Disponía de dos horas para encontrar la edición 100 de la revista Soho. Dos horas para entregar la revista a cambio del antídoto, de mi vida. Un macabro trueque, por no decirlo de otro modo. No podía creer que estuviese siendo parte de aquello que las últimas seis semanas tenía en vilo a las autoridades: Siete muertos por envenenamiento. Y todo obedecía a un simple juego, a una puesta en escena idéntica a la película SAW.
El hombre me advirtió que solo disponía de ese tiempo para llevársela: Si hay diversas cosas que pueden ir mal, irá mal, la que haga más daño*, me dijo con una voz cavernosa salida de esa boca que antes había besado. Tráeme la revista y vivirás. Es todo lo que pido. Aunque creo que es justo que sepas que el culpable de esto se llama Daniel Samper Ospina. Su revista es más venenosa para la sociedad que lo que yo te he dado. Si vives, debes recordarlo. Defiendo una causa. Una causa que hoy termina si me traes esa edición. No otra, porque allí están contemplados los 50 puntos básicos de su filosofía, y debo destruirlos. Pero eran las nueve de la noche y la ciudad estaba más caótica que mi propia existencia.
¿Cómo pude haber caído en su trampa? De repente el hombre se acercó, me invito una copa de vino, me sedujo con gestos angelicales, con sus ojos penetrantes pero inquietos… poco después ya estábamos en mi apartamento, dispuestos para una buena noche de sexo, sin nombres ni promesas. Entonces, sin dar más largas al asunto, me enfrentó con la verdad: había mezclado el vino con estricnina.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que me arrojé a la calle? No podía precisarlo, no con mi mente como un agujero negro, pues esa absurda manía de no querer atarme un reloj a la muñeca me impedía medirlo.
La edición 100 de Soho era historia patria. Había salido al mercado dos años atrás y era imposible conseguirla; al menos no en los lugares que preguntaba y mucho menos a esa hora. ¡El asunto estaba perdido! ¡Sólo encontraba a la actriz Cristina Umaña en la portada de la edición 132! Ojeé la revista que tomé de un supermercado. Nada que encerrara la filosofía de Soho, salvo el conjunto de lo que dirigía Daniel Samper Ospina. Nada que me sirviera de trueque. Nada que pudiera devolverme la vida. Cada vez sentía más el ahogo inflándome el pecho. No sabía tampoco con exactitud qué atacaba la estricnina: si el sistema nervioso o sanguíneo.
Sintiéndome moribundo, me senté en la primera butaca que encontré en un parque de la zona. ¿Quién podría creer algún día mi historia? Envenenado por una revista, qué ironía. Yo, que rara vez leía a Soho, que prefería un partido de fútbol o un párrafo de Pedro Páramo. ¿Por qué, simplemente, el hombre no la compró o la robó de algún lado? ¿Qué lograría combatir al apoderarse de una sola revista, si el mercado estaba inundado de ella? El ser humano es cada vez más proclive a su destrucción, pensé. Y en medio de aquellos lastres mentales, maldije no haber salido de inmediato para un hospital y alertado a las autoridades. Quizás, a estas alturas, mi vida no estaría extinguiéndose.
Una última mirada a mi pasado, me hizo recordar que Juano coleccionaba esa revista, entre otras particularidades. ¡Sí! ¡Él tenía una suscripción! ¡Le gustaba masturbarse viendo los cuerpos brillantes que salían en sus páginas! Sin la certeza del tiempo abordé un taxi, con mi boca reseca y mi lengua como un cactus; con la luces de una ciudad que llegaban a recordarme lo inútil que es vivir una vida improvisada, irresoluta…
Llegué a casa de Juano, a tiempo, aún con vida. Apenas me abrió la puerta me arrojé sobre él para pedirle o exigirle la Soho 100. Creo que ya me salía babaza por la boca y que no tuve ni la mínima cortesía de saludarlo. Me miró como si tuviera frente a sí un fantasma. Me dijo que lo sentía. Que no podía hacerme ese favor. Que le pidiera otra cosa. Yo le grité, aterrado, que necesitaba esa jodida revista, ese número; que era algo de vida o muerte. Juano abrió sus ojos como nunca, quizá con prevención o asombro, luego movió su cabeza para decirme que era muy extraño, demasiado extraño que justo una semana antes alguien había entrado a su casa, y entre muchas cosas de valor, después de revolverlo todo, sólo se había sustraído esa edición. Lo que continuó diciendo no lo escuché. No pude. La noticia o el veneno me derribaron fulminantemente.
Ahora, en esta especie de purgatorio donde me encuentro, nadie me da razón de ese ejemplar. Todos callan. O se santiguan. Y ya no me importa haber muerto, pues esta es otra clase de vida. Como veo las cosas, mi angustia, mi condena es la prioridad de seguir indagando por ella, de saber qué la hace tan especial. Y si no es un complot o un código ultra secreto, creo que la respuesta lo obtendré cuando ese hombre o a Daniel Samper Ospina, pasen por aquí a purgar sus penas.
Disponía de dos horas para encontrar la edición 100 de la revista Soho. Dos horas para entregar la revista a cambio del antídoto, de mi vida. Un macabro trueque, por no decirlo de otro modo. No podía creer que estuviese siendo parte de aquello que las últimas seis semanas tenía en vilo a las autoridades: Siete muertos por envenenamiento. Y todo obedecía a un simple juego, a una puesta en escena idéntica a la película SAW.
Adrián Pino Varón, escritor caldense
El hombre me advirtió que solo disponía de ese tiempo para llevársela: Si hay diversas cosas que pueden ir mal, irá mal, la que haga más daño*, me dijo con una voz cavernosa salida de esa boca que antes había besado. Tráeme la revista y vivirás. Es todo lo que pido. Aunque creo que es justo que sepas que el culpable de esto se llama Daniel Samper Ospina. Su revista es más venenosa para la sociedad que lo que yo te he dado. Si vives, debes recordarlo. Defiendo una causa. Una causa que hoy termina si me traes esa edición. No otra, porque allí están contemplados los 50 puntos básicos de su filosofía, y debo destruirlos. Pero eran las nueve de la noche y la ciudad estaba más caótica que mi propia existencia.
¿Cómo pude haber caído en su trampa? De repente el hombre se acercó, me invito una copa de vino, me sedujo con gestos angelicales, con sus ojos penetrantes pero inquietos… poco después ya estábamos en mi apartamento, dispuestos para una buena noche de sexo, sin nombres ni promesas. Entonces, sin dar más largas al asunto, me enfrentó con la verdad: había mezclado el vino con estricnina.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que me arrojé a la calle? No podía precisarlo, no con mi mente como un agujero negro, pues esa absurda manía de no querer atarme un reloj a la muñeca me impedía medirlo.
La edición 100 de Soho era historia patria. Había salido al mercado dos años atrás y era imposible conseguirla; al menos no en los lugares que preguntaba y mucho menos a esa hora. ¡El asunto estaba perdido! ¡Sólo encontraba a la actriz Cristina Umaña en la portada de la edición 132! Ojeé la revista que tomé de un supermercado. Nada que encerrara la filosofía de Soho, salvo el conjunto de lo que dirigía Daniel Samper Ospina. Nada que me sirviera de trueque. Nada que pudiera devolverme la vida. Cada vez sentía más el ahogo inflándome el pecho. No sabía tampoco con exactitud qué atacaba la estricnina: si el sistema nervioso o sanguíneo.
Sintiéndome moribundo, me senté en la primera butaca que encontré en un parque de la zona. ¿Quién podría creer algún día mi historia? Envenenado por una revista, qué ironía. Yo, que rara vez leía a Soho, que prefería un partido de fútbol o un párrafo de Pedro Páramo. ¿Por qué, simplemente, el hombre no la compró o la robó de algún lado? ¿Qué lograría combatir al apoderarse de una sola revista, si el mercado estaba inundado de ella? El ser humano es cada vez más proclive a su destrucción, pensé. Y en medio de aquellos lastres mentales, maldije no haber salido de inmediato para un hospital y alertado a las autoridades. Quizás, a estas alturas, mi vida no estaría extinguiéndose.
Una última mirada a mi pasado, me hizo recordar que Juano coleccionaba esa revista, entre otras particularidades. ¡Sí! ¡Él tenía una suscripción! ¡Le gustaba masturbarse viendo los cuerpos brillantes que salían en sus páginas! Sin la certeza del tiempo abordé un taxi, con mi boca reseca y mi lengua como un cactus; con la luces de una ciudad que llegaban a recordarme lo inútil que es vivir una vida improvisada, irresoluta…
Llegué a casa de Juano, a tiempo, aún con vida. Apenas me abrió la puerta me arrojé sobre él para pedirle o exigirle la Soho 100. Creo que ya me salía babaza por la boca y que no tuve ni la mínima cortesía de saludarlo. Me miró como si tuviera frente a sí un fantasma. Me dijo que lo sentía. Que no podía hacerme ese favor. Que le pidiera otra cosa. Yo le grité, aterrado, que necesitaba esa jodida revista, ese número; que era algo de vida o muerte. Juano abrió sus ojos como nunca, quizá con prevención o asombro, luego movió su cabeza para decirme que era muy extraño, demasiado extraño que justo una semana antes alguien había entrado a su casa, y entre muchas cosas de valor, después de revolverlo todo, sólo se había sustraído esa edición. Lo que continuó diciendo no lo escuché. No pude. La noticia o el veneno me derribaron fulminantemente.
Ahora, en esta especie de purgatorio donde me encuentro, nadie me da razón de ese ejemplar. Todos callan. O se santiguan. Y ya no me importa haber muerto, pues esta es otra clase de vida. Como veo las cosas, mi angustia, mi condena es la prioridad de seguir indagando por ella, de saber qué la hace tan especial. Y si no es un complot o un código ultra secreto, creo que la respuesta lo obtendré cuando ese hombre o a Daniel Samper Ospina, pasen por aquí a purgar sus penas.
*Ley de Murphy.
Ilustración del pintor William Cardona. Quien esté interesado en sus obras seguir este enlace:
http://williamcardona.blogspot.com/
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