jueves, 8 de octubre de 2009

Un cuento de Pedro Mairal


Estuvimos cuatro años de novios con Teresa hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo. Teresa era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, minijardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes en la noche hasta el domingo en la tarde.
Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Teresa bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque tirábamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado.
Teresa fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo. Porque ella me pedía más, me pedía que aguantara. Dame así, me decía al oído, dame así. A veces poníamos nuestros zapatos bajo las patas de la cama porque la madera rechinaba horriblemente contra el piso de baldosas. Nos pasábamos casi todos los viernes y los sábados en la noche, chocando el uno contra el otro, estrellándonos. Porque eso era lo que hacíamos, nos estrellábamos. Yo era adicto a sus orgasmos, los necesitaba. Pero a ella le costaba alcanzarlos. Me hacía trabajar muchísimo. Ella misma me compraba condones texturados y hasta unos que venían con tachas para provocar más fricción. Todos esos condones que se iban por el inodoro, usados y prolijamente anudados¿ al final de la noche.
A ella le gustaba estar encima de mí, me cabalgaba con esa insistencia pélvica femenina de moverse, no tanto de arriba abajo sino de adelante a atrás, un movimiento que se iba perfeccionando a medida que crecía nuestra transpiración jabonosa porque su culo patinaba sobre mis muslos y mi pija le entraba más hondo. A veces yo me incorporaba un poco en la cama, quedaba sentado, y ella me rodeaba la cintura con las piernas, todavía arriba mío, abrazándome, y yo le sentía con mi mejilla el pelo mojado pegado al cuello, y con las manos el canal de la espalda también mojado y tenso.
Creo que nuestro secreto era el sudor. yo hasta entonces me había acostado con putas o con noviecitas discretas que no soltaban el tigre. Las putas no sudan en la cama, no pueden desvivirse furiosamente por cada cliente, no les daría el físico para estar así todo el día, o toda la noche. Apenas con unos gemiditos profesionales les basta para alentar y abreviar el forcejeo del macho triste. Las noviecitas discretas tampoco sudan, seguramente porque no es uno quien les despierta la fiebre necesaria sino algún otro novio o amante venidero. De manera que Teresa fue la primera con quien me entregué al zarandeo olímpico. A veces me imaginaba que su viejo entraba de golpe prendiendo la luz y decía "¿Qué están haciendo?" y yo le contestaba "¡Estamos rompiendo todos los récords, suegro!". Pero eso no pasó exactamente.
Nos partíamos el alma hasta que cantaba el primer pajarito del día (desde el último perro hasta el primer pajarito). Y creo que nos excitaba el sudor porque el condón era como una barrera seca entre los dos, casi como sexo virtual. En cambio el empape del sudor era real y animal. Era nuestro gran secreto, el estado casi acuático de nuestro abrazo. Un logro mutuo. Teresa me agarraba de la nuca, le gustaba sentirme la nuca mojada. Yo le mordía las tetas, le pasaba la lengua por su esternón salado, le subía la mano por la espalda, le juntaba el pelo largo en una coleta abundante y húmeda. Hay algo que sucede cuando se suda tirando (o se tira sudando), y es que todo se vuelve más fluido, las caricias ya no son sectorizadas, eso de te agarro el culo y luego las tetas y luego te acaricio los muslos, sino que el contacto se vuelve todo un continuo, una sola superficie de placer, las partes del cuerpo se difuminan, se estiran casi, se vuelven un todo escurridizo, sin límites ni nombres diferenciados, la piel se vuelve toda beso mojado, mordisco resbaloso, y se tira entre mechones empapados, gotas que caen por el torso en hilos y hay que despejarse la frente y seguir, seguir.
Teresa era incansable, guerrera. Me gusta esa palabra, guerrera, porque realmente la peleábamos juntos en la cama, cuerpo a cuerpo, en un combate oscuro y extenuante que nos aceleraba el corazón en un galope elástico, tierno, con susurros de violentas amenazas de amor dichas al oído, hasta que ella empezaba a desarmarse encima de mí, como a caerse pero abrazándome fuerte y yo me dejaba ir, me dejaba morir, matándola, matándola. Como una yegua sudada ella entraba en el orgasmo. Un animal jadeante después de una carrera. Con la crin pegada sobre la cara, sobre los ojos. Y así nos sosegábamos riéndonos en nuestro gran secreto, recuperando el aire, buscando oxígeno en bocanadas asmáticas. Y en un momento ella, invariablemente, hacía algo delicado y rico: me soplaba suavecito el pecho y me hacía sentir el sudor fresco aliviándome del calor, y yo se lo hacía a ella, le soplaba entre las tetas y hacia abajo hasta el ombligo. Nos alternábamos una vez cada uno y así nos quedábamos un rato desmayados. Después Teresa se volvía furtiva hasta su cuarto.
Pero no podía durar tanta felicidad clandestina. Un sábado en la mañana vimos a mi suegro en el jardín con un tipo de overol azul. Miramos por la ventana de la cocina. El jardín estaba inundado y sobre el pasto se veían cositas de colores. Teresa se tapó la boca. Mirá, me dijo. Era el pozo séptico de la casa, que se había desbordado y habían salido a la superficie todos nuestros condones, los polvos de cuatro años decoraban el jardín. El tipo de overol sonreía, el padre de Teresa no. Y lo peor de todo fue que nunca nos dijo nada. Nosotros nos escapamos como si tuviéramos algún programa imperdible y no supimos quién recogió nuestro inventario profiláctico. Pero esa tarde¿ dando vueltas por el barrio sin atrevernos a volver¿ ella me dijo que quizá podíamos empezar a buscar un lugar donde irnos a vivir juntos. Tenía razón. Era el fin de los buenos tiempos y había que empezar a ganarse el pan con el sudor de la frente.


Pedro Mairal, escritor argentino
William Cardona, pintor colombiano