miércoles, 28 de noviembre de 2007

JR Cormorán. Narrativa.

Ciudad irremediable

Una ciudad tal vez abandonada de un Dios al que le ha rezado mucho, con un mar que pretende salvarla del infierno en las noches sin ángeles custodios. Nada la excusa de la irremediable cita de estas páginas.

Una escena callejera

La niña tendrá ocho o nueve años. Imagino los ojos del cautivado fotógrafo callejero para el que posa. Con la mano derecha en la cintura, la barbilla levantada, permanece al pie de una antigua vitrina de calzados. Son muchas las miradas matinales de los transeúntes. Sonríe. Altiva y pudorosa, ya es la mujer que siempre supo dónde encontrarme.

Un invento imposible

Un vecino dice inventar una máquina para atrapar instantes. Qué hará con todos ellos, me pregunto, en un año. Me niego higiénicamente a pensar en la suerte de los instantes reales y no virtuales que atrape en cinco años. Pensar en el número de instantes reales atrapados en diez años, digamos, va a precisar de una mente lúcida, minuciosa, enfermiza y absurda. Imploro a Dios, todos los días, el fracaso de semejante empresa. ¿Una ilusión, un vano ruego? Creo, sin embargo, en Dios, el más paradójico de todos los seres, capaz de complacer los esfuerzos del inventor y negar la petición ferviente de una devota.

El pacto

Vendrá una madrugada, tarde por lo demás, según indica el protocolo 46. Su sorpresa será conocer que ya ha sido inventada la muerte para la muerte.

Hamaca india

Ojea la colección de textos breves. Lee el de una hamaca en la que nadie que sube logra bajar, por la simple razón, explica el narrador, que sus orillas son infinitas.
Sonríe exhibiendo una dentadura intacta, blanca y pareja, los labios ligeramente trémulos, sensibles a los llamados de la gravedad.
El título del escrito es sugestivo: hamaca india. Suspira, estira el cuerpo. Se asoma a la ventana que da al patio trasero.
Sí. Alguien ha pretendido subirlo a una hamaca similar a la del texto que acaba de leer. Carraspea, aclara la garganta y escupe contra el tronco de una palmera enana. Recuerda que nadie firma el escrito.

El cuervo de Edgar Allan

Desperté al sentir la mirada del animal sobre mi rostro dormido. Parado en mi pecho, las alas a medio extender, igual de extrañado que yo, el cuervo, de inquisitivos ojos, de intenso plumaje, me miraba como a un igual.
Temo traicionar el episodio introduciendo un detalle, una expresión ineficaz que no transmita al imaginativo y probable lector de este texto, la tensión del encuentro de la mirada del cuervo y de la mía.
Abrí, cerré y abrí los ojos con resultados infructuosos. Me preparé para lo peor. Helado el cuerpo, sereno el ánimo, cerré una vez más los ojos. Todo el tiempo del universo pudo concentrarse en el intervalo que siguió. Los volví a abrir con los brazos prestos a una defensa inútil. El cuervo no estaba ni sobre mi pecho ni sobre ningún mueble del cuarto. La ventana, cerrada.
Cerré y abrí los ojos. Encima, a ocho, a diez metros, la viejas tejas y las firmes vigas del techo, mudos testimonios del milagro sucedido. Prometí entonces jamás pensar en el cuervo y me juré nunca escribir un episodio único, absoluto, irrepetible, que seguramente la escritura y la memoria traicionan sin remedio.
Mi afición a la literatura, mi amor por Poe, mi mente propensa a la fantasía y al engaño, típica de alguien que vive del arte y para el arte, quieren que el cuervo que me visitó sea el de Edgar Allan. Es esta una pobre imaginación frente a la simple fortuna de una realidad que me desborda. Tengo que aceptar que solo fue un cuervo, consolarme pensando que para el animal fui una extraña aparición bajo las patas.
Entorno los ojos. Alguna madrugada, alguna noche no contaré con la dicha de abrirlos. Habré dejado de ser el gato que espía un cielo de ángeles erráticos.

J. R. Cormorán (Santa Marta, 1902-1986). Conocido como Pipo Cormorán, estudió en París Teología y Filosofía, carreras que abandonó por la vida bohemia. Columnista esporádico de la prensa local (La Época, El Estado) durante cuatro décadas. En París hizo amistad con George Bataille, con quien aprendió el arte de la bibliotecología. Trabajó para el filósofo Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional de París como lector de manuscritos del siglo XIX francés. En 1939 fue deportado de Marsella. Publicó en sus primeros años parisinos (1919-1924) artículos y poemas, como testimonian los viejos álbumes de la familia. En Santa Marta llevó una vida distanciada, escribiendo artículos, traduciendo documentos portuarios, revisando pruebas de imprenta y confeccionando discursos oficiales. Murió en la indigencia en el cuarto de una prostituta de la famosa calle Diez de esta ciudad.
Su obra, prácticamente desconocida, está vertida en una docena de cuadernos de contabilidad que contienen poemas, artículos, diarios, crónicas, bocetos de novelas, ensayos, cuentos y textos de difícil clasificación.
El primer cuaderno que escribió está fechado en 1924 y el último en 1978. Los cuatro primeros los escribió en París. El quinto lo inició en Marsella en 1939, al momento de ser deportado, y poco después de haberse despedido de Walter Benjamin. Los restantes fueron escritos en Santa Marta a partir 1940. Un desalojo efectuado hace un par de años en la casa de una prostituta permitió el hallazgo de los cuadernos.
Los textos que siguen se publican con el expreso consentimiento de los familiares que le sobreviven.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Adrián Pino Varón. Narrativa.

Venganza

Los gritos de mamá se escucharon en toda la cuadra cuando encontró al pequeño ratón tirado en la sala con medio estómago afuera. Gritaba como loca pidiendo que le sacaran ese animal de su casa. No pensé que hiciera tanto alboroto por tan poco, cuando lo que estaba en juego era mi dignidad, mi orgullo. El muy cretino se burló de mí; creyó que podía tomarme del pelo al no cambiarme el diente de leche que todo este tiempo le he dejado bajo la almohada. Agradezca que solo le pasara el triciclo por encima.


La felicidad

El sótano era el mejor lugar de la casa para jugar a los espíritus. Mientras mi mamá se divertía con sus amigas tomando vino de consagrar y hablando de sus maridos, nosotras prendíamos velas de colores, hacíamos círculos cogidas de la mano, bajábamos la respiración, y en medio de la penumbra invocábamos a un fallecido cantante de música rock, solo para que nos dijera cuál de todas alcanzaría la felicidad. Pero nunca dio señas de escucharnos o de pretender respondernos. Entonces nos cansamos de ese juego y cerramos el sótano, indiferentes, para siempre. Unas mañanas después nos llegó la noticia de que Maritza había amanecido muerta en su cama, de forma natural, y que tenía dibujada una apacible sonrisa en el rostro. No obstante al temor de lo sucedido a aquella amiga de infancia, hicimos nuestras vidas, y el tiempo fue el mejor aliciente para olvidarnos de todo, hasta el día que volvimos a encontrarnos, que regresamos al sótano para intentar comunicarnos con Maritza a ver si ella sí nos respondía. También fue en vano. No hubo ni el más leve susurro que indicara su presencia aquí o allá, que trajera su espectro o su sonrisa. Retornamos de nuevo, un tanto desengañadas, a esa vida que ahora llevábamos. Sin embargo, algo me decía que, ya viejas, aprisionadas por la amargura de tantos años perdidos, la única esperanza de felicidad que nos quedaba era la de que la muerte no nos fallara.


Una verdad

La guillotina desciende a una velocidad casi irreal. La muchedumbre mira fascinada los destellos de la hoja, opacados al final por la sangre de la cabeza al desprenderse. Todo es tan rápido que no alcanzo a sacar a tiempo el pañuelo de la protesta. El verdugo recoge el cuerpo, lo arroja como paladas de tierra a una carreta, y toma rumbo a la fosa en los extramuros del pueblo. Allá sólo aguardan los gallinazos, revoleteando impacientes para terminar el acto.


La música

Sus hermanos traen a hombros el féretro. El paso es lento, y un sol persistente después de la misa, hace que por los rostros de los acompañantes rueden gotas de sudor mezcladas con algunas lágrimas. Todos visten de blanco y en la solapa de los vestidos llevan prendida una cinta roja que simboliza su querido partido político, tal como ella lo deseó. Pero la música que sale del féretro es lo que seriamente tiene consternados a los curiosos. ¡La música! Les parece una profanación imperdonable para un cortejo fúnebre, para el descanso de los muertos. Sin embargo, la voluntad de Beatriz debe cumplirse a cabalidad; así lo ha entendido la familia. Ella adquirió el hábito de dormir con el radio a medio volumen, sin importar que perturbara el sueño de los demás. Por eso pidió que le metieran al cajón un radio con baterías nuevas. Solo así podría morir en paz. Solo así.

Adrián Pino Varón. Chinchiná Caldas, 1.972. Tallerista de la desaparecida Casa de Poesía Fernando Mejía Mejía. Su trabajo literario, además de ser publicado en revistas y antologías del país, se recopila en los libros de poesía Páginas habitadas (Fondo Editorial de Risaralda, 2.000) y Palabras innecesarias (Fondo Editorial de Caldas, 2.002). En 1.998, obtuvo el primer premio de poesía convocado por el Fondo Mixto de Caldas y el Ministerio de Cultura, y en el 2.002 fue galardonado nuevamente con el primer premio de poesía convocado por la Secretaría de Cultura de Caldas. Ha sido invitado a los Festivales Internacionales de Poesía de Manizales, Pereira y Bogotá, así como a otros encuentros literarios en el país. Los textos publicados pertenecen al libro Zig zag, inédito.

Clinton Ramírez. Narrativa.

Los libros

En un mundo en donde proliferan las clasificaciones, cabe listar la especie de los libros perdidos en incendios, los disueltos en naufragios y los abandonados en baúles a la suerte de las polillas. Habrá quienes piensen, adictos a la taxonomía, en subespecies que son solo una idea, una visión o una frase confusa en la cabeza de hipotéticos autores. A mí me interesan los textos destinados al cubo de la basura.

Es válido esperar que los libros de la caneca sean los más numerosos. Importa menos la cifra que alcanzan en los períodos más creativos. Niéguese el estigma que pesa sobre estas aventuras menoscabadas. Lejos de ser una condena, una tara que sepultar, muchos ostentan páginas magníficas, tan dignas y vigorosas que cuesta creer en su destino de desecho. Es inevitable, por otra parte, que algunos de estos pecados muten en inflamables anécdotas en las biografías de los autores favorecidos por la trayectoria de algún hijo superlativo. Leyendo reseñas bibliográficas, eludiendo con buen tino los catálogos de los recomendados mensuales, ojeando los volúmenes que auspician las obras notorias, resulta lícito lamentar que no se escriban estudios completos sobre los libros desechados que perviven en páginas mutiladas, incompletas, sucias, rescatadas a última hora.

A estos libros fallidos hay que culpar de la deserción de los escritores menos tenaces. Una blanda progenie que ante la perspectiva de mandar un tercer borrador a la caneca decide regresar a la academia, a la redacción de los periódicos o a la comodidad de la florida burocracia cultural. Loable en todo tiempo la actitud de los escritores habituados a tirar a la basura libros que otros ofrecerían a las imprentas sin pensarlo demasiado. A ojos de los simples es una forma poco comprensible de afecto. Estos autores, espartanos de espíritu, cosacos de cuerpo, están lejos de olvidar sus obras desahuciadas. Se antoja fácil atrapar en ellos alguna tarde una sonrisa evocadora, de absoluto reconocimiento paterno. No sorprenda a nadie tampoco que detrás de cada libro feliz, con una tradición ganada en el mundo de los lectores, sus implacables ejecutores sigan viendo las sombras delatoras de los libros de la caneca, el llamado de una mano desde el fondo del abismo adonde fueran lanzados como criaturas deformes o tiestos inútiles. Especie derrotada, ángeles condenados, inválidos expulsados de la calle, sin duda tales páginas guardan semejanzas con esas ciudades que jamás conoceremos pero que laten en nuestra sangre como las promesas de un reino perdido.

Esas cuartillas malogradas, víctimas de odios imposibles, de decisiones admirables, embriones de obras ideales son los libros que importa escribir. Son la historia marginada detrás de la historia oficial. Constituye un error grande olvidar su existencia. Es su orfandad la que justifica la creación literaria. Sobre su ausencia de las librerías y de las columnas de las reseñas se edifica, paradoja mediante, la vida de editores, impresores, ilustradores, bibliotecas, críticos, libreros y lectores. Niños confinados a la parra de los traspatios, vergüenza de las mejores familias, personifican la razón de ser de muchos escritores. Comprometido con la apología, sentido de vindicación, no estoy sin embargo a favor de publicitar una literatura de obras fallidas que le compita a la literatura de las obras canonizadas por la crítica y el mercado. Me limito a señalar el embrión de una disciplina o de un género que acaso goza ya de estrafalarios coleccionistas, de inauditos mecenas, de adeptos desesperados y de notables nombres.

Triunfa quien me exija una designación con la que cristianar este nuevo arte. La imaginación griega acuñó un vocablo que denuncia el arte de procrear hijos hermosos. A salvo de las inquinas de los cenáculos, espectador de parques, esquinas y malecones, propongo confiar al mar y los viajeros la indagación de la palabra que convenga al oficio de escribir libros fallidos.

Incurro en una petición para un partido cuya causa tal vez esté perdida. La licencia de firmar libros destinados a ser leídos al pie de los cubos de la basura.


Una visita inesperada

¿Qué actitud tomar si don Quijote baja una mañana de Rocinante y toca a la puerta de nuestra casa? ¿Habrá que hacerlo pasar de inmediato, darle la mano sin sorpresa, invitarlo a un tinto cargado y revisar sus ojos hundidos sin bajar los propios? ¿Sería inoportuno atafagarlo con interrogantes sobre su última aventura? ¿Cómo llamarlo? ¿Alonso, Quijano, don Quijote a secas? ¿Estaría mal indagar por la suerte de Miguel de Cervantes? ¿Qué sería mejor, cerrar la puerta, pensar en una pesadilla o aceptar sin remedio nuestra mala suerte? ¿Queda uno excusado si el valor falta en la mirada? ¿No es ya la imagen de Sancho, pícaro al lado de su señor, un desafío insalvable a los sentidos? ¿Qué aliento soportará el olor de sus cebollas? ¿Es válido agradecer que ciertos personajes solo tengan una existencia de ficción?

Si viviera, mi madre procedería sin afectación, extraña a las preguntas que a mí me impiden actuar. La escoba fue su arma de mano contra las aves de corral que se aventuraban en los dominios de la cocina. En posesión de un rigor más antiguo que ella, hija de los severos atalajes de otro siglo, nunca perdonó una falta a los perros de la casa ni tampoco a los hombres de la familia. Alérgica a los vagos, inmune a los reparos públicos, poco me cuesta imaginarla defendiendo la casa de la presencia de nuestros dos estrafalarios héroes. Su temible escoba de palito desafía el cielo raso de la terraza. Sobra que alguien se detenga en una esquina a contemplar la desigual batalla. A mi madre le resbalan las disculpas que el seco señor del viejo caballo eleva en tono exaltado. Apenas mira al grasiento escudero que, temeroso de una borrasca mayor, invita a su señor a huir de la iracunda señora. Ignorante de favorecer un apéndice en un libro famoso que no necesitó leer, ella solo desea ver libre de intrusos la terraza. Tres buenos escobazos suyos bastan finalmente para echar por tierra el sueño y devolver la realidad a la mañana.

Me acojo a la función de interrogar. ¿Tuvo lugar aquella visita? La realidad tolera la ficción. Los sueños no pertenecen a la imaginación ni la necesitan aunque compartan con ella el anhelo de suplantar la realidad. Está claro el partido que representa mi madre en este escrito. La vida tampoco rehúsa los juegos vengan de donde vengan. Mi madre acometió la hazaña incompleta de expulsar de su terraza a don Quijote y Sancho. Le faltó el escobazo que hubiera prevenido a uno de sus hijos del fecundo peligro de las letras. Un oficio bifronte que encanta al espíritu y daña al hombre.

Clinton Ramírez C. (Ciénaga, 1962). Economista de la Universidad del Atlántico (1987), tiene estudios de postgrados en Desarrollo Regional, Planificación Territorial y Derecho Público. Es autor de los libros de cuentos La mujer de la mecedora de mimbre (1992), Estación de paso (1995) y Prohibido pasar (2004); y de las novelas Las manchas del jaguar (1988, 2005) y Vida segura (2007). Ha publicado, además, los libros de relatos Cervantes al filo del mediodía (2006) y La paradoja de Jefferson (2003, 2007).

Winston Morales. Poesía.

De Aniquirona
Trilce Editores, 1998

I

Y estoy buscando las voces del caminopara traducirlas
seguro llevarán tu nombre
he aprendido a interpretar la voz del viento
esa misma que arrulla las hojas entreabiertas
de tu árbol.

¡Aniquirona, Aniquirona!
Te llama el río
y en las gotas frenéticas del aire
va tu aliento prendido a las veletas.

Al cuenco de mis manos
llega impetuoso el sol
con el oro y el trigo de tu cima
¿Debo ascender al principio del lenguaje?

Allí narran las gaviotas
los días difíciles del cielo
el trasbordo misterioso de las nubes
¿Debo traducir el idioma musical de sinsontes y de mirlos
para conocerte?

He de cuestionarme
mujer de largos sueños
e inexplicables trances
cuál es el país al que me invitas?

Apenas sé cómo te llamas
me lo ha contado el río
y sé que Aniquirona
es el umbral de otros caminos.


II

Toda vez que me aproximo a Schuaima
la muerte posee la voz
de múltiples aves
el aire azul revolotea de fibra en fibra
mientras las piedras
juegan a pronunciar sus palabras menos comunes
y las hojas saben de antemano
que soy nuevo en este sitio.

Aniquirona
hay un yo que me detiene
que se esmera en el regreso.

A veces pienso
que ese habitante
joven entre los viejos
ama las mismas cosas
la obscura puerta de las posibilidades
la famosa casualidad de las instancias.

¿A dónde van todas esas voces
que me conducen a tu reino?
Sigo las hojas que corretean presurosas
sigo la lluvia y su música húmeda
sigo los pájaros y sus ondas
hay una aproximación entre el lenguaje de los árboles
y el mío.

Sólo así puedo acercarme
sólo así sé que existo
y que el camino no es camino
sino va cargado de palabras y de voces.

Estoy en Schuaima
he llegado con la brisa
sólo su silencio musical me satisface
Aniquirona:
¡Hablemos de poesía!


De Regreso a Schuaima
Ediciones Dauro, Granada España, 2001


II
LAS PIEDRAS


Las piedras de esta Terra
parecen perlas
o nidos de pájaros prehistóricos.

Aquí las palabras huelen a viento
y el silencio tiene forma de roca.

En las piedras de esta Terra solemne
se encierra el espíritu de la lluvia
el canto de los jilgueros
el color de los árboles y las selvas.

Piedras de Schuaima:
montañas desnudas
solitarias colinas
peñas blancas que se botan como palomas
a un verde cielo de tierra;
aquí mi mano saluda
un país constituido de piedras:
rocas perfumadas, rocas uniformes, grises piedras para la pesca,
grandes y escamosas rocas
todas!
piedras de Schuaima
las amo por sabias y no por duras.


IV
LOS RÍOS


Como un volcán en su canción de fuego
como una colina de nieve roja,
así vive Schuaima poblada de ríos.

Ríos que bajan por los llanos
como muchachas desnudas
con trenzas de agua en sus bocas.

El río más grande de Schuaima
se llama Calixto.

Llena la luna
ve descenderlo dormido
por las piedras y las campanuelas del valle.

La espuma con su risa blanca lo llama
Calixto, Calixto!
gravita el río con sus plumas de agua
porque el viento besa su muerte
y su ronquido de dromedario.

Allí está
flotando en un mar de ríos Schuaima
innumerables volcanes hablando del agua:
Paris en forma de lago,
Rogitama un riachuelo de peces,
Calixto y sus rostros de plata
vaciando sus ojos
en ánforas de pescadores.

Como un espejo con cara de hombre
como un pensador de Rodin sobre el charco
yace Schuaima poblada de ríos.

Allí van los hombres moribundos
a dejar sus recuerdos y sus rostros.


Éste es el arca del olvido
el río en donde la memoria desciende
por entre colinas de sueños
y el hombre se va quedando dormido
mientras el agua le baja los párpados.



De Memorias de Alexander de Brucco
Editorial Universidad de Antioquia, 2002



I
A EVA EN EL DESTIERRO


Qué hermosa es Eva
qué hermosa la serpiente que le rodea
el árbol que crece en su talle
el fruto carnoso que despliegan sus labios
al posar sobre la ocarina
su música en las orillas del bosque.

Qué hermoso su cabello
-grajillas oscuras que caen sobre sus hombros perfumados-
su nariz que respira otros mundos
y crea para tantos laberintos
el azahar y las guirnaldas que los sustituya.

Qué hermosa es Eva
qué hermosos sus tobillos
las huellas que dibuja sobre la arena
para marcar el camino hacia la luz y hacia las sombras.

Qué hermosos los hijos que le ha arrojado al mundo
el río que desciende por las colinas de su vientre
el volcán de sus ojos de fuego.

Qué hermosa esta costilla pensante
este polvo sagrado
esta caña aromática
que guarda en sus pechos fragantes
otra manzana para las épocas de lluvia.


III
CAÍN

Mi quinto nombre es Caín
soy la reencarnación del polvo
el hermano mayor de los caballos marinos
el barro que echó raíces
hasta volverse un hombre
un río de poemas y arboladuras.

Soy agricultor
cultivo pájaros y frutas
he vivido la mayor parte del destierro en Nod
al oriente del Edén
en donde el árbol prohibido
se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.

Soy Caín
hermano de Abel
hermano de las hojas secas,
del viento, de los pinos de Alepo,
de Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.

Gracias a la quijada de un burro
conozco la voz de las orillas,
el crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos
el silbido orquestal de las esferas,
las regiones desérticas del cosmos,
el palpitar angustiado del Mar Muerto.

Soy hijo de una multiplicación de huesos,
de Adamá, de la luz,
del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.

Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,
la belleza de la divina providencia
en donde yo,
labrador de las palabras,
soy la parte onírica de las cosas.

Mi quinto nombre es Caín
soy un barco de polvo
uno de los primeros nómadas verdes;
de mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec

Y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.
no creo en los señalamientos, en las culpas,
tampoco en el azar
las cosas están escritas, prefijadas,
soy agricultor
y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas
hoy,
después de tanto tiempo,
vengo a ofrendarle mis poemas.


IV
ABEL


Caín
hermano de vientos, nubes, diluvios y ríos
un mar de luces opalinas gravita en los guáimaros de la ciénaga
y se aglutina en mi espejo
como un prisma que nos dice:
la muerte es una puerta
y el tiempo una ventana
por donde nuestros pasos presurosos
perciben otras cosas, otros mundos.

Bello Caín
la quijada de burro con la cual me mataste
tenía el olor de las encinas y los pinos,
de tus labios venían hasta mi norte
unos chopos amarillos
que enhilaban mis pétalos melancólicos
en el hilo de la muerte.

Hermano profanado por los cielos
el dolor de tu hacha cavernoso
penetraba mi topografía más remota
mi geografía y mi valle más sagrado.

Ante el golpe subceleste
que yo he encontrado sutil y generoso
y que tú asestaste con una sabiduría infinita
yazgo en la orilla de tu río, pensativo.

Oh, amado Caín
tus huellas de madreselva
van decorando mis entrañas,
van vistiendo de semillas, de hiedras y resinas olorosas
mi cuerpo fatigado por los viajes.
mi sudor se impregnaba de tus frutas;
tus piñas, toronjas y zapotes
decoraban mi cabeza
con coronas tejidas por cientos de cuchillos.

Nada soy sin tu golpe
herrero milenario;
tus manos son el yunque

que moldean, a la sombra de estas islas misteriosas,
la herradura, los cristales y los cuarzos
de otras Islas en el hado de la muerte.

Caín
hermano de mis antepasados
hay en ti un pretexto para silenciar la historia
como si la memoria de las dagas
no aceptaran la muerte de Goliat
como una templanza de David,
mi muerte es una templanza tuya.

Amado Caín
por tu golpe y tu palabra
he conocido el paraíso.


XIX
LÁZARO

A Jader Rivera Monje.

Ahora que soy tantas cosas al tiempo
ahora que asumo mis vidas pretéritas
y las lanzo a la carne o al barro
para que se vuelvan poemas
o pequeñas hojas que se enfrenten
al aire rizado del Zaire
me llaman Lázaro.

Soy Lázaro
el hijo de Betania
el hermano de Martha y de María
he conocido la muerte
su río de rosas, gladiolos, violetas, mirtos y lirios
que he transitado, navegado y respirado
en los cuatro días que duró
esa odisea por el mundo fascinante de las sombras.

Soy Lázaro
tengo setenta nombres
música, viento, pájaro, buey, lluvia
son algunos de ellos
creo en la resurrección
en la pervivencia
en el soplo cálido que trasciende
más allá de estas tribus.

Me he levantado del barro nueve veces
y ahora
soy el polvo que no vuelve al polvo.

Mis manos y pies
todavía están atados con envolturas de entierro
pero también es cierto
que bajo mi cuerpo crece la hierba
circundan el gusano, el ciempiés, las calambrinas olorosas,
la gaviota que remonta su vuelo
en busca de otras corrientes de aire.

Soy Lázaro

habitante de Betania
amigo de las sinagogas
de Canaám, de Cafarnaum, de Nazaret, de Galilea
y de otras tierras lejanas
cuyos nombres no entenderían.

Tengo el rostro cubierto con un paño
pero cada vez que me levanto a la vida
cada vez que una mariposa
me recuerda que he nacido de nuevo
el paño va cediendo paso
a otras estrellas, a otras luces, a nuevas especies de animales,
a otros caminos.

Soy Lázaro
y en este viaje al final de la vida
me sentaré sobre otra roca
a hilar el cordón sagrado
el pedazo de río
que me devuelva a otra corriente
en donde todas las voces clamen,
todos los músicos canten,
todas las lluvias digan:
“Lázaro, levántate!”


XX
CARTA DE UN ESCRIBA A MAGDALENA

A Luz

Yo no sé de dobleces de campanas
de sanear o purificar sepulcros
pero un torbellino de hojas secas me conduce hacia tu vientre
y alguna parte de esa música secreta
que tú reinventas y traduces.

Yo no sé de multiplicación de pájaros y peces
ni siquiera escanciar las ánforas de vino
pero busco tu cuerpo Magdalena
como si fuera ese santuario
donde redimir mis carnes y mis velas
agobiadas por los golpes de las sombras.

Yo no sé de resurrecciones
-acaso mi carne no soporte tantas instancias-
no se perdonar las querellas con el polvo
pronosticar las épocas de lluvia
pero estoy seguro Magdalena
que mi amor te reivindica de las culpas
y talla en tu ofertorio
una parvada de pájaros azules
donde sopesar tus deudas y tus vinos.

Yo no sé de estrellas y ovellones
de esferas cuyo fin esté más allá del cosmos,
pero mi conocimiento en tu cabello
quiebra los mapas
y mis manos no poseen otro lenguaje
que el mismo que tú diagramas
en el río de la muerte.

Desde las selvas sirias
hasta el mar occidental,
desde el monte Nebo
hasta el río Rogitama
irá mi ancho y dulce amor, bella Magdalena,
revestido de luz para tus hombros
y un collar de caracolas
hará tejido con peces de distintas geografías
para adornar tu pubis
y tus cabellos crispados por los astros.

Yo no sé de oratorias y viejas enseñanzas
mi lenguaje no supera los silencios de la tierra
pero acaso me domina la palabra
y un Te Amo
no sea otra respuesta
que el peso enamorado de esta cruz.


XXII
PAPIRO A LAS HERMANAS DE LÁZARO

Paseaban en las mañanas por los monasterios de Betfagé.
Las veía con los párpados apagados
por el insomnio que me causaba
la oscuridad de sus cuerpos.

Sabía la hora de su tránsito
sabía que desfilaban desnudas por las escalinatas del bosque
antes del amanecer
y el rumor descollante de los planetas.

Eran Marta y María
hermanas de Lázaro,
eran como dos gotas de lluvia
sobre las arenas desérticas de Caparnaum,
como el pétalo del crepúsculo
sobre las noches brumosas de Tiberíades.

A pesar de la segunda resurrección de la carne
seguían pensando en levantar en tres días la casa,
en resucitar al Betanio
para contagiar de belleza a los escribas del templo.

Aun tras la muerte del Nazareno, permanecían bellas
bellas hasta la saciedad de los últimos caminos.

Lo único que las diferenciaba
era el aroma inescrutable de sus ropas
el color de sus labios
retocados por la espesura del bosque.

Paseaban en las mañanas por los monasterios de Betfagé.
En su vorágine vegetal por las riberas del río
desfilaban desnudas igual que gladiolos, cajetos o sauces llorones
en su travesía hacia las lámparas encendidas de las tinieblas.

Ni el azulejo, ni las chicoras, ni los cafhíes
provocaban en mí, tantas cosas hermosas
como el sonido de sus voces

en el traspatio de aquellas casas lejanas.

Eran insoportablemente hermosas
lozanas, pensativas
altas como los abetos de las sinagogas
en donde remontaban sus canciones
y sus oraciones de vírgenes distantes.

Mientras un pecador como yo
padecía sus encierros, soportaba sus angustias
y enfrentaba su calvario
ellas ingenuas
doblemente ingenuas
triplemente hermosas
cantaban el desprecio hacia los hombres de la tierra.


XXIII
EPÍSTOLA A LA TRAICIÓN

Vesánicos del Neguev
malditos suicidas de estas tierras
ustedes me han ligado a otro concepto de la muerte.

Yo había huido con el viento Maarabit a otras latitudes
pero un futuro incierto nublaba la herradura.

Había pensado en restituir la casa
en comprar flores amarillas para la última cena
pero ya todo estaba dispuesto.

Desde antes de nacer toda está dispuesto:
nombres, padres, pecados y hasta los más crueles amores
escritos en el pergamino de los días.

Todo estaba hecho;
la mesa, la última conversación, los deberes,
las negaciones de la piedra
antes del canto despavorido de los gallos.

Padre de los desdichados
lejos estoy de ser mala hierba en el campo de trigo,
lejos estoy de ser la traición,
el pecado, la cadena maléfica de los evangelios.

¿Quién hubiese hecho lo que yo llevé a cabo?
¿Quién para esculpir el beso amoroso sobre las mejillas marmóreas?
¿Quién para rechazar los treinta denarios y los húmeros?

Soy la semilla de mostaza de la que habló el evangelista,
los precipicios me producen vértigo
y no hay más placer sobre mis carnes
que sentir el peso de la roldana sobre las ropas.

El apóstol no bebe cicuta ,
se ahorca;
era menester mío el ahorcarme
-así estaba escrito-

era menester buscar el eucalipto de las epístolas
el eucalipto al que le colgaban cuatro hojas
para colgar mi cuerpo solitario,
mi cuerpo señalado por la hoguera,
por la mezquindad de la piedra,
por el celo de los otros,
por la bifurcación de los espejos.

Anómalos del verbo
anarquistas de las escrituras
es una bella manía esta de aventurar a la muerte,
una manía constante la del suicidio.

Ahora soy llamado el padre de los suicidas,
de algo serviría tanto esfuerzo?

¿Acaso me recuerdan más que a los otros?

Los ecos de las antigüedades
saben una verdad que las piedras desconocen;
yo también fui un elegido:
el obelisco, la pirámide, la torre del faro
saben esta historia sollozante,
historia que ahora comparto con los desdichados,
con los desposeídos, con los señalados.

Viva el más digno de los doce!
si había una misión que cumplir
la mía se cumplió con entereza,
como ninguno de los doce la cumpliría

Winston Morales. Neiva-Huila, 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. Ganador de los concursos nacionales de poesía de las Universidades del Quindío, 2000; Antioquia, 2001, y Tecnológica de Bolívar, 2005. Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Tercer Lugar en el Concurso Internacional Literario de Outono, de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera. Finalista en concursos de cuento y poesía en Argentina, México y España. Ha publicado los libros de poemas Aniquirona-Trilce Editores 1998; La Lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro.

martes, 13 de noviembre de 2007

Fernando Núñez. Poesía.

Del libro Oficios del tiempo (1.995)

El ancón

(a la memoria de mi padre)

El padre, silencioso, marcha a la cabeza;
el niño lo sigue saltando los durmientes,
fraguando fantasías
que emergen de la mar y huyen con el viento.
Las casuchas se aferran con garras de cartón y lata
a las faldas peladas de los cerros
en el aire cuajado de salitre
que los trenes en humo desvanecen.

Se escuchan diálogos en lenguas extrañas;
los nativos trajinan perlados de sudor,
renqueando, cargados de fardos.
En corros, marinos de cabotaje,
de cubierta a cubierta intercambian historias,
lían tabacos, hablan de islas
y juegan a los naipes.

Los muelles de tablones olorosos a brea
se estremecen, se quejan al empuje
de barcos mercantes pintados de blanco
como cisnes de mar:
“San Cipriano”, Alicante; “Quadriga”, Stokholm;
“Biwa Maru”, Nagasaki; “Endeavour”, Liverpool…

El niño, desde el muelle, escala cumbres de fábula,
viaja a puertos remotos,
mientras el padre apresta los aparejos de pesca.
A la luz sin matices de esta tarde,
izarán de las aguas peces temblorosos.
Mañana, entre el jadeo de las locomotoras,
volverán al ancón para echar el anzuelo
a la sombra de buques que se irán a otros mundos
repletos de banano.


Del libro La huella de un sedentario (2.001)


Detrás de la piel

Detrás de esta piel están los otros:
aquellos cuyos rostros
no me fueron conocidos,
pero en mí depositaron
la angustia, el asombro
de su andadura humana.

La sangre de los otros,
los que me han precedido
a partir del inicio del tiempo,
ha avanzado en cascadas,
de una generación a otra cayendo
hasta el cantil brumoso
donde se alberga mi edad y mi espacio;
pronto será borrado
por un nuevo embate de la misma marea
que me arrastró a este punto.

También yo estuve en ellos
latente, larvado,
como un embrión de parásito,
rondando los abismos de su sangre,
enquistado en su respiración
y en sus interrogantes,
dentro de un acertijo de anticipaciones
que toda predicción elude,
que no puede desvelar ningún discernimiento.

Detrás de esta piel están los otros.
Debajo de otras pieles,
muy atrás en el tiempo,
también estuvimos nosotros.


Del libro Antropofugas. (Inédito)

Estuario en el crepúsculo

Mis pasos anoche me trajeron al estuario.
En el suelo estallaban globos de calabazas,
flores de caléndula fulgían como estrellas,
los árboles gigantes cantaban en sus copas.

Era noche y en la niebla el misterio daba vueltas.
Menudeaba el trajín de murciélagos e insectos,
voces oscurecidas, gritos de soledad.
El tiempo atomizado fluía en la llovizna.

Volando a tientas la brisa, del pasado sopla,
apacigua al paisaje que se calla y medita.
El plomo de la noche se hace polvo al poniente
entre prados de acanto donde el olvido crece.

Hay bruma en los recuerdos, fulgores en el aire.
Barcas frágiles remontan cascadas de instantes,
descargan en ciertos puertos fardos de secretos.
La mano de la noche desatará el misterio.


Hora crepuscular

Se acoge en el regazo de la arena
la sombra en que la tarde agonizara;
cruzan aves, y en lo alto se alquitara
la sangre del día en bella condena.

Hay en la tarde un silencio de pena
envuelto en tibio tedio que le ampara;
el viento en singladura se prepara
para arrastrar la sombra en su carena.

Al embrujo de la noche, en secreto,
el mar susurra su canción dormida.
Rayan pez y estrella el abismo quieto.

Entra en letargo el pulso de la vida,
la nocturna fronda hinche su esqueleto,
la noche mana como de una herida.


Cadáver de mariposa

En las rosas del jardín volaba
ayer una mariposa.
Temblaba en sus alas el arco iris.
Hoy yace su cadáver sobre las hojas secas.
Sólo unas horas le fueron dadas
para trazar su parábola de vida
entre espejos de agua y túneles de flores.
Fantasma, espejismo, imagen virtual,
latido de luz en llovizna de Mayo.

Una chispa de nieve,
una oscura centella,
alfileres del viento,
un brebaje nocturno,
el enorme peso de un hilo de luz,
una gota de tiempo,
podrían abatir el poder
que dio lumbre a sus alas.

Entre espectros de seres
y apariencias de cosas,
nuevas sombras se amasan;
la niebla se deshace y recompone,
los fantasmas se mueven.
Nuevas mariposas visitan
renovados jardines.


Australopiteco

Todos fuimos australopitecos
al dar los primigenios pasos en Laetholi y Afar.
Esas huellas fueron impresas
en el polvo volcánico de aquel valle de África,
no sólo por el pie de la pequeña Lucy
(madre nuestra simbólica o real),
se irguió también sobre esas pisadas
toda la humanidad en marcha
a lo largo de estos cuatro y medio millones de años
de azares y errancia.
Allí fue nuestra infancia más vieja,
nuestra niñez de monos vestidos de inocencia.
Después, devenir sin reposo
de los simios que aprenden a pulir la roca,
a dominar el fuego,
a elaborar la guerra, a ejercitar la caza,
a construir hogares,
a inventar el símbolo, a crear la palabra,
y con la palabra encarar el misterio,
abrazar el pavor de su fascinación,
abismarse en dudas, fustigarse con preguntas,
sentir el agobio del horror de la muerte,
consolarse en la creación y adoración de dioses...
todo para al fin empezar a comprender
que tan sólo es verdad la incertidumbre.

Fernando Núñez del Castillo. Aracataca (Magd.), 26 de Diciembre de 1.943. Biólogo, Universidad Nacional de Colombia. Maestría en Genética, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM, ciudad de México). Profesor de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá, D.C.) de 1.973 a 1.998. Ha publicado unos 20 artículos sobre Biología y Genética en revistas científicas de Colombia y el exterior. Un libro sobre Genética entomológica.
Libros de poesía: Oficios del tiempo (Fondo Nacional Universitario. Bogotá, D.C. 1.995), La huella de un sedentario (HG Impresores. Bogotá, D.C. 2.001) Tiene inéditos los poemarios Barro animal, Antropofugas y De carne y sueños.

JR. Cormorán. Narrativa.

Graffiti

Dios no vive en el Cielo

El Diablo.


El Infierno

— ¿Adónde cree que irá ahora que muera?
— Me alegra su optimismo, ¿o debo decir cinismo? Al Infierno, supongo.
— Existe la posibilidad de ir al Paraíso.
— Entiendo que es un sitio aburrido. Ni siquiera usted lo soportaría. Nadie lee. Allí a nadie le interesa la música.
— Es su voluntad, pues, ir al Infierno.
— ¿Ir? Ya estamos en él, padre. ¿No se ha dado cuenta?
— ¿Este es el Infierno? Creí estar confesándolo.
— Así es. Aquí también puede hacerlo.


El nuevo

— Silencio. Ahí viene Dios.
— ¿Cuál es?
— Aquel, el del centro.
— ¿El de sombrero de paja?
— El de barbas amarillas.
— Le encuentro un parecido con Van Gogh.
— No se fíe. Mañana lo encontrará semejante a Baudelaire. Ayer, si no estoy mal, su parecido con Edgar Allan no admitía dudas.
— ¿Poe, quiere usted decir?
— El mismo.
— ¡Vaya! Veo que prefiere a los poetas.
— Aquí no conviene pensar de prisa. El día de mi llegada un vecino me lo señaló. “Allá”, me dijo. Voltee, entusiasmado. Ese día Dios era Nietzsche.


El arrepentido

— Muere sin renunciar a su voluntad.
— Eso siento.
— ¿Algo más?
— Desearía un velorio popular, de nueve noches, con tintos, canelas y animadores de patio.
— Su hija no lo permitirá. Ustedes son ricos, tienes otras formas de morir y de ser velados.
— Es su labor convencerla.
— ¿Es todo?
— Es suficiente, padre. No pido más.
— Marche, pues. Que Dios lo proteja.
— Ojalá, padre. Ojalá pueda hacerlo.
— Dios todo lo puede.
— Admiro su fe. Yo nunca estoy seguro de nada. Ni siquiera sé si estoy muriendo.


El testigo

— Sí, inspector, al llegar los agentes los muertos éramos nueve.
— ¿Está seguro?
— Tan seguro como que usted está detrás de ese escritorio. Yo mismo los conté. Éramos nueve.

La propuesta

Dios y el Diablo coincidieron a la entrada del Infierno. Dios cavilaba sobre la propuesta. Nunca le decía nada distinto donde quiera que se encontraran. Finalmente, respondió:
— No. Es muy tentadora la invitación, pero no. Sería una locura.
El Diablo sonrió:
— Yo, en cambio, estaría dispuesto a vivir en el Cielo. No tengo ningún problema en hacerlo. Siempre hay almas a las que socorrer.
— No —repitió Dios muy sereno —. Mi sitio está en el Cielo. Así lo quieren todos.
El Diablo volvió a encogerse de hombros. Lamentó escuchar una respuesta tan traída.
— En el Infierno —anotó— hay gente que aún cree en usted y espera verlo algún día.
— Admiro la gentileza. Deploro no tener ambición.
Se despidieron de manos.
Dios echó a volar. El Diablo tomó la escalera de la derecha.
Dios remontaba nubes. Sabía que había estado a una respuesta de claudicar. “¡Dios!”, se dijo Dios, “¡Esta vez estuvo cerca!”.
El Diablo, metido en la oscuridad de la escalera, echó mano de una frase que le evitaba vivir de malhumor. “No tengo prisa”, murmuró para sí, con ganas de fumarse un cigarro que no llevaba con él. “Está escrito: alguna vez seré Dios”.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Edilberto Zuluaga. Narrativa.

Dos épocas.

Se cuenta que en época de los sofistas griegos, uno de ellos ofreció a un hombre instruir a su hijo en la filosofía. ¿Cuánto vale? Preguntó. Cuesta diez monedas. Con ese dinero compro un esclavo, contestó el hombre. Cómpralo, dijo el sofista, y de esa manera quedarías con dos esclavos.

En este tiempo, en una puerta de la iglesia de Bonda, una señora, antigua profesora, me contó esta historia. En épocas pasadas ella ofreció a un hombre enseñarle a leer al hijo. ¿Cuánto cuesta? Preguntó el hombre. Diez reales. El hombre dijo: con ese dinero compró un burro para transportar agua del río Manzanares. Cómpralo, dijo la señora, y quedarías con dos burros: uno para cargar agua y el otro de compañía.


Un día en la ciudad

El sol baña a la Ciudad Jovial en las primeras horas azules. Más allá ilumina la superficie del mar, que como un caparazón aguanta los colores de bellos encajes. Desde los cerros el verde de los árboles en las calles dibuja una línea quebrada en la claridad y abajo, los resquicios sombreados aminoran la luz. Las horas bellas del día están entre las cinco y las siete de la mañana. A esas horas los habitantes de la luz enrollan sus sábanas e inician la apertura de las puertas; los animales felices caminan entre los campos y patios vecinos. Un sabor a café invade el aire cuando es puesto sobre las mesas; las voces frescas reposan sobre los objetos y las cosas. Gime el animoso viento con diferentes armonías; la transparencia entra sin que la luz haya llegado a la superficie terrestre. Como un vasto nido iluminado con el mar al fondo, la ciudad emerge vista desde las colinas que la circundan. A esta hora retoza el lenguaje del agua luciendo las burbujas cristalinas; con ella riegan el jardín, humedecen el césped y limpian terrazas y patios. Los perros corren, refrescan el vientre y los caminantes ejercitan sus músculos frente a las playas y en los parques.

Debería llamarse la Ciudad Madrugadora. Es una alegría frecuentar el mercado con los productos de mar y de tierra que son expuestos con una emoción dicharachera y parlanchina. Los pargos y las sierras cantan en las mesas, las piñas y los melones entonan una canción perfumada. Los hombres, felices a esta hora, con las manos de sueño tararean el movimiento de las alas y descansan la mirada plácida en el lento consumo de los elementos. El cielo azul emboza alegremente una ciudad entre los árboles obligando a los habitantes a soportar una incomodidad durante el día: transpiraciones, descansos, ocultaciones y sombras añoradas. La mecedora, la hamaca, el abanico de mano ayudan a dejar las horas. Hombres y mujeres tejen la sombra diaria al sobrevivir diez horas lejos del sol abrasador y convincente. Un habitante que no necesite exponer la piel espera en la sombra, en la conversación: hamaca grande de la frescura. El diálogo está por encima de otra actividad y sus palabras son un aliento inocente; la brisa filtrada entre las hojas suaviza las quimeras y los espíritus.

Los alegres habitantes almuerzan debajo de frondosos árboles que han sembrado en los patios. Otros recuestan un asiento a la sombra de un almendro y hacen la siesta en plena calle. Más allá, los desempleados resisten esperando el momento para ingresar en la batalla. Echados en la hamaca o en el lecho esperan la hora del amor. Al fondo del paisaje el sol calienta el dorso del mar. Allí los bañistas oscurecen la piel con la nítida luz del astro amarillo. En la mitad del día la ciudad no responde a ningún llamado; nadie desafiaría la soledad o la suave holganza.

En la extensión del horizonte el sol peina las colinas con su color miel; alegres mariposas desafían el aire libre. La brisa entre rama y rama, entre hoja y hoja, desliza una exigua frescura que no alcanza a aliviar el ambiente. Crece la tarde y a su sombra el color es agua en movimiento. Bellos paisajes dejan caer la frescura, promesa en las caricias de los enamorados. Lejos suena un tambor, dos gatos de ojos claros en la rama de un árbol esperan que la tarde caiga. El hombre y el animal reciben la noche que recoge el calor cuando el céfiro regresa a los rincones apacibles. La ciudad aparece entre las olas, y en el horizonte una sonata húmeda acompaña la noche mágica.


Edilberto Zuluaga Gómez (Aranzazu. Caldas). Autor de las novelas Amores en la puerta del sol (Manizales, 1995), Viaje hacia el amanecer (Medellín 1996) e Impacto en el primer movimiento (Santa Marta, 2006). Sus novelas le han merecido premios y distinciones. Es también autor del libro de relatos Lecturas en el parque, (Santa Marta, 2007), de donde se han tomado los textos que aquí se publican. Vive en Santa Marta hace 30 años.