Este cuento, de Clinton Ramírez C., ganó el PREMIO NACIONAL METROPOLITANO DE CUENTO, versión 2010, organizado por la Extención Cultural de la Universidad Metropolitana de Barranquilla. Fueron jurados los escritores Jesús Sáez de Ibarra, Vice-Rector de la Universidad, y los escritores y críticos Guillermo Tedio y Ariel Castillo.
Solo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada,
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.
Los ángeles colegiales, Rafael Alberti.
La tortuga fue capturada en una playa cercana. La red camaronera en la que cayó pertenecía a la tripulación de El Nautilus, el buque científico americano que un mes atrás, sin avisar y sin mucho ruido, arribara a aguas colombianas para retomar sus estudios de las algas del litoral guajiro.
Mientras la liberaban de la red, los lugareños que participaban de la faena advirtieron que difería de las apetecidas tortugas de la península. Era más grande, más ancha de caparazón, más pesada. El más alto de los tripulantes ordenó conducirla a la playa. Quiso un examen más detallado. Al hacerla voltear, sobre el fondo del caparazón amarillo, reparó en los caracteres oscuros de la inscripción: Signos antiguos, desconocidos incluso para los compañeros de expedición, no para él, que aprendió griego en la adolescencia, leyendo a Homero, a Jenofantes de Colofón y cierta porción de la obra aristotélica, según explica en un reportaje muy citado por estos días. Pensó en una broma culta. Leyó de nuevo, los ojos apretados, pasando esta vez los dedos sobre la inscripción: Vencedora de Aquiles, ve por los mares. Solicitó al jefe de la expedición trasladar el animal a El Nautilus, que zarpó al anochecer.
Quiero situar en la inusitada lectura de la inscripción el origen de un hallazgo que revuelve todavía al mundo científico. Que el investigador, alto de hombros, de atléticas carnes rosadas y de recios cabellos dorados, supiera griego activa en el espíritu más realista el poder de la malicia. Hace pensar, sin lugar a pudores, en la indudable pequeñez humana frente a las maquinaciones del azar o el cinismo de un Dios gozoso. En esto pensé al conocer la noticia en la redacción del diario para el que aún creo trabajar. Un amigo, espeleólogo él, que visita cada dos años las costas marinas de este país, a mi comentario sobre las astucias que el azar se permite todavía, recordó que la suerte de tal concepto había que atribuirla a la pura negligencia humana. El fenómeno que motivaba la charla, sin embargo, en la terraza de un empedrado hotel de Taganga, al calor de unas coplas mojadas con whisky de contrabando, exigía dar más de una vuelta a la manzana escolar antes de descartar la incómoda palabreja.
—Nada de azar, Javier —anotó con la inconfundible tranquilidad de hombre blanco austral, paciencia que le ha ayudado durante más de un cuarto de siglo, desde que la dictadura de Pinochet lo obligó a ser un académico vagabundo en París, en Ciudad del Cabo, en Sevilla, en Tarento, en Nicosia, a dedicar un mes de sus vacaciones a estudiar in sito el comportamiento sexual de las almejas y las ostras de las cuevas que indaga. —Mírame a mí. Cualquiera dirá que la suerte me beneficia. Eso que por ignorancia se deja llamar azar sale al paso de los que buscan incluso sin saber bien qué. Sucedió así, viejo. Que el biólogo americano resultara aficionado al griego nada significa. ¿Qué te sorprende? Tú mismo lees en latín a Horacio. La curiosidad científica hubiera obligado a cualquier otro biólogo, ignorante de la lengua de Homero y del huraño Zenón, a conservar la tortuga que apareció en la red. No le cuelgues más números a los años.
Ataqué su certeza académica. Sosteníamos una relajada amistad de diez años, luego de conocernos en un postgrado sobre semiótica de la comunicación, cuya lujosa nómina de profesores integrara. La ciencia, aduje, no difería de la literatura. El azar que él negaba solía citarlas con frecuencia a la misma mesa. Atento al curso de mi improvisación, de mis argucias verbales, fijos en mis palabras sus ojillos chispeantes, sacudió varias veces la cabeza de escasos cabellos blancos. Aceptó que la ciencia, que desvalorizara mitos de siglos, tenía que responder por la institucionalización de ciertos respetables fantasmas que evitó especificar. La astronomía y la biología, de las cuales frecuentaba algunas parcelas, requerían de imaginaciones alertas. Luego de una alusión a la forma de herradura de la bahía, cuya rizada vista disfrutábamos, de comentarios sobre la composición de las montañas vecinas, la conversación derivó hacia la copla, el bolero, la cumbia, el porro —género este último del que conocía una buena cantidad de letras—, temas menos difíciles, más unificadores.
—El azar no va más, Antonio —admití al pasarle un whisky seco—, pero acepta que ha favorecido con diligencia esta amistad, de muchos escritos y un encuentro de una semana cada dos años.
Sonrió para expresar su conformidad con el punto. Los oficios distintos, las edades, el ser de países diferentes no permitían más. Volvió al tema inicial con una broma típica de su esmerada inteligencia social. Quizá la amistad, anotó, haya operado igual en tiempos de Zenón o Aristóteles. Desenvolvió anécdotas relacionadas con la muerte del primero, a quien estudió un poco en la universidad, al margen de una frustrada pasión teatral. Aprovechó la silenciosa aparición del mesero para colocar un compacto de Víctor Jara, con quien se había conocido en el Santiago pre-revolucionario de Allende. Una amistad similar, recordé, mientras seguía sus movimientos frente al equipo de sonido, lo había unido a Carlos Cano y Paco Ibáñez en la España posfranquista de un exilio ventajoso —adjetivación suya— que le abrió todas las puertas que tocara. Alguna conocida melodía salió del equipo, empotrado en el nicho de una pared lateral que protegía el aparato de la brisa de la bahía.
Todavía en el aeropuerto de Barranquilla, donde una semana después tomó un avión con destino a San Andrés, me despidió con una palmada conciliatoria, en una clara invitación a que siguiera con mi asunto, sin renunciar a mi mirada de periodista.
—Un escritor, mi amigo, está obligado a pensar bien. Es la imaginación que encuentro en la buena escritura, incluso en la periodística.
A meses del incidente, del insólito hallazgo, la prensa científica, más reposada aunque no menos audaz que la comercial, admite que la exótica pieza capturada en una ensenada de la Alta Guajira colombiana pertenece a una conocida especie mediterránea. Una larga explicación técnica, escrita en un inglés de acantilado que sigo a saltos, ratifica la edad de la tortuga, 2.582 años, una cifra impensable que mantiene en alza mi rechazo, por más que Antonio, con quien he tenido un productivo intercambio de mensajes electrónicos dos noches atrás, me haya machacado la increíble longevidad de cierta especie de tiburones, de los bíblicos cipreses de la vieja Castilla y las mismas bongas caribeñas de este país.
—Mira que en la sola Castilla hay tres cipreses de más de quinientos años. Ustedes, en Santa Marta, conservan una bonga que, para cuando Bolívar murió en San Pedro Alejandrin,o ya tenía un centenar de años. Sí: el universo es fantástico. El hecho de que exista es ya un milagro que nunca la ciencia terminará de explicar.
Es optimista sobre las probabilidades de vida de la tortuga en medio artificial. “Es una sobreviviente, para no decir que es una inmortal”. No cree que las imágenes de la televisión internacional correspondan a una tortuga sustituta, puesta en la calidez azul de un estanque para cubrir el horror de un sacrificio a nombre de la ciencia. No ignora, en cambio, que la piedra de la ciencia —son sus palabras— a ratos exija los sacrificios que mi superstición imagina.
En mi apreciación, la comprobación científica de la edad de la tortuga exacerba en lugar de reprimir el escándalo de su descubrimiento casual, ratifica su condición de hecho extraordinario a ojos del espíritu de la calle, por más que los análisis, verificados una y otra vez, realizados a cientos de miles de kilómetros de este antiguo mar de perlas donde fuera capturada, confirmen el origen del animal y la autenticidad de la leyenda escrita bajo su panza.
Me he cuidado, sin embargo, de transmitirle otras impresiones que la existencia de tan extraordinario animal suscita a una mente arisca como la mía. Susceptible de considerar a la tortuga un habilidoso montaje científico, pero darme a pensar durante horas —muy cómodo en un chinchorro— en la soledad marina que cabe en todos los años que dicen tiene la tortuga, en los peligros que habrá sorteado, en los envidiables registros que su memoria guardará, incluso de sus años de vida terrestre anteriores a la fecha en que venciera a Aquiles, si le damos una pizca de crédito a la pedante fábula que informa su nacarada barriga.
Releo la página de la revista científica que Antonio me hiciera llegar desde una cabaña de los Everglades en la Florida, en donde estudia el ritmo cardiaco de los caimanes recién nacidos. Memorizo los datos. Evidencias puras, me temo, que les imprimirán más legitimidad a las posturas de quienes quieran ver en la tortuga arrancada a estas aguas a la protagonista de la conservada paradoja en la que Aquiles, el invencible corredor, es vencido siempre. Será fácil imaginar, una vez aceptada la realidad del filosófico enfrentamiento, que el malogrado Zenón no solo haya concebido la aporía sino que haya enfrentado a la tortuga y Aquiles en algún insólito paraje —una playa jónica— para deleite solitario.
Me revuelvo inquieto, temeroso de los alcances de la imaginación, capaz de transformar una ocurrencia en una obsesión que luego tendrá que ser, sí o sí, un relato o un poema.
Vuelvo a la revista para aceptar con la prensa especializada que la tortuga permanece en custodia en el estanque de un instituto de investigaciones oceanográficas del sur de California, aunque mis instintos y mis experiencias periodísticas me obligan a tomar con recelos las imágenes que tengo frente a mí.
Recuerdo que la televisión internacional, que tengo ocasión de seguir en el cable de la cabaña que ocupo en el Cabo de la Vela, ha dejado circular hace días unas escasas imágenes de la tortuga, el estanque, el buque y la afortunada tripulación que vino a inventariar algas y se tropezó con la pesca milagrosa de un animal de dos mil quinientos años de existencia. Una nota lateral da cuenta de la iniciativa del gobierno griego de extraditar al espécimen retenido en un estanque de experimentos.
Alega Grecia tener una paternidad histórico-filosófica sobre la tortuga. Cita en favor suyo hechos pocos conocidos en Occidente sobre la vida de Zenón y las tortugas. Algún alegato similar sé que prepara el gobierno italiano, según nota de la RAI originada desde el balneario de una rocosa costa napolitana. Molesta, aunque a nadie debe sorprender, el silencio que sale de los rojos pasillos del gobierno colombiano, cuyas autoridades supieron del valor científico e histórico de la tortuga capturada en la orilla de uno de sus mares, cuando el animalito viajaba dentro de un estanque protegido en un buque científico americano con la proa mirando hacia Panamá, puerto de donde fue transferida a un avión que la trasportó a California, aunque varios medios hablen que el trayecto final fue realizado en una nave especialmente equipada que esperó al otro lado del istmo.
Intento encontrar, al organizar los hechos, un dato revelador, un nuevo empuje del azar que le diga algo a la gente de a pie que lee mis graneados artículos de prensa. En la soledad de mi butaca, frente al cambiante mar donde fuera atrapada Nereida —el nombre dado a la tortuga—, pienso que el mundo ha podido ahorrarse este revuelo —el mundo científico, diplomático, por supuesto— si en vez de aparecer en las redes de unos científicos de algas hubiera caído bajo el arpón hechizo de algún pescador del área. El caparazón de Nereida serviría a esta hora de batea en una ranchería. Imagino que hace mucho que su carne guisada en leche de coco hubiese saciado el ardor de hombres a los que no se les hubiese pasado por sus mentes rudas la posible antigüedad de la aparición. Un caprichoso movimiento de las mareas que a nadie interesa determinó otra ruta para Nereida, al lanzarla sobre la playa inhóspita de un país cuyos ruidos diarios priva a sus habitantes de establecer una articulación más fluida con el mundo que empieza o termina en sus orillas y puertos.
Avanzo hacia el borde de la playa al encuentro con el día que huye detrás de la línea del mar. Soy consciente de la inutilidad de mi propósito de dar sentido al guiño —y qué guiño— de una realidad que juega con cartas y dados trucados. Hará más de una hora que el sol abandonó las aguas cargadas de algas y aguamalas de un mar al que nada le sorprende. Una actitud natural que los hombres y las mujeres de estos litorales saben llevar al margen o en medio de los azares y ruidos de la vida que con frecuencia malgastan en los lances del contrabando y el negocio de drogas. Quiero imaginar a Nereida avanzando hacia mí, emergiendo de las últimas espumas del día, al soplo de las primeras brisas que propicias borran de la noche la costa. Le sonrío a mi buena estrella, nítida en el costado de un cielo que las ofrece a manos llenas a los inusuales amantes que coinciden en la aridez de esta península. La muchacha me regala una sonrisa oscura cuya malicia aprendo a conocer, antesala de una entrega maratónica, sin tregua, mordida, de olores inconfundibles que me harán olvidar por unas horas, como todas las noches, el motivo que me trajo a este punto, el más norteño del país. Esta vez soy yo quien estira un brazo a su húmedo encuentro. Arriba firme, decidida, sin esconder el tamaño de los senos —34 b al aire puro— ni escamotear el grueso olor a coco de sus cabellos indios. Muy pronto, bien acomodada en mis brazos, su lengua arenosa, cuyos signos apenas entiendo, se empinará para dar con la mía, esquiva y calculadora.
Barranquilla, Noviembre 18 de 2009.
Clinton Ramírez C.
Clinal14@hotmail.com