Mañana siempre puede ser el día
A la memoria de J. J. Lapeira
Elude en las esquinas los vientos contrarios de la ciudad. El gato de un salto escapa al techo al presentirla en el pasillo. El perro finge dormir escondido entre sus orejas lanudas. Nadie los obliga a ser fieles. Incluso a ellos la vida les señala los límites de la amistad. No es a ellos tampoco a quienes ella viene a visitar sino a alguien que ya no cuenta, así se empeñe en prolongar el aliento aferrado a la lectura de un libro inacabable.
Ella lo encuentra leyendo recostado en la cabecera de la cama. Aprovecha la luz de la mesita de noche. Se fija apenas en la lámpara de capucha azul. El hombre la siente deslizarse en la habitación. Espera el momento hace meses, desde que no está en condiciones de valerse del todo por sí mismo, aquejado de un reumatismo pernicioso. Asomado al borde del libro que sostiene a la altura de la cara, la ve despojarse de sus ropas de trabajo, tomar una toalla del perchero, seguir al baño para darse una ducha caliente, en una sucesión que tiene la calidez de una rutina cotidiana, la consagración entrañable de un ser cuyos movimientos uno conoce de memoria, sin necesidad de abrir los ojos.
Piensa tener derecho a una frase que ella ni verá mal ni tampoco contestará camino del baño:
—Llegas algo tarde. ¿Mucho trabajo?
Ha podido ceder frente al espejo del baño a una frase predecible:
— ¡Estoy horrible! Este año sí me voy a tomar unas vacaciones.
Regresa sin esfuerzo a la concentración de la lectura. Es su deseo olvidar los movimientos que le llegan del baño a través de la puerta entreabierta. También él necesita unas vacaciones que siempre postergó pensando que todavía el tiempo seguía siendo su mejor aliado. Ahora el tiempo está agotado. Ella en cambio es joven, y, aunque se sienta algo agotada, podrá tomarse un descanso en el momento que lo quiera. La siente regresar envuelta en una toalla de playa.
No sabe que él puede verla. A lo mejor finge ignorar no saber que él sabe que puede verla. Frente al tocador se aplica en la cara una de sus cremas de manos, que riega alrededor de los ojos, de los pómulos altos, a lado y lado del mentón, concentrada en devolverle firmeza a la expresión de la mirada. Es imposible ignorarla y favorecer la atención que demanda la lectura. Ahora se masajea con fuerza la cabeza húmeda, hundiendo las yemas de los dedos en el cuero cabelludo. Envuelta aún en la toalla pasa por encima de él para tomar un lugar en la cama. Cede a la tontería de pensar que nada hay más adorable que una mujer hermosa recién bañada.
Ella repara en el hombre, en el pijama de colores que lleva puesto, en el curioso título del libro, escrito en la parte superior de la carátula: una lectura imposible. ¿Qué querrá decir aquello de lectura imposible? ¿Imposible significa imposible? Ha aprendido en una carrera nunca vieja que los escritores —las más raras de las plagas raras—, en posesión de miles y miles de recursos, son hombres intratables, capaces de hacer decir a las palabras lo que no significan, como una verdad que siempre aletea —jamás del todo revelada, sino apenas sugerida— frente a los ojos de quienes sientan mejor su pálpito. Asimismo conoce de algunos que hacen avanzar sus historias retrocediendo, que prefieren contar una parte a toda la historia, que en vez de atenerse al conjunto se empeñan en exaltar los detalles. Ella no se andaría con tantas vueltas. Es amiga de la lógica lineal. Medita en el asunto que la ocupa, sabiendo que ejecuta un plan que otros diseñaron. Actúa en una operación de la que solo es un instrumento, hermoso si alguien desea admitirlo. No goza de la libertad de efectuar una toma veloz, si a eso va, sin ninguna cautela, que prive al hombre que lee, o finge leer, de la oportunidad de verla a los ojos. Nada de tomar ninguna iniciativa. Las instrucciones recibidas —en un mundo dominado por el protocolo, rutinario en la argucia del procedimiento— son inequívocas al ordenarle actuar solo una vez el hombre concluya la lectura y en la humedad del patio vecino cante el primer gallo. Tiene que acogerse a su papel, así no entienda por qué allá —adonde pertenece, donde casi nunca está— se toman demasiadas consideraciones con el vejete que lee concentrado un voluminoso libro de cuya lectura no va a sacar ningún provecho práctico. A la mañana siguiente, una vez el sol esté en lo más alto del mediodía, él al fin estará muerto.
Sabe que el servicio que debe suministrar le exigió someterse a una dirigida sesión de instrucciones, una secuencia de disposiciones que encontró artificiosas, pero sobre todo un tanto insultante de su condición, de sus años en el oficio. Ve en el exceso de atención no solo un derroche injusto de tiempo, si se tienen en cuenta a los miles de hombres y mujeres necesitados de una visita de emergencia. Las decisiones de su mundo, sin embargo, han sido siempre incomprensibles, inescrutables, cuando no paradójicas. No de otra manera habrá que calificar que se prologue el aliento de quien ya ha vivido bastante, pero se corte de un tajo limpio la vida de un hermoso conquistador en la plenitud de su vida. Ha sucedido muchas veces. Sucedió con Alejandro — muerto demasiado pronto —, solo para poder prolongar la brillante vejez de alguien tan chocante como el engreído señor Goethe. Quizá este exceso que favorece al hombre concentrado en la lectura tenga una explicación. Acaso sea el reverso de una ejecución sumaria que de momento no se aventura a identificar en un apretado mapa de la historia. Es un acto, sin lugar a dudas, absurdo el que ejecuta, una pérdida que la obligará en las próximas horas a trabajar de manera simultánea para mantener el promedio de muertes fijado, que este pareciera ser cada mes la única realidad que interesa a los invisibles directivos de la sección a la que está adscrita, en un universo en donde el ascenso a los niveles más altos de la jerarquía solo favorece a aquellos que cumplen órdenes sin jamás indagar en razones. ¿Cómo olvidarlo? En un mundo hecho antes de ella nacer es quizá la única verdad sabida, estructurada en derredor de un principio en el que el instructor le insistió durante el tiempo de su aprendizaje:
— Usted es entrenada para ejecutar operaciones precisas. Su función es operativa. Yo solo coordino planes. Llegará el tiempo en que usted me reemplace para iniciar su ascenso, una carrera que solo pocos sortean. Así que, aunque sea legítimo ilusionarse, prepárese más bien para tener los pies bien puestos sobre la tierra.
La siente dormir exhausta pero sin sobresaltos a su lado. Ha tenido seguro una noche constante, yendo de aquí para allá, de los cerros a la playa, de un hueco a otro de una ciudad que crece sin orden, que vive cada vez más de prisa, que no cierra nunca todas sus ventanas, acudiendo a la agonía de un baleado, cerrando los ojos a una viejita inconsciente, asistiendo el feroz envenenamiento de un enfermo de amor, que todavía en esta época existen a pesar de los vientos que corren, de descreimiento, de indiferencia. Quizá prestaba un último auxilio infeliz al entrar la llamada a su ordenador de muñeca:
— Adelante. Su cita ha sido autorizada. El que sabemos espera.
Inútil eufemismo. El que sabemos es él. Sobra imaginación que comprenda que allá, en una frontera imprecisa, aunque siempre delante de los ojos, el mundo se deba igualmente a un rigor sin el que nada sería nada. Formas. Es todo lo que cuenta. Formas, procedimiento, exactitud, silencios, órdenes que cumplir, cifras que más tarde el encargado de su sección expone en una pared luminosa al lado de los reportes matriciales de las otras secciones en que está dividido el oficio: números, fríos, en colores, que nunca aluden a ninguna pasión como a ninguna miseria humana, que solo permiten constatar, en las reuniones trimestrales de fines de año la exactitud matemática con que los altos directivos definieron unos objetivos tan incomunicables como ellos mismos.
Quizá él, poseído de un acto inusual, deba ayudarla, librarla de la misión un tanto humillante que le ha sido asignada. Tal vez esta sea la obra perfecta que no se atrevió a escribir pero con la que en todo momento soñó. Sabe que nada más falaz que la creencia que proclama como obra maestra aquella que carece de imperfecciones. Aunque solo sirva de consuelo —o sea la simple frase célebre de un moribundo— esta noche está dispuesto a gritar, si fuese preciso, que no existe obra maestra que no sea imperfecta, inacabada, única forma de ser una posibilidad abierta a otros. Es todavía su método creativo, incluso ahora que escribe nada: hacer todo bien sin acabarlo jamás, sin entregarlo a nadie. Sí, a él no le interesó jamás disputarle a ninguno el domino de la eficacia pública.
Metida en las sábanas, el cuerpo doblado sobre un costado, la muchacha se protege de la luz de la lámpara con los brazos. El suyo es un oficio difícil de cumplir, cada vez más sometido a un complejo ordenamiento burocrático. No ve tampoco el día de solicitar un cambio de aire, o, por lo menos, el envío de una asistente a la que ir enseñando una ciudad que la tiene fastidiada, si bien está emplazada en un marco natural envidiable frente al mar, si bien al crecer genera una enorme demanda de servicios, muchos de estos en circunstancias violentas, que la obliga a una máxima concentración a fin de estar presente en el deseo del homicida de turno, en la mano involuntaria que dispara un tiro que termina en la cabeza de la mujer que ha retirado dinero de alguna entidad bancaria.
Repara sin pudor en su cuerpo desnudo, delineado debajo de la sábana, que le ofrece inútilmente un perfil de firmes como de bellas formas, sin duda jamás acariciadas por una paciente mano humana. ¿No habrá sentido alguna vez, una sola siquiera, el deseo de ser amada? Quizá su manera de amar, letal, veloz, suceda justo al tiempo de prestar sus servicios. Es una especulación que leyó una vez, insuficiente sin remedio, que no se detiene a pensar si ella es siempre ella o si también es él. Supone que siempre será el y ella. Ella en la atención de los hombres y él en la atención de las mujeres. Solo así tendrá sentido, piensa, la idea que supone que solo en el momento de cumplir con un oficio que la define, ella, nunca él según un orden impuesto, puede ser amada. Se niega sin embargo a semejante refinamiento. La lógica llama a la imaginación a las filas del juicio. Ella es ella, y nunca conocerá el amor. Ni siquiera ahora que podría tomarla si quisiera. Un acto insólito, del cual la muchacha sería la primera en sorprenderse, de consecuencias que renuncia a imaginar.
Lamenta que el oficio carezca de humanidad, que le resulte igual una edad de la historia que otra, que jamás discrimine intimidades ni se niegue los más desalentadores límites. La enseñaron no a pensar, sino a prestar un servicio rápido, si se puede, y, en lo posible, limpio de molestias. El asunto de esta noche, sin embargo, violenta todas las normas de celeridad y economía tan proclamadas en los congresos, una auténtica hipocresía según ve, que más tarde que temprano redundará en la pérdida de reputación del oficio. Acepta resignada que la muerte también se desprestigia. La perspectiva la aterra. Ella es un objeto del pasado. Ya es una curiosidad que alguna tarde será exhibida en la vitrina de un gélido museo.
El deseo de un retiro cercano, que jamás es fácil calcularlo, le sale al paso como una realidad inmediata. Es al menos una molestia menor comparada con la actual carga de trabajo y las proyecciones estimadas para los siguientes años. La gente va más de prisa y muere sin saber que vive, que ha vivido. La jubilación, sin ser plena, la seduce, aunque tal vez sea más tolerable entrenar a nuevos aspirantes —auténticas legiones en ciertos periodos— que asumir alguna coordinación de escritorio en el inmenso engranaje de un universo que no termina de conocer, el que solo cree entender en su función general.
Duerme sin remedio. A él le enternece velar su sueño indefenso. Es una pena, bien puede pensar ella —soñarlo—, que de donde viene aún no inventen, sin olvidar los años invertidos en investigación, la muerte para la muerte, un esfuerzo idéntico al de inventar la vida para la vida. Pero, ¿por qué es sensible al sueño de una presencia temida? Quizá en ella vea demasiada humanidad frustrada, igual habitada de desesperanza, de hastío, de vanidad, de la necesidad de olvidarlo todo. Nada la diferencia de ninguna mujer que viva de este lado y no del otro lado. ¿Este lado, aquel lado? Es una mujer del otro lado que vive de este lado, donde pasa la mayor parte de su tiempo, donde pulula la materia de su oficio, como ahora, que está ahí, al alcance de sus manos, plena en las palabras que él piensa por ella, única, irrepetible, solo para él, incapaz de hacer algo por ella, que solo añora su liberación y dibuja entre sus cejas la figura de su liberador.
Vuelve a la lectura convencido, él más que nadie, que un exceso de imaginación arrastra un exceso de lúcida amargura. Ninguna duda tiene de la generosa ignorancia del bruto que solo vive para satisfacer los compromisos inmediatos de comer, dormir, ir al baño, tumbar a una mujer en cualquier rincón. Queda el mérito de rogar a un esquivo Dios. Igual nada pierde con poner en un par de oraciones el íntimo deseo de la visitante. También ella —y tal vez más que nadie— tiene derecho a ser escuchada. En la facultad de teología enseñan todavía la naturaleza de los milagros. La fe es, aunque rara, una aliada impredecible. Nadie quita después de todo que una de estas noches sea su noche, una vez concluya la lectura de un libro que cierra páginas con la muerte de su alucinado personaje, un anciano caballero que murió cuerdo y vivió loco, según le encantó decir a su autor.
El perro ladra en el patio. El salto del gato al pasillo de piso ajedrezado termina de despertarlo. El voluminoso libro está tumbado cerca de la almohada donde ella colocara su cabeza húmeda. Mañana será otra vez la noche. Mañana, piensa sin aprehensión, siempre puede ser el día. El hoy de ahora habrá algunos, hombres entre los que no se cuenta, que lo vivirán con pasión. Hay que ir de momento al baño, que el cuerpo también es un amigo puntual como la brisa que fecunda los árboles en la acera vecina.
Recordó su despedida al salir:
—Duerme. Hay mucho trabajo, pero esta noche prometo venir más temprano.
Una conmemoración sin palabras
Todos los 31 de octubre el joven teólogo agustino visita Wittenberg. Las aguas del Elba lo traen directo a la puerta de la iglesia de Todos los Santos. La mirada es la de un hombre que piensa y siente la vida de manera distinta. En el antiguo palacio del príncipe elector, este año que agoniza, será el muchacho encargado de recoger las limosnas.
Visité Wittenberg en 1932. Estoy cierto de ello porque, aunque tengo una poderosa memoria, he consultado mis diarios y apuntes. Una combinación de trenes me condujo, saliendo de París, a una ciudad de viejos castillos y de muchas iglesias que empezaba a vivir el ajetreo de un puerto industrial y de un intenso comercio.
Cuesta admitir que una ciudad cambie y que lo haga sin nosotros. Es igual que sea la nuestra o que sea otra de la que hemos sabido en las descripciones e imágenes que otros nos regalaron.
Los muelles y bares que encontré modificaron mi prefigurada idea de la ciudad, adquirida en mis lecturas de Lutero, aquel robusto monje que un 31 de octubre, a plena luz, clavó en la iglesia de Todos los Santos sus 95 Tesis, proposiciones en las que cuestionó, muy especialmente, la concesión de indulgencias, esa institución papal que a cambio de dinero vuelve al pecador amigo de Dios y al señor más señor. Es de admirar la resolución con la que proclamó la libertad de leer la palabra de Dios, una herejía sin duda orientada a minar la autoridad de los teólogos y dejar sin piso la hermenéutica beoda de obispos, frailes, clérigos y monjes.
Las tesis que clavó en las altas puertas, sobre dura madera, las escribió en los respiros de una temprana, fatigante y fallida traducción de los Evangelios. No imaginó que el reto público a los mundanos doctores de la Iglesia degeneraría en la excomunión, en el rechazo del Emperador, en la reclusión de Wartburg y en un nuevo partido, conformado por la chusma amotinada, una masa de artesanos y campesinos en cuyo favor no hubiera escrito una sola línea. Planteó una modificación en el rito, que concibió conveniente a la fe y benéfica —para la nobleza, harta y celosa de los privilegios de Roma—, pero que terminó en una revolución, una irreconciliable fractura que no concluye.
Indiscutida suerte la de Lutero. La exposición de nuevas ideas le exigió sentar doctrina —otra tarea imprevista—, asistir a juicios, cabalgar caminos, presenciar levantamientos, reconocer saqueos y admitir feroces aplastamientos, pero, sobre todo, soportar largos periodos de silencio… El cuerpo se le volvió flácido. Alguna mañana, al estirar los brazos, debió descubrir que la lucidez empezaba a abandonarlo, que un ejército de ángeles, en una sola noche, le cambió los edificios, las calles y la gente a Wittenberg.
Una ventana —el Elba corre indiferente—sería desde entonces el único punto de contacto con un mundo que tomó la decisión de olvidarlo.
Solo, entregado a la lectura, los labios cerrados, los enemigos, los que fracasaron en la refutación de la condena que hizo de los lujos del papado, le inventarán un suicidio. Él, alguna noche de inusitada franqueza, sin que le haga falta una pulida superficie en donde aún reconocerse, decide no defraudarlos, no empañar una invención, sino ratificarla. Está convenido que una mentira se anula con otra mentira. Ellos les mienten a todos, pudo pensar, él les mentirá a ellos.
Revisé mi memoria y confirmé que coincidía de alguna manera con mis mapas de la ciudad. En la iglesia del Castillo destacan dos tumbas: una es la de Lutero y segunda, la de otro reformador alemán: Philip Melanchthon. Evité algunos pasillos y ciertas galerías. Frente a una vitrina, fingí admiración al descubrir una publicación. Me veo, incluso ahora que escribo esta tardía crónica, adquiriendo copia de Lugares comunes de la teología, una famosa disertación de Melanchthon en favor de la reforma protestante, una pieza que a nadie interesa ya y que los entendidos citan sin leer.
Recorrí una y otra vez la casa de Lutero, convertida en museo. Una edificación amplia, sobria, de firmes paredes, dispuesta a informar de un tiempo que se niega a salir del tiempo. Alguien me condujo a las casas de Melanchthon y de Lucas Cranach, un artista este último cuyo arte nada me dijo ni me dice. Me emocionó conocer, en cambio, la iglesia en la que Lutero predicó. No es arquitectónicamente una obra digna de recordar. Sería impensado compararla con otras iglesias. Es una edificación cuya importancia le sigue viniendo de Lutero. Una guía, una atenta y ligera renana de hermosos cabellos rojos, me sacó de un sitio para meterme en otros. De dónde salió y a qué hora empezó a ser mi guía, no quiero ni siquiera proponerlo como una inquietud. Sucedió. Estaba allí y no podía hacer otra cosa que escucharla y seguirla. Me hizo gracia y, a mi edad, ni joven ni viejo, ni inocente ni demasiado malo, casi a la mitad de mi vida, la dejé hacer. El francés que le propuse le bastó para responder las muchas consultas que sin razón aparente me descubrí haciéndole. Recordó, en algún momento, detenida al pie de una pesada escalera de toscas piedras, que era 31 de octubre, por lo que propuso ir ante el edificio de la universidad de Halle, claustro este que absorbió, según creyó conveniente señalar, a la vieja Universidad de Wittenberg, la misma donde Lutero estudió Teología y fue profesor de Teología Bíblica.
“Octubre”, me dije. Mes también importante para los alemanes porque igual en un octubre, aunque separado por varios siglos de la conflictiva época de Lutero, nació Nietzsche en el pueblo de Rocken, en el seno de una respetable y rancia familia protestante de provincia. ¿Qué más de particular tendría octubre? Entre nosotros, admití, en el trópico, al otro lado del océano, es un mes lluvioso, una explosión de sucesivas tormentas con vientos que echan abajo fincas y lanzan casas por los aires. Un par de años antes había estado en Rocken, de visita en la casa —firmes paredes y severo tejado a dos aguas— donde naciera el precoz y solitario Fritz, como lo llamaron siempre sus amigos de estudios y juegos. La casa me impresionó. Tenía casi las mismas medidas, la misma disposición rectangular, las mismas tres ventanas laterales y el mismo techo a dos aguas de la casa de finca de mis padres en Bureche, en Santa Marta. Asimismo me impresionaron las claraboyas triangulares ordenadas a lado y lado del tejado, que a la distancia semejan ojos avizores. ¿Repararía en ellas el niño Fritz durante los paseos en el jardín? Un mezquino gozo intelectual vino en mi auxilio oyendo a mi locuaz guía. “¡Oh, gozoso mes de octubre! ¡Bienaventurado seas!”. Sentimentales palabras estas que el padre de Nietzsche, un respetuoso pastor cristiano, pronunció el día del bautizo de su hijo. Solícita, ajena a mis narcisistas perplejidades e ironías, pisando terreno firme, la encantadora chica me condujo sin esfuerzos al pie de un viejo roble. No me dejó informarme sobre la especie a la que pertenecía el árbol ni sobre la altura promedio que alcanzaba. Empleando un tono de voz más familiar, menos ejecutivo, pronunció unas palabras que aún deploro por irremediables:
— Aquí quemó Lutero la bula papal que condenaba sus doctrinas.
Se refirió, por supuesto, a bula condenatoria del Papa Julio X.
Le concedí abundar en explicaciones inoficiosas sobre la protección del Príncipe de Sajonia, sobre la reclusión de Lutero en el castillo de Wartburg, que le permitió traducir el Nuevo Testamento. Nada me obligó a confesarle que conocía mejor que ella la involuntaria, astuta y afortunada obra de Lutero. Me sentí incapaz de tratar con ella, una simple guía, el verdadero sentido de la reforma protestante, en una época de cambios rotundos, con una Iglesia insufrible para los finos zapatos de la nobleza europea. Inútil explicarle que, unos años antes, había abandonado mis estudios de Teología en París. Ella estaba allí para explicar y conducir y no para oír explicaciones y ser conducida a ninguna parte. Adopté un aire de sincero silencio ajeno, una urbanidad feliz si se trata de camuflar descontentos y de hacer ver que el universo y sus criaturas son un cielo todo de ángeles. Dócil, buena gente, concluido el recorrido oficial, propuse ir a una taberna. Allí, mi acompañante demostró tener buen apetito y saber tanto de cervezas como de música barroca. Al anochecer, aceptó, escondiendo la mirada y escasa ya de palabras, regresar a un muelle del puerto a beber una botella de vino. Abrazados, siguiendo el movimiento de las ondas en la oscuridad, me recitó un fragmento de la Canción de la noche, de Zaratustra. Sorprendente la calidez y la energía sin patetismos que puso al recitar, en ásperas palabras, el dolor y la soledad del hombre Dios que concibiera la insólita cabeza de un Fritz harto de ser parte del estrecho mundo protestante alemán. Sentí que en mis manos aparecía la punta de una nueva madeja, que volvía a salir a claridad de la noche y el mar, libre de remordimientos, ajeno a la sangre de mis ropas, entregado a un cielo que bien pudo haberse propuesto las inquietudes y las especulaciones que quiso sobre la criatura que fui en esos momentos. ¿Por qué el poema de Nietzsche, y no algún otro, menos colosal, más simple, más propicio a la intimidad? ¿Qué impulsó a mi rojiza y pequeña Sherezade a recitar a Nietzsche, que no es el mejor poeta alemán ni precisamente el más recomendable? Ni se lo pregunté ni quise encontrar en mí una razón. Otras dudas me ganaron, mientras la oí recitar, sin atreverme a imaginar con quién en realidad me tropezaba, yo, que andariego y bohemio en las noches y los bares de París estaba familiarizado a darme de narices con los más inauditos personajes. La abracé, estrujándola contra mi costado, sin arma que oponer a la noche, a la complicidad de las aguas, al cielo solitario y a las sombras de las embarcaciones fondeadas en el puerto. Dormimos en una pensión del siglo de Lutero. No le creí —nunca creo lo que me dicen—pero igual acepté ir allí sin protestar. A ella le asistía el derecho de vender bien su mítica ciudad y yo, menos seguro que siempre, frente a la dificultad que encierra el tránsito de toda línea recta, asumí de buena gana la posición de gastar unos dólares extras en cualquier maquillada impostura.
Regresé a la mañana siguiente a la iglesia. En la casa museo adquirir una copia de las 95 Tesis. No me resistí y compré Apología, de Melanchthon, obra apasionada y profunda que defiende la Confesión de Augsburgo, propuesta esta en la que joven teólogo, amigo y portavoz de Lutero ante la Dieta de Augsburgo en 1530, promovió un definitivo entendimiento entre protestantes y católicos, una muy sutil treta alemana de repartir el pan y el vino.
Me despedí de Wittenberg un mediodía. En la estación del ferrocarril, al partir el tren, la fogosa e inteligente renanita de rojos cabellos y pecoso rostro, me puso en el bolsillo de la chaqueta una postal de un desnudo de Cranach, otro motivo que me impulsó a tomarla de la cara y a mirarla por última vez a los ojos.
La dejé a orilla de la carrilera mientras el tren salió traqueteante de la estación, echando resoplidos de bestia recién liberada.
El río apareció a la izquierda, amplio, apacible, indiferente a los afanes en los muelles y a las miradas de las ventanillas del tren, de uno de los muchos que salían y entraban por entonces a Wittenberg.
Saltó en mí una suerte de relámpago, un ventear de ola en la ribera fangosa, un fondo de cielo que puse en palabras que nunca dirán todo lo que un hombre es capaz de sentir, cree pensar y ve en un único momento.
Mi última imagen de Wittenberg es la de un viejo barco en la dársena, fijo en el encanto y el ingenio de la mano segura mano infantil que lo trazara. ¿Iría el niño en mi mismo tren? Me bastó saberlo de cortos, cuaderno y lápiz en las manos, mirar el río desde la ventanilla de algún vagón de primera. Igual que en una realidad que se fuga, bajo sus trazos los muelles del puerto hierven y los mástiles y los cables compiten con las aves el favor del cielo.
Nadie se acordará de Lutero, pensé, aunque todos ahora, a muchos años de sus esfuerzos, piensen y actúen según él indicó en unas sucias hojas. Volví a mirar el desnudo de Cranach. Me olvidé del niño dibujante. Haber salido a encontrarlo en su vagón habría sido un exceso que la imaginación no perdona a la vida. Una ocurrencia en cuyo costo me niego a pensar. Tardé semanas en cambio en olvidar el olor y el aliento de mi bella renana. Todavía puedo sentirla, a tantos años de mi cuerpo, curiosear sin afán, vivir la metódica ceremonia del amor de una sola noche.
Publicado en El Informador, Agosto 13 de 1975. Cormorán dedica el escrito a su amigo el historiador J. J. Lapeira, muerto diez años atrás, con quien acostumbró a tertuliar en el café-bar Tulita. El texto aparece en el Cuaderno XII con un subtítulo: Vida infeliz de la muerte.