el dueño de este fuegote. Yo sí soy killer, más monstruo que los de "Thriller". Pero ella trae, pegado a su cintura, un palo encendido que es chulería en pote. Frente a las llaves me toca disimular, pero cuando esa mujer me come el orto es una fina. Chiquitica, vuelve para que me guayees. Si me das un break, como calculo, te brinco. Dame una clavada telepática. Azótame con tu tra. El que no entienda, se pone bruto y solito se enfanga. Todavía siento su sudor corriendo por mi piel. La quisiera coger, morder, desbaratarla. Me pone horny cuando la recuerdo por las madrugadas y me parece oírla cantando “Esta noche hay perreo de sobra. ¡Menéala! ¡Sandunguéala!”<br /><br /><br /><em><span style="font-size:78%;">Mar Estela Ortega González- Rubio. Cuento ganador del V Concurso Nacional de Cuento. 35 años Corporación Universitaria de la Costa, CUC, 2005, Barranquilla, Colombia. </span></em></span><a href="mailto:marortegagr@hotmail.com" target="_self"><span style="font-size:78%;color:#663300;"><em>marortegagr@hotmail.com</em></span></a>. <span style="font-size:78%;">Imagen tomada del Blog </span><a href="http://www.mitologia-pagana.blogspot.com/"><span style="font-size:78%;">www.mitologia-pagana.blogspot.com</span></a> </div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-68168821768850507212007-11-28T14:04:00.000-08:002007-12-01T08:49:20.470-08:00JR Cormorán. Narrativa.<div align="justify"><span style="color:#663300;"><strong>Ciudad irremediable</strong><br /><br />Una ciudad tal vez abandonada de un Dios al que le ha rezado mucho, con un mar que pretende salvarla del infierno en las noches sin ángeles custodios. Nada la excusa de la irremediable cita de estas páginas.<br /><br /><strong>Una escena callejera</strong></span></div><div align="justify"><strong><br /></strong><span style="color:#663300;">La niña tendrá ocho o nueve años. Imagino los ojos del cautivado fotógrafo callejero para el que posa. Con la mano derecha en la cintura, la barbilla levantada, permanece al pie de una antigua vitrina de calzados. Son muchas las miradas matinales de los transeúntes. Sonríe. Altiva y pudorosa, ya es la mujer que siempre supo dónde encontrarme.<br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>Un invento imposible<br /></strong><br />Un vecino dice inventar una máquina para atrapar instantes. Qué hará con todos ellos, me pregunto, en un año. Me niego higiénicamente a pensar en la suerte de los instantes reales y no virtuales que atrape en cinco años. Pensar en el número de instantes reales atrapados en diez años, digamos, va a precisar de una mente lúcida, minuciosa, enfermiza y absurda. Imploro a Dios, todos los días, el fracaso de semejante empresa. ¿Una ilusión, un vano ruego? Creo, sin embargo, en Dios, el más paradójico de todos los seres, capaz de complacer los esfuerzos del inventor y negar la petición ferviente de una devota.<br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>El pacto<br /></strong><br />Vendrá una madrugada, tarde por lo demás, según indica el protocolo 46. Su sorpresa será conocer que ya ha sido inventada la muerte para la muerte.<br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>Hamaca india<br /></strong><br />Ojea la colección de textos breves. Lee el de una hamaca en la que nadie que sube logra bajar, por la simple razón, explica el narrador, que sus orillas son infinitas.<br />Sonríe exhibiendo una dentadura intacta, blanca y pareja, los labios ligeramente trémulos, sensibles a los llamados de la gravedad.<br />El título del escrito es sugestivo: hamaca india. Suspira, estira el cuerpo. Se asoma a la ventana que da al patio trasero.<br />Sí. Alguien ha pretendido subirlo a una hamaca similar a la del texto que acaba de leer. Carraspea, aclara la garganta y escupe contra el tronco de una palmera enana. Recuerda que nadie firma el escrito.<br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>El cuervo de Edgar Allan<br /></strong><br />Desperté al sentir la mirada del animal sobre mi rostro dormido. Parado en mi pecho, las alas a medio extender, igual de extrañado que yo, el cuervo, de inquisitivos ojos, de intenso plumaje, me miraba como a un igual.<br />Temo traicionar el episodio introduciendo un detalle, una expresión ineficaz que no transmita al imaginativo y probable lector de este texto, la tensión del encuentro de la mirada del cuervo y de la mía.<br />Abrí, cerré y abrí los ojos con resultados infructuosos. Me preparé para lo peor. Helado el cuerpo, sereno el ánimo, cerré una vez más los ojos. Todo el tiempo del universo pudo concentrarse en el intervalo que siguió. Los volví a abrir con los brazos prestos a una defensa inútil. El cuervo no estaba ni sobre mi pecho ni sobre ningún mueble del cuarto. La ventana, cerrada.<br />Cerré y abrí los ojos. Encima, a ocho, a diez metros, la viejas tejas y las firmes vigas del techo, mudos testimonios del milagro sucedido. Prometí entonces jamás pensar en el cuervo y me juré nunca escribir un episodio único, absoluto, irrepetible, que seguramente la escritura y la memoria traicionan sin remedio.<br />Mi afición a la literatura, mi amor por Poe, mi mente propensa a la fantasía y al engaño, típica de alguien que vive del arte y para el arte, quieren que el cuervo que me visitó sea el de Edgar Allan. Es esta una pobre imaginación frente a la simple fortuna de una realidad que me desborda. Tengo que aceptar que solo fue un cuervo, consolarme pensando que para el animal fui una extraña aparición bajo las patas.<br />Entorno los ojos. Alguna madrugada, alguna noche no contaré con la dicha de abrirlos. Habré dejado de ser el gato que espía un cielo de ángeles erráticos.<br /><br /></span><span style="color:#663300;"><em><span style="font-size:78%;">J. R. Cormorán (Santa Marta, 1902-1986). Conocido como Pipo Cormorán, estudió en París Teología y Filosofía, carreras que abandonó por la vida bohemia. Columnista esporádico de la prensa local (La Época, El Estado) durante cuatro décadas. En París hizo amistad con George Bataille, con quien aprendió el arte de la bibliotecología. Trabajó para el filósofo Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional de París como lector de manuscritos del siglo XIX francés. En 1939 fue deportado de Marsella. Publicó en sus primeros años parisinos (1919-1924) artículos y poemas, como testimonian los viejos álbumes de la familia. En Santa Marta llevó una vida distanciada, escribiendo artículos, traduciendo documentos portuarios, revisando pruebas de imprenta y confeccionando discursos oficiales. Murió en la indigencia en el cuarto de una prostituta de la famosa calle Diez de esta ciudad.<br />Su obra, prácticamente desconocida, está vertida en una docena de cuadernos de contabilidad que contienen poemas, artículos, diarios, crónicas, bocetos de novelas, ensayos, cuentos y textos de difícil clasificación.<br />El primer cuaderno que escribió está fechado en 1924 y el último en 1978. Los cuatro primeros los escribió en París. El quinto lo inició en Marsella en 1939, al momento de ser deportado, y poco después de haberse despedido de Walter Benjamin. Los restantes fueron escritos en Santa Marta a partir 1940. Un desalojo efectuado hace un par de años en la casa de una prostituta permitió el hallazgo de los cuadernos.<br />Los textos que siguen se publican con el expreso consentimiento de los familiares que le sobreviven.</span></em><br /></span></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-23194727450462706612007-11-26T16:01:00.000-08:002007-12-01T08:48:18.419-08:00Adrián Pino Varón. Narrativa.<div align="justify"><span style="color:#663300;"><strong>Venganza</strong><br /><br />Los gritos de mamá se escucharon en toda la cuadra cuando encontró al pequeño ratón tirado en la sala con medio estómago afuera. Gritaba como loca pidiendo que le sacaran ese animal de su casa. No pensé que hiciera tanto alboroto por tan poco, cuando lo que estaba en juego era mi dignidad, mi orgullo. El muy cretino se burló de mí; creyó que podía tomarme del pelo al no cambiarme el diente de leche que todo este tiempo le he dejado bajo la almohada. Agradezca que solo le pasara el triciclo por encima.</span></div><div align="justify"><br /><br /><span style="color:#663300;"><strong>La felicidad</strong><br /><br />El sótano era el mejor lugar de la casa para jugar a los espíritus. Mientras mi mamá se divertía con sus amigas tomando vino de consagrar y hablando de sus maridos, nosotras prendíamos velas de colores, hacíamos círculos cogidas de la mano, bajábamos la respiración, y en medio de la penumbra invocábamos a un fallecido cantante de música rock, solo para que nos dijera cuál de todas alcanzaría la felicidad. Pero nunca dio señas de escucharnos o de pretender respondernos. Entonces nos cansamos de ese juego y cerramos el sótano, indiferentes, para siempre. Unas mañanas después nos llegó la noticia de que Maritza había amanecido muerta en su cama, de forma natural, y que tenía dibujada una apacible sonrisa en el rostro. No obstante al temor de lo sucedido a aquella amiga de infancia, hicimos nuestras vidas, y el tiempo fue el mejor aliciente para olvidarnos de todo, hasta el día que volvimos a encontrarnos, que regresamos al sótano para intentar comunicarnos con Maritza a ver si ella sí nos respondía. También fue en vano. No hubo ni el más leve susurro que indicara su presencia aquí o allá, que trajera su espectro o su sonrisa. Retornamos de nuevo, un tanto desengañadas, a esa vida que ahora llevábamos. Sin embargo, algo me decía que, ya viejas, aprisionadas por la amargura de tantos años perdidos, la única esperanza de felicidad que nos quedaba era la de que la muerte no nos fallara.<br /><br /><br /><strong>Una verdad</strong><br /><br />La guillotina desciende a una velocidad casi irreal. La muchedumbre mira fascinada los destellos de la hoja, opacados al final por la sangre de la cabeza al desprenderse. Todo es tan rápido que no alcanzo a sacar a tiempo el pañuelo de la protesta. El verdugo recoge el cuerpo, lo arroja como paladas de tierra a una carreta, y toma rumbo a la fosa en los extramuros del pueblo. Allá sólo aguardan los gallinazos, revoleteando impacientes para terminar el acto.<br /><br /><br /><strong>La música</strong><br /><br />Sus hermanos traen a hombros el féretro. El paso es lento, y un sol persistente después de la misa, hace que por los rostros de los acompañantes rueden gotas de sudor mezcladas con algunas lágrimas. Todos visten de blanco y en la solapa de los vestidos llevan prendida una cinta roja que simboliza su querido partido político, tal como ella lo deseó. Pero la música que sale del féretro es lo que seriamente tiene consternados a los curiosos. ¡La música! Les parece una profanación imperdonable para un cortejo fúnebre, para el descanso de los muertos. Sin embargo, la voluntad de Beatriz debe cumplirse a cabalidad; así lo ha entendido la familia. Ella adquirió el hábito de dormir con el radio a medio volumen, sin importar que perturbara el sueño de los demás. Por eso pidió que le metieran al cajón un radio con baterías nuevas. Solo así podría morir en paz. Solo así.<br /><br /><em><span style="font-size:78%;">Adrián Pino Varón. Chinchiná Caldas, 1.972. Tallerista de la desaparecida Casa de Poesía Fernando Mejía Mejía. Su trabajo literario, además de ser publicado en revistas y antologías del país, se recopila en los libros de poesía Páginas habitadas (Fondo Editorial de Risaralda, 2.000) y Palabras innecesarias (Fondo Editorial de Caldas, 2.002). En 1.998, obtuvo el primer premio de poesía convocado por el Fondo Mixto de Caldas y el Ministerio de Cultura, y en el 2.002 fue galardonado nuevamente con el primer premio de poesía convocado por la Secretaría de Cultura de Caldas. Ha sido invitado a los Festivales Internacionales de Poesía de Manizales, Pereira y Bogotá, así como a otros encuentros literarios en el país. Los textos publicados pertenecen al libro Zig zag, inédito.</span></em> </div></span>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-77918590460595337112007-11-26T15:54:00.000-08:002007-12-01T08:47:06.756-08:00Clinton Ramírez. Narrativa.<div align="justify"><span style="color:#663300;"><strong>Los libros<br /></strong><br />En un mundo en donde proliferan las clasificaciones, cabe listar la especie de los libros perdidos en incendios, los disueltos en naufragios y los abandonados en baúles a la suerte de las polillas. Habrá quienes piensen, adictos a la taxonomía, en subespecies que son solo una idea, una visión o una frase confusa en la cabeza de hipotéticos autores. A mí me interesan los textos destinados al cubo de la basura.<br /><br />Es válido esperar que los libros de la caneca sean los más numerosos. Importa menos la cifra que alcanzan en los períodos más creativos. Niéguese el estigma que pesa sobre estas aventuras menoscabadas. Lejos de ser una condena, una tara que sepultar, muchos ostentan páginas magníficas, tan dignas y vigorosas que cuesta creer en su destino de desecho. Es inevitable, por otra parte, que algunos de estos pecados muten en inflamables anécdotas en las biografías de los autores favorecidos por la trayectoria de algún hijo superlativo. Leyendo reseñas bibliográficas, eludiendo con buen tino los catálogos de los recomendados mensuales, ojeando los volúmenes que auspician las obras notorias, resulta lícito lamentar que no se escriban estudios completos sobre los libros desechados que perviven en páginas mutiladas, incompletas, sucias, rescatadas a última hora.<br /><br />A estos libros fallidos hay que culpar de la deserción de los escritores menos tenaces. Una blanda progenie que ante la perspectiva de mandar un tercer borrador a la caneca decide regresar a la academia, a la redacción de los periódicos o a la comodidad de la florida burocracia cultural. Loable en todo tiempo la actitud de los escritores habituados a tirar a la basura libros que otros ofrecerían a las imprentas sin pensarlo demasiado. A ojos de los simples es una forma poco comprensible de afecto. Estos autores, espartanos de espíritu, cosacos de cuerpo, están lejos de olvidar sus obras desahuciadas. Se antoja fácil atrapar en ellos alguna tarde una sonrisa evocadora, de absoluto reconocimiento paterno. No sorprenda a nadie tampoco que detrás de cada libro feliz, con una tradición ganada en el mundo de los lectores, sus implacables ejecutores sigan viendo las sombras delatoras de los libros de la caneca, el llamado de una mano desde el fondo del abismo adonde fueran lanzados como criaturas deformes o tiestos inútiles. Especie derrotada, ángeles condenados, inválidos expulsados de la calle, sin duda tales páginas guardan semejanzas con esas ciudades que jamás conoceremos pero que laten en nuestra sangre como las promesas de un reino perdido.<br /><br />Esas cuartillas malogradas, víctimas de odios imposibles, de decisiones admirables, embriones de obras ideales son los libros que importa escribir. Son la historia marginada detrás de la historia oficial. Constituye un error grande olvidar su existencia. Es su orfandad la que justifica la creación literaria. Sobre su ausencia de las librerías y de las columnas de las reseñas se edifica, paradoja mediante, la vida de editores, impresores, ilustradores, bibliotecas, críticos, libreros y lectores. Niños confinados a la parra de los traspatios, vergüenza de las mejores familias, personifican la razón de ser de muchos escritores. Comprometido con la apología, sentido de vindicación, no estoy sin embargo a favor de publicitar una literatura de obras fallidas que le compita a la literatura de las obras canonizadas por la crítica y el mercado. Me limito a señalar el embrión de una disciplina o de un género que acaso goza ya de estrafalarios coleccionistas, de inauditos mecenas, de adeptos desesperados y de notables nombres.<br /><br />Triunfa quien me exija una designación con la que cristianar este nuevo arte. La imaginación griega acuñó un vocablo que denuncia el arte de procrear hijos hermosos. A salvo de las inquinas de los cenáculos, espectador de parques, esquinas y malecones, propongo confiar al mar y los viajeros la indagación de la palabra que convenga al oficio de escribir libros fallidos.<br /><br />Incurro en una petición para un partido cuya causa tal vez esté perdida. La licencia de firmar libros destinados a ser leídos al pie de los cubos de la basura.<br /><br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>Una visita inesperada<br /></strong><br />¿Qué actitud tomar si don Quijote baja una mañana de Rocinante y toca a la puerta de nuestra casa? ¿Habrá que hacerlo pasar de inmediato, darle la mano sin sorpresa, invitarlo a un tinto cargado y revisar sus ojos hundidos sin bajar los propios? ¿Sería inoportuno atafagarlo con interrogantes sobre su última aventura? ¿Cómo llamarlo? ¿Alonso, Quijano, don Quijote a secas? ¿Estaría mal indagar por la suerte de Miguel de Cervantes? ¿Qué sería mejor, cerrar la puerta, pensar en una pesadilla o aceptar sin remedio nuestra mala suerte? ¿Queda uno excusado si el valor falta en la mirada? ¿No es ya la imagen de Sancho, pícaro al lado de su señor, un desafío insalvable a los sentidos? ¿Qué aliento soportará el olor de sus cebollas? ¿Es válido agradecer que ciertos personajes solo tengan una existencia de ficción?<br /><br />Si viviera, mi madre procedería sin afectación, extraña a las preguntas que a mí me impiden actuar. La escoba fue su arma de mano contra las aves de corral que se aventuraban en los dominios de la cocina. En posesión de un rigor más antiguo que ella, hija de los severos atalajes de otro siglo, nunca perdonó una falta a los perros de la casa ni tampoco a los hombres de la familia. Alérgica a los vagos, inmune a los reparos públicos, poco me cuesta imaginarla defendiendo la casa de la presencia de nuestros dos estrafalarios héroes. Su temible escoba de palito desafía el cielo raso de la terraza. Sobra que alguien se detenga en una esquina a contemplar la desigual batalla. A mi madre le resbalan las disculpas que el seco señor del viejo caballo eleva en tono exaltado. Apenas mira al grasiento escudero que, temeroso de una borrasca mayor, invita a su señor a huir de la iracunda señora. Ignorante de favorecer un apéndice en un libro famoso que no necesitó leer, ella solo desea ver libre de intrusos la terraza. Tres buenos escobazos suyos bastan finalmente para echar por tierra el sueño y devolver la realidad a la mañana.<br /><br />Me acojo a la función de interrogar. ¿Tuvo lugar aquella visita? La realidad tolera la ficción. Los sueños no pertenecen a la imaginación ni la necesitan aunque compartan con ella el anhelo de suplantar la realidad. Está claro el partido que representa mi madre en este escrito. La vida tampoco rehúsa los juegos vengan de donde vengan. Mi madre acometió la hazaña incompleta de expulsar de su terraza a don Quijote y Sancho. Le faltó el escobazo que hubiera prevenido a uno de sus hijos del fecundo peligro de las letras. Un oficio bifronte que encanta al espíritu y daña al hombre.<br /><br /></span><em><span style="font-size:78%;color:#663300;">Clinton Ramírez C. (Ciénaga, 1962). Economista de la Universidad del Atlántico (1987), tiene estudios de postgrados en Desarrollo Regional, Planificación Territorial y Derecho Público. Es autor de los libros de cuentos La mujer de la mecedora de mimbre (1992), Estación de paso (1995) y Prohibido pasar (2004); y de las novelas Las manchas del jaguar (1988, 2005) y Vida segura (2007). Ha publicado, además, los libros de relatos Cervantes al filo del mediodía (2006) y La paradoja de Jefferson (2003, 2007).<br /></span></em></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-54924520526783601252007-11-26T15:35:00.000-08:002007-12-01T08:46:07.854-08:00Winston Morales. Poesía.<div align="left"><span style="color:#000099;"><span style="font-size:85%;"><strong>De Aniquirona</strong></span></span></div><div align="left"><span style="color:#000099;"><span style="font-size:85%;"><strong>Trilce Editores, 1998<br /></strong></span><br /><strong>I</strong><br /><br />Y estoy buscando las voces del caminopara traducirlas<br />seguro llevarán tu nombre<br />he aprendido a interpretar la voz del viento<br />esa misma que arrulla las hojas entreabiertas<br />de tu árbol.<br /><br />¡Aniquirona, Aniquirona!<br />Te llama el río<br />y en las gotas frenéticas del aire<br />va tu aliento prendido a las veletas.<br /><br />Al cuenco de mis manos<br />llega impetuoso el sol<br />con el oro y el trigo de tu cima<br />¿Debo ascender al principio del lenguaje?<br /><br />Allí narran las gaviotas<br />los días difíciles del cielo<br />el trasbordo misterioso de las nubes<br />¿Debo traducir el idioma musical de sinsontes y de mirlos<br />para conocerte?<br /><br />He de cuestionarme<br />mujer de largos sueños<br />e inexplicables trances<br />cuál es el país al que me invitas?<br /><br />Apenas sé cómo te llamas<br />me lo ha contado el río<br />y sé que Aniquirona<br />es el umbral de otros caminos.<br /><br /><br /><strong>II</strong><br /><br />Toda vez que me aproximo a Schuaima<br />la muerte posee la voz<br />de múltiples aves<br />el aire azul revolotea de fibra en fibra<br />mientras las piedras<br />juegan a pronunciar sus palabras menos comunes<br />y las hojas saben de antemano<br />que soy nuevo en este sitio.<br /><br />Aniquirona<br />hay un yo que me detiene<br />que se esmera en el regreso.<br /><br />A veces pienso<br />que ese habitante<br />joven entre los viejos<br />ama las mismas cosas<br />la obscura puerta de las posibilidades<br />la famosa casualidad de las instancias.<br /><br />¿A dónde van todas esas voces<br />que me conducen a tu reino?<br />Sigo las hojas que corretean presurosas<br />sigo la lluvia y su música húmeda<br />sigo los pájaros y sus ondas<br />hay una aproximación entre el lenguaje de los árboles<br />y el mío.<br /><br />Sólo así puedo acercarme<br />sólo así sé que existo<br />y que el camino no es camino<br />sino va cargado de palabras y de voces.<br /><br />Estoy en Schuaima<br />he llegado con la brisa<br />sólo su silencio musical me satisface<br />Aniquirona:<br />¡Hablemos de poesía!<br /><br /><br /></span><span style="color:#000099;"><span style="font-size:85%;"><strong>De Regreso a Schuaima<br />Ediciones Dauro, Granada España, 2001</strong><br /></div></span></span><div align="left"><br /><span style="color:#000099;"><strong>II<br />LAS PIEDRAS</strong><br /><br />Las piedras de esta Terra<br />parecen perlas<br />o nidos de pájaros prehistóricos.<br /><br />Aquí las palabras huelen a viento<br />y el silencio tiene forma de roca.<br /><br />En las piedras de esta Terra solemne<br />se encierra el espíritu de la lluvia<br />el canto de los jilgueros<br />el color de los árboles y las selvas.<br /><br />Piedras de Schuaima:<br />montañas desnudas<br />solitarias colinas<br />peñas blancas que se botan como palomas<br />a un verde cielo de tierra;<br />aquí mi mano saluda<br />un país constituido de piedras:<br />rocas perfumadas, rocas uniformes, grises piedras para la pesca,<br />grandes y escamosas rocas<br />todas!<br />piedras de Schuaima<br />las amo por sabias y no por duras.<br /><br /><br /><strong>IV<br />LOS RÍOS</strong><br /><br />Como un volcán en su canción de fuego<br />como una colina de nieve roja,<br />así vive Schuaima poblada de ríos.<br /><br />Ríos que bajan por los llanos<br />como muchachas desnudas<br />con trenzas de agua en sus bocas.<br /><br />El río más grande de Schuaima<br />se llama Calixto.<br /><br />Llena la luna<br />ve descenderlo dormido<br />por las piedras y las campanuelas del valle.<br /><br />La espuma con su risa blanca lo llama<br />Calixto, Calixto!<br />gravita el río con sus plumas de agua<br />porque el viento besa su muerte<br />y su ronquido de dromedario.<br /><br />Allí está<br />flotando en un mar de ríos Schuaima<br />innumerables volcanes hablando del agua:<br />Paris en forma de lago,<br />Rogitama un riachuelo de peces,<br />Calixto y sus rostros de plata<br />vaciando sus ojos<br />en ánforas de pescadores.<br /><br />Como un espejo con cara de hombre<br />como un pensador de Rodin sobre el charco<br />yace Schuaima poblada de ríos.<br /><br />Allí van los hombres moribundos<br />a dejar sus recuerdos y sus rostros.<br /><br /><br />Éste es el arca del olvido<br />el río en donde la memoria desciende<br />por entre colinas de sueños<br />y el hombre se va quedando dormido<br />mientras el agua le baja los párpados.<br /><br /><br /><br /></span><span style="color:#000099;"><span style="font-size:85%;"><strong>De Memorias de Alexander de Brucco<br />Editorial Universidad de Antioquia, 2002</strong><br /></span><br /><br /><strong>I<br />A EVA EN EL DESTIERRO</strong><br /><br />Qué hermosa es Eva<br />qué hermosa la serpiente que le rodea<br />el árbol que crece en su talle<br />el fruto carnoso que despliegan sus labios<br />al posar sobre la ocarina<br />su música en las orillas del bosque.<br /><br />Qué hermoso su cabello<br />-grajillas oscuras que caen sobre sus hombros perfumados-<br />su nariz que respira otros mundos<br />y crea para tantos laberintos<br />el azahar y las guirnaldas que los sustituya.<br /><br />Qué hermosa es Eva<br />qué hermosos sus tobillos<br />las huellas que dibuja sobre la arena<br />para marcar el camino hacia la luz y hacia las sombras.<br /><br />Qué hermosos los hijos que le ha arrojado al mundo<br />el río que desciende por las colinas de su vientre<br />el volcán de sus ojos de fuego.<br /><br />Qué hermosa esta costilla pensante<br />este polvo sagrado<br />esta caña aromática<br />que guarda en sus pechos fragantes<br />otra manzana para las épocas de lluvia.<br /><br /><br /><strong>III<br />CAÍN<br /></strong><br />Mi quinto nombre es Caín<br />soy la reencarnación del polvo<br />el hermano mayor de los caballos marinos<br />el barro que echó raíces<br />hasta volverse un hombre<br />un río de poemas y arboladuras.<br /><br />Soy agricultor<br />cultivo pájaros y frutas<br />he vivido la mayor parte del destierro en Nod<br />al oriente del Edén<br />en donde el árbol prohibido<br />se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.<br /><br />Soy Caín<br />hermano de Abel<br />hermano de las hojas secas,<br />del viento, de los pinos de Alepo,<br />de Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.<br /><br />Gracias a la quijada de un burro<br />conozco la voz de las orillas,<br />el crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos<br />el silbido orquestal de las esferas,<br />las regiones desérticas del cosmos,<br />el palpitar angustiado del Mar Muerto.<br /><br />Soy hijo de una multiplicación de huesos,<br />de Adamá, de la luz,<br />del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.<br /><br />Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,<br />la belleza de la divina providencia<br />en donde yo,<br />labrador de las palabras,<br />soy la parte onírica de las cosas.<br /><br />Mi quinto nombre es Caín<br />soy un barco de polvo<br />uno de los primeros nómadas verdes;<br />de mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec<br /><br />Y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.<br />no creo en los señalamientos, en las culpas,<br />tampoco en el azar<br />las cosas están escritas, prefijadas,<br />soy agricultor<br />y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas<br />hoy,<br />después de tanto tiempo,<br />vengo a ofrendarle mis poemas.<br /><br /><br /><strong>IV<br />ABEL</strong><br /><br />Caín<br />hermano de vientos, nubes, diluvios y ríos<br />un mar de luces opalinas gravita en los guáimaros de la ciénaga<br />y se aglutina en mi espejo<br />como un prisma que nos dice:<br />la muerte es una puerta<br />y el tiempo una ventana<br />por donde nuestros pasos presurosos<br />perciben otras cosas, otros mundos.<br /><br />Bello Caín<br />la quijada de burro con la cual me mataste<br />tenía el olor de las encinas y los pinos,<br />de tus labios venían hasta mi norte<br />unos chopos amarillos<br />que enhilaban mis pétalos melancólicos<br />en el hilo de la muerte.<br /><br />Hermano profanado por los cielos<br />el dolor de tu hacha cavernoso<br />penetraba mi topografía más remota<br />mi geografía y mi valle más sagrado.<br /><br />Ante el golpe subceleste<br />que yo he encontrado sutil y generoso<br />y que tú asestaste con una sabiduría infinita<br />yazgo en la orilla de tu río, pensativo.<br /><br />Oh, amado Caín<br />tus huellas de madreselva<br />van decorando mis entrañas,<br />van vistiendo de semillas, de hiedras y resinas olorosas<br />mi cuerpo fatigado por los viajes.<br />mi sudor se impregnaba de tus frutas;<br />tus piñas, toronjas y zapotes<br />decoraban mi cabeza<br />con coronas tejidas por cientos de cuchillos.<br /><br />Nada soy sin tu golpe<br />herrero milenario;<br />tus manos son el yunque<br /><br />que moldean, a la sombra de estas islas misteriosas,<br />la herradura, los cristales y los cuarzos<br />de otras Islas en el hado de la muerte.<br /><br />Caín<br />hermano de mis antepasados<br />hay en ti un pretexto para silenciar la historia<br />como si la memoria de las dagas<br />no aceptaran la muerte de Goliat<br />como una templanza de David,<br />mi muerte es una templanza tuya.<br /><br />Amado Caín<br />por tu golpe y tu palabra<br />he conocido el paraíso.<br /><br /><br /><strong>XIX<br />LÁZARO</strong></span></div><div align="left"><br /><span style="color:#000099;"><em><span style="font-size:78%;">A Jader Rivera Monje.<br /></span></em><br />Ahora que soy tantas cosas al tiempo<br />ahora que asumo mis vidas pretéritas<br />y las lanzo a la carne o al barro<br />para que se vuelvan poemas<br />o pequeñas hojas que se enfrenten<br />al aire rizado del Zaire<br />me llaman Lázaro.<br /><br />Soy Lázaro<br />el hijo de Betania<br />el hermano de Martha y de María<br />he conocido la muerte<br />su río de rosas, gladiolos, violetas, mirtos y lirios<br />que he transitado, navegado y respirado<br />en los cuatro días que duró<br />esa odisea por el mundo fascinante de las sombras.<br /><br />Soy Lázaro<br />tengo setenta nombres<br />música, viento, pájaro, buey, lluvia<br />son algunos de ellos<br />creo en la resurrección<br />en la pervivencia<br />en el soplo cálido que trasciende<br />más allá de estas tribus.<br /><br />Me he levantado del barro nueve veces<br />y ahora<br />soy el polvo que no vuelve al polvo.<br /><br />Mis manos y pies<br />todavía están atados con envolturas de entierro<br />pero también es cierto<br />que bajo mi cuerpo crece la hierba<br />circundan el gusano, el ciempiés, las calambrinas olorosas,<br />la gaviota que remonta su vuelo<br />en busca de otras corrientes de aire.<br /><br />Soy Lázaro<br /><br />habitante de Betania<br />amigo de las sinagogas<br />de Canaám, de Cafarnaum, de Nazaret, de Galilea<br />y de otras tierras lejanas<br />cuyos nombres no entenderían.<br /><br />Tengo el rostro cubierto con un paño<br />pero cada vez que me levanto a la vida<br />cada vez que una mariposa<br />me recuerda que he nacido de nuevo<br />el paño va cediendo paso<br />a otras estrellas, a otras luces, a nuevas especies de animales,<br />a otros caminos.<br /><br />Soy Lázaro<br />y en este viaje al final de la vida<br />me sentaré sobre otra roca<br />a hilar el cordón sagrado<br />el pedazo de río<br />que me devuelva a otra corriente<br />en donde todas las voces clamen,<br />todos los músicos canten,<br />todas las lluvias digan:<br />“Lázaro, levántate!”<br /><br /><br /><strong>XX<br />CARTA DE UN ESCRIBA A MAGDALENA<br /></strong><br /><em><span style="font-size:78%;">A Luz</span></em><br /><br />Yo no sé de dobleces de campanas<br />de sanear o purificar sepulcros<br />pero un torbellino de hojas secas me conduce hacia tu vientre<br />y alguna parte de esa música secreta<br />que tú reinventas y traduces.<br /><br />Yo no sé de multiplicación de pájaros y peces<br />ni siquiera escanciar las ánforas de vino<br />pero busco tu cuerpo Magdalena<br />como si fuera ese santuario<br />donde redimir mis carnes y mis velas<br />agobiadas por los golpes de las sombras.<br /><br />Yo no sé de resurrecciones<br />-acaso mi carne no soporte tantas instancias-<br />no se perdonar las querellas con el polvo<br />pronosticar las épocas de lluvia<br />pero estoy seguro Magdalena<br />que mi amor te reivindica de las culpas<br />y talla en tu ofertorio<br />una parvada de pájaros azules<br />donde sopesar tus deudas y tus vinos.<br /><br />Yo no sé de estrellas y ovellones<br />de esferas cuyo fin esté más allá del cosmos,<br />pero mi conocimiento en tu cabello<br />quiebra los mapas<br />y mis manos no poseen otro lenguaje<br />que el mismo que tú diagramas<br />en el río de la muerte.<br /><br />Desde las selvas sirias<br />hasta el mar occidental,<br />desde el monte Nebo<br />hasta el río Rogitama<br />irá mi ancho y dulce amor, bella Magdalena,<br />revestido de luz para tus hombros<br />y un collar de caracolas<br />hará tejido con peces de distintas geografías<br />para adornar tu pubis<br />y tus cabellos crispados por los astros.<br /><br />Yo no sé de oratorias y viejas enseñanzas<br />mi lenguaje no supera los silencios de la tierra<br />pero acaso me domina la palabra<br />y un Te Amo<br />no sea otra respuesta<br />que el peso enamorado de esta cruz.<br /><br /><br /><strong>XXII<br />PAPIRO A LAS HERMANAS DE LÁZARO<br /></strong><br />Paseaban en las mañanas por los monasterios de Betfagé.<br />Las veía con los párpados apagados<br />por el insomnio que me causaba<br />la oscuridad de sus cuerpos.<br /><br />Sabía la hora de su tránsito<br />sabía que desfilaban desnudas por las escalinatas del bosque<br />antes del amanecer<br />y el rumor descollante de los planetas.<br /><br />Eran Marta y María<br />hermanas de Lázaro,<br />eran como dos gotas de lluvia<br />sobre las arenas desérticas de Caparnaum,<br />como el pétalo del crepúsculo<br />sobre las noches brumosas de Tiberíades.<br /><br />A pesar de la segunda resurrección de la carne<br />seguían pensando en levantar en tres días la casa,<br />en resucitar al Betanio<br />para contagiar de belleza a los escribas del templo.<br /><br />Aun tras la muerte del Nazareno, permanecían bellas<br />bellas hasta la saciedad de los últimos caminos.<br /><br />Lo único que las diferenciaba<br />era el aroma inescrutable de sus ropas<br />el color de sus labios<br />retocados por la espesura del bosque.<br /><br />Paseaban en las mañanas por los monasterios de Betfagé.<br />En su vorágine vegetal por las riberas del río<br />desfilaban desnudas igual que gladiolos, cajetos o sauces llorones<br />en su travesía hacia las lámparas encendidas de las tinieblas.<br /><br />Ni el azulejo, ni las chicoras, ni los cafhíes<br />provocaban en mí, tantas cosas hermosas<br />como el sonido de sus voces<br /><br />en el traspatio de aquellas casas lejanas.<br /><br />Eran insoportablemente hermosas<br />lozanas, pensativas<br />altas como los abetos de las sinagogas<br />en donde remontaban sus canciones<br />y sus oraciones de vírgenes distantes.<br /><br />Mientras un pecador como yo<br />padecía sus encierros, soportaba sus angustias<br />y enfrentaba su calvario<br />ellas ingenuas<br />doblemente ingenuas<br />triplemente hermosas<br />cantaban el desprecio hacia los hombres de la tierra.<br /><br /><br /><strong>XXIII<br />EPÍSTOLA A LA TRAICIÓN<br /></strong><br />Vesánicos del Neguev<br />malditos suicidas de estas tierras<br />ustedes me han ligado a otro concepto de la muerte.<br /><br />Yo había huido con el viento Maarabit a otras latitudes<br />pero un futuro incierto nublaba la herradura.<br /><br />Había pensado en restituir la casa<br />en comprar flores amarillas para la última cena<br />pero ya todo estaba dispuesto.<br /><br />Desde antes de nacer toda está dispuesto:<br />nombres, padres, pecados y hasta los más crueles amores<br />escritos en el pergamino de los días.<br /><br />Todo estaba hecho;<br />la mesa, la última conversación, los deberes,<br />las negaciones de la piedra<br />antes del canto despavorido de los gallos.<br /><br />Padre de los desdichados<br />lejos estoy de ser mala hierba en el campo de trigo,<br />lejos estoy de ser la traición,<br />el pecado, la cadena maléfica de los evangelios.<br /><br />¿Quién hubiese hecho lo que yo llevé a cabo?<br />¿Quién para esculpir el beso amoroso sobre las mejillas marmóreas?<br />¿Quién para rechazar los treinta denarios y los húmeros?<br /><br />Soy la semilla de mostaza de la que habló el evangelista,<br />los precipicios me producen vértigo<br />y no hay más placer sobre mis carnes<br />que sentir el peso de la roldana sobre las ropas.<br /><br />El apóstol no bebe cicuta ,<br />se ahorca;<br />era menester mío el ahorcarme<br />-así estaba escrito-<br /><br />era menester buscar el eucalipto de las epístolas<br />el eucalipto al que le colgaban cuatro hojas<br />para colgar mi cuerpo solitario,<br />mi cuerpo señalado por la hoguera,<br />por la mezquindad de la piedra,<br />por el celo de los otros,<br />por la bifurcación de los espejos.<br /><br />Anómalos del verbo<br />anarquistas de las escrituras<br />es una bella manía esta de aventurar a la muerte,<br />una manía constante la del suicidio.<br /><br />Ahora soy llamado el padre de los suicidas,<br />de algo serviría tanto esfuerzo?<br /><br />¿Acaso me recuerdan más que a los otros?<br /><br />Los ecos de las antigüedades<br />saben una verdad que las piedras desconocen;<br />yo también fui un elegido:<br />el obelisco, la pirámide, la torre del faro<br />saben esta historia sollozante,<br />historia que ahora comparto con los desdichados,<br />con los desposeídos, con los señalados.<br /><br />Viva el más digno de los doce!<br />si había una misión que cumplir<br />la mía se cumplió con entereza,</span></div><div align="left"><span style="color:#000099;">como ninguno de los doce la cumpliría</span></div><p><span style="color:#000099;"></span></p><p><span style="color:#000099;"></span></p><p><span style="color:#000099;"></p><div align="justify"></span><span style="color:#000099;"><em><span style="font-size:78%;">Winston Morales. Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. Ganador de los concursos nacionales de poesía de las Universidades del Quindío, 2000; Antioquia, 2001, y Tecnológica de Bolívar, 2005. Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Finalista en concursos de cuento y poesía en Argentina, México y España. Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro.<br /></div></span></em></span>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-4401745925007798362007-11-13T12:01:00.000-08:002007-12-01T08:45:11.856-08:00Fernando Núñez. Poesía.<div align="justify"><span style="color:#000099;"><strong><em><span style="font-size:78%;">Del libro Oficios del tiempo (1.995)</span></em></strong><br /><br /><strong>El ancón</strong><br /><br /><span style="font-size:78%;">(a la memoria de mi padre)</span><br /><br />El padre, silencioso, marcha a la cabeza;<br />el niño lo sigue saltando los durmientes,<br />fraguando fantasías<br />que emergen de la mar y huyen con el viento.<br />Las casuchas se aferran con garras de cartón y lata<br />a las faldas peladas de los cerros<br />en el aire cuajado de salitre<br />que los trenes en humo desvanecen.<br /><br />Se escuchan diálogos en lenguas extrañas;<br />los nativos trajinan perlados de sudor,<br />renqueando, cargados de fardos.<br />En corros, marinos de cabotaje,<br />de cubierta a cubierta intercambian historias,<br />lían tabacos, hablan de islas<br />y juegan a los naipes.<br /><br />Los muelles de tablones olorosos a brea<br />se estremecen, se quejan al empuje<br />de barcos mercantes pintados de blanco<br />como cisnes de mar:<br />“San Cipriano”, Alicante; “Quadriga”, Stokholm;<br />“Biwa Maru”, Nagasaki; “Endeavour”, Liverpool…<br /><br />El niño, desde el muelle, escala cumbres de fábula,<br />viaja a puertos remotos,<br />mientras el padre apresta los aparejos de pesca.<br />A la luz sin matices de esta tarde,<br />izarán de las aguas peces temblorosos.<br />Mañana, entre el jadeo de las locomotoras,<br />volverán al ancón para echar el anzuelo<br />a la sombra de buques que se irán a otros mundos<br />repletos de banano.<br /><br /><br /></span><span style="color:#000099;"><em><span style="font-size:78%;"><strong>Del libro La huella de un sedentario (2.001)</strong></span></em><br /><br /><br /></span><span style="color:#000099;"><strong>Detrás de la piel<br /></strong><br />Detrás de esta piel están los otros:<br />aquellos cuyos rostros<br />no me fueron conocidos,<br />pero en mí depositaron<br />la angustia, el asombro<br />de su andadura humana.<br /><br />La sangre de los otros,<br />los que me han precedido<br />a partir del inicio del tiempo,<br />ha avanzado en cascadas,<br />de una generación a otra cayendo<br />hasta el cantil brumoso<br />donde se alberga mi edad y mi espacio;<br />pronto será borrado<br />por un nuevo embate de la misma marea<br />que me arrastró a este punto.<br /><br />También yo estuve en ellos<br />latente, larvado,<br />como un embrión de parásito,<br />rondando los abismos de su sangre,<br />enquistado en su respiración<br />y en sus interrogantes,<br />dentro de un acertijo de anticipaciones<br />que toda predicción elude,<br />que no puede desvelar ningún discernimiento.<br /><br />Detrás de esta piel están los otros.<br />Debajo de otras pieles,<br />muy atrás en el tiempo,<br />también estuvimos nosotros.<br /><br /><br /><em><span style="font-size:78%;"><strong>Del libro Antropofugas. (Inédito)</strong></span></em><br /><br /><strong>Estuario en el crepúsculo</strong><br /><br />Mis pasos anoche me trajeron al estuario.<br />En el suelo estallaban globos de calabazas,<br />flores de caléndula fulgían como estrellas,<br />los árboles gigantes cantaban en sus copas.<br /><br />Era noche y en la niebla el misterio daba vueltas.<br />Menudeaba el trajín de murciélagos e insectos,<br />voces oscurecidas, gritos de soledad.<br />El tiempo atomizado fluía en la llovizna.<br /><br />Volando a tientas la brisa, del pasado sopla,<br />apacigua al paisaje que se calla y medita.<br />El plomo de la noche se hace polvo al poniente<br />entre prados de acanto donde el olvido crece.<br /><br />Hay bruma en los recuerdos, fulgores en el aire.<br />Barcas frágiles remontan cascadas de instantes,<br />descargan en ciertos puertos fardos de secretos.<br />La mano de la noche desatará el misterio.<br /><br /><br /></span><span style="color:#000099;"><strong>Hora crepuscular<br /></strong><br />Se acoge en el regazo de la arena<br />la sombra en que la tarde agonizara;<br />cruzan aves, y en lo alto se alquitara<br />la sangre del día en bella condena.<br /><br />Hay en la tarde un silencio de pena<br />envuelto en tibio tedio que le ampara;<br />el viento en singladura se prepara<br />para arrastrar la sombra en su carena.<br /><br />Al embrujo de la noche, en secreto,<br />el mar susurra su canción dormida.<br />Rayan pez y estrella el abismo quieto.<br /><br />Entra en letargo el pulso de la vida,<br />la nocturna fronda hinche su esqueleto,<br />la noche mana como de una herida.<br /><br /><br /></span><span style="color:#000099;"><strong>Cadáver de mariposa<br /></strong><br />En las rosas del jardín volaba<br />ayer una mariposa.<br />Temblaba en sus alas el arco iris.<br />Hoy yace su cadáver sobre las hojas secas.<br />Sólo unas horas le fueron dadas<br />para trazar su parábola de vida<br />entre espejos de agua y túneles de flores.<br />Fantasma, espejismo, imagen virtual,<br />latido de luz en llovizna de Mayo.<br /><br />Una chispa de nieve,<br />una oscura centella,<br />alfileres del viento,<br />un brebaje nocturno,<br />el enorme peso de un hilo de luz,<br />una gota de tiempo,<br />podrían abatir el poder<br />que dio lumbre a sus alas.<br /><br />Entre espectros de seres<br />y apariencias de cosas,<br />nuevas sombras se amasan;<br />la niebla se deshace y recompone,<br />los fantasmas se mueven.<br />Nuevas mariposas visitan<br />renovados jardines.<br /><br /><br /><strong>Australopiteco</strong><br /><br />Todos fuimos australopitecos<br />al dar los primigenios pasos en Laetholi y Afar.<br />Esas huellas fueron impresas<br />en el polvo volcánico de aquel valle de África,<br />no sólo por el pie de la pequeña Lucy<br />(madre nuestra simbólica o real),<br />se irguió también sobre esas pisadas<br />toda la humanidad en marcha<br />a lo largo de estos cuatro y medio millones de años<br />de azares y errancia.<br />Allí fue nuestra infancia más vieja,<br />nuestra niñez de monos vestidos de inocencia.<br />Después, devenir sin reposo<br />de los simios que aprenden a pulir la roca,<br />a dominar el fuego,<br />a elaborar la guerra, a ejercitar la caza,<br />a construir hogares,<br />a inventar el símbolo, a crear la palabra,<br />y con la palabra encarar el misterio,<br />abrazar el pavor de su fascinación,<br />abismarse en dudas, fustigarse con preguntas,<br />sentir el agobio del horror de la muerte,<br />consolarse en la creación y adoración de dioses...<br />todo para al fin empezar a comprender<br />que tan sólo es verdad la incertidumbre.<br /><br /></span><em><span style="font-size:85%;"><span style="color:#000099;"><span style="font-size:78%;">Fernando Núñez del Castillo. Aracataca (Magd.), 26 de Diciembre de 1.943. Biólogo, Universidad Nacional de Colombia. Maestría en Genética, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM, ciudad de México). Profesor de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá, D.C.) de 1.973 a 1.998. Ha publicado unos 20 artículos sobre Biología y Genética en revistas científicas de Colombia y el exterior. Un libro sobre Genética entomológica.<br />Libros de poesía: Oficios del tiempo (Fondo Nacional Universitario. Bogotá, D.C. 1.995), La huella de un sedentario (HG Impresores. Bogotá, D.C. 2.001) Tiene inéditos los poemarios Barro animal, Antropofugas y De carne y sueños.</span> </span></span></em></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-63578547172077987272007-11-13T11:41:00.000-08:002007-12-01T08:43:28.450-08:00JR. Cormorán. Narrativa.<span style="color:#663300;"><strong>Graffiti</strong><br /><br />Dios no vive en el Cielo<br /><br /><em>El Diablo.</em><br /><br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>El Infierno<br /></strong><br />— ¿Adónde cree que irá ahora que muera?<br />— Me alegra su optimismo, ¿o debo decir cinismo? Al Infierno, supongo.<br />— Existe la posibilidad de ir al Paraíso.<br />— Entiendo que es un sitio aburrido. Ni siquiera usted lo soportaría. Nadie lee. Allí a nadie le interesa la música.<br />— Es su voluntad, pues, ir al Infierno.<br />— ¿Ir? Ya estamos en él, padre. ¿No se ha dado cuenta?<br />— ¿Este es el Infierno? Creí estar confesándolo.<br />— Así es. Aquí también puede hacerlo.<br /><br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>El nuevo<br /></strong><br />— Silencio. Ahí viene Dios.<br />— ¿Cuál es?<br />— Aquel, el del centro.<br />— ¿El de sombrero de paja?<br />— El de barbas amarillas.<br />— Le encuentro un parecido con Van Gogh.<br />— No se fíe. Mañana lo encontrará semejante a Baudelaire. Ayer, si no estoy mal, su parecido con Edgar Allan no admitía dudas.<br />— ¿Poe, quiere usted decir?<br />— El mismo.<br />— ¡Vaya! Veo que prefiere a los poetas.<br />— Aquí no conviene pensar de prisa. El día de mi llegada un vecino me lo señaló. “Allá”, me dijo. Voltee, entusiasmado. Ese día Dios era Nietzsche.<br /><br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>El arrepentido<br /></strong><br />— Muere sin renunciar a su voluntad.<br />— Eso siento.<br />— ¿Algo más?<br />— Desearía un velorio popular, de nueve noches, con tintos, canelas y animadores de patio.<br />— Su hija no lo permitirá. Ustedes son ricos, tienes otras formas de morir y de ser velados.<br />— Es su labor convencerla.<br />— ¿Es todo?<br />— Es suficiente, padre. No pido más.<br />— Marche, pues. Que Dios lo proteja.<br />— Ojalá, padre. Ojalá pueda hacerlo.<br />— Dios todo lo puede.<br />— Admiro su fe. Yo nunca estoy seguro de nada. Ni siquiera sé si estoy muriendo.<br /><br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>El testigo<br /></strong><br />— Sí, inspector, al llegar los agentes los muertos éramos nueve.<br />— ¿Está seguro?<br />— Tan seguro como que usted está detrás de ese escritorio. Yo mismo los conté. Éramos nueve.<br /><br /></span><span style="color:#663300;"><strong>La propuesta<br /></strong><br />Dios y el Diablo coincidieron a la entrada del Infierno. Dios cavilaba sobre la propuesta. Nunca le decía nada distinto donde quiera que se encontraran. Finalmente, respondió:<br />— No. Es muy tentadora la invitación, pero no. Sería una locura.<br />El Diablo sonrió:<br />— Yo, en cambio, estaría dispuesto a vivir en el Cielo. No tengo ningún problema en hacerlo. Siempre hay almas a las que socorrer.<br />— No —repitió Dios muy sereno —. Mi sitio está en el Cielo. Así lo quieren todos.<br />El Diablo volvió a encogerse de hombros. Lamentó escuchar una respuesta tan traída.<br />— En el Infierno —anotó— hay gente que aún cree en usted y espera verlo algún día.<br />— Admiro la gentileza. Deploro no tener ambición.<br />Se despidieron de manos.<br />Dios echó a volar. El Diablo tomó la escalera de la derecha.<br />Dios remontaba nubes. Sabía que había estado a una respuesta de claudicar. “¡Dios!”, se dijo Dios, “¡Esta vez estuvo cerca!”.<br />El Diablo, metido en la oscuridad de la escalera, echó mano de una frase que le evitaba vivir de malhumor. “No tengo prisa”, murmuró para sí, con ganas de fumarse un cigarro que no llevaba con él. “Está escrito: alguna vez seré Dios”.</span>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1885957108816036703.post-39298414591300091082007-11-08T16:25:00.000-08:002007-12-01T08:40:50.746-08:00Edilberto Zuluaga. Narrativa.<div align="justify"><span style="color:#663300;"><strong><span style="font-family:verdana;">Dos épocas.</span></strong><br /><br /><span style="color:#663300;">Se cuenta que en época de los sofistas griegos, uno de ellos ofreció a un hombre instruir a su hijo en la filosofía. ¿Cuánto vale? Preguntó. Cuesta diez monedas. Con ese dinero compro un esclavo, contestó el hombre. Cómpralo, dijo el sofista, y de esa manera quedarías con dos esclavos.<br /></span><br />En este tiempo, en una puerta de la iglesia de Bonda, una señora, antigua profesora, me contó esta historia. En épocas pasadas ella ofreció a un hombre enseñarle a leer al hijo. ¿Cuánto cuesta? Preguntó el hombre. Diez reales. El hombre dijo: con ese dinero compró un burro para transportar agua del río Manzanares. Cómpralo, dijo la señora, y quedarías con dos burros: uno para cargar agua y el otro de compañía.<br /><br /><br /><strong>Un día en la ciudad</strong><br /><br />El sol baña a la Ciudad Jovial en las primeras horas azules. Más allá ilumina la superficie del mar, que como un caparazón aguanta los colores de bellos encajes. Desde los cerros el verde de los árboles en las calles dibuja una línea quebrada en la claridad y abajo, los resquicios sombreados aminoran la luz. Las horas bellas del día están entre las cinco y las siete de la mañana. A esas horas los habitantes de la luz enrollan sus sábanas e inician la apertura de las puertas; los animales felices caminan entre los campos y patios vecinos. Un sabor a café invade el aire cuando es puesto sobre las mesas; las voces frescas reposan sobre los objetos y las cosas. Gime el animoso viento con diferentes armonías; la transparencia entra sin que la luz haya llegado a la superficie terrestre. Como un vasto nido iluminado con el mar al fondo, la ciudad emerge vista desde las colinas que la circundan. A esta hora retoza el lenguaje del agua luciendo las burbujas cristalinas; con ella riegan el jardín, humedecen el césped y limpian terrazas y patios. Los perros corren, refrescan el vientre y los caminantes ejercitan sus músculos frente a las playas y en los parques.<br /><br />Debería llamarse la Ciudad Madrugadora. Es una alegría frecuentar el mercado con los productos de mar y de tierra que son expuestos con una emoción dicharachera y parlanchina. Los pargos y las sierras cantan en las mesas, las piñas y los melones entonan una canción perfumada. Los hombres, felices a esta hora, con las manos de sueño tararean el movimiento de las alas y descansan la mirada plácida en el lento consumo de los elementos. El cielo azul emboza alegremente una ciudad entre los árboles obligando a los habitantes a soportar una incomodidad durante el día: transpiraciones, descansos, ocultaciones y sombras añoradas. La mecedora, la hamaca, el abanico de mano ayudan a dejar las horas. Hombres y mujeres tejen la sombra diaria al sobrevivir diez horas lejos del sol abrasador y convincente. Un habitante que no necesite exponer la piel espera en la sombra, en la conversación: hamaca grande de la frescura. El diálogo está por encima de otra actividad y sus palabras son un aliento inocente; la brisa filtrada entre las hojas suaviza las quimeras y los espíritus.<br /><br />Los alegres habitantes almuerzan debajo de frondosos árboles que han sembrado en los patios. Otros recuestan un asiento a la sombra de un almendro y hacen la siesta en plena calle. Más allá, los desempleados resisten esperando el momento para ingresar en la batalla. Echados en la hamaca o en el lecho esperan la hora del amor. Al fondo del paisaje el sol calienta el dorso del mar. Allí los bañistas oscurecen la piel con la nítida luz del astro amarillo. En la mitad del día la ciudad no responde a ningún llamado; nadie desafiaría la soledad o la suave holganza.<br /><br />En la extensión del horizonte el sol peina las colinas con su color miel; alegres mariposas desafían el aire libre. La brisa entre rama y rama, entre hoja y hoja, desliza una exigua frescura que no alcanza a aliviar el ambiente. Crece la tarde y a su sombra el color es agua en movimiento. Bellos paisajes dejan caer la frescura, promesa en las caricias de los enamorados. Lejos suena un tambor, dos gatos de ojos claros en la rama de un árbol esperan que la tarde caiga. El hombre y el animal reciben la noche que recoge el calor cuando el céfiro regresa a los rincones apacibles. La ciudad aparece entre las olas, y en el horizonte una sonata húmeda acompaña la noche mágica.<br /><br /><br /></span><em><span style="font-size:78%;color:#663300;">Edilberto Zuluaga Gómez (Aranzazu. Caldas). Autor de las novelas Amores en la puerta del sol (Manizales, 1995), Viaje hacia el amanecer (Medellín 1996) e Impacto en el primer movimiento (Santa Marta, 2006). Sus novelas le han merecido premios y distinciones. Es también autor del libro de relatos Lecturas en el parque, (Santa Marta, 2007), de donde se han tomado los textos que aquí se publican. Vive en Santa Marta hace 30 años.<br /></span></em></div>Mesosaurushttp://www.blogger.com/profile/10482992903843199942noreply@blogger.com0